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– Es pronto todavía, acabamos de empezar.

– Cualquier cosa, lo que sea -suplica Clara con tono lastimero.

– Hay mucho trabajo, somos pocos, los cadáveres se acumulan… -Dolores se embala en una retahíla de excusas hasta que, de pronto, se detiene-. Qué quieres que te diga, es pronto.

Pero no, no es pronto, es cada vez más tarde, es hundirla en un rincón de la memoria sin atender siquiera a su nombre, y quién la va a echar de menos, quién la va a añorar: el poeta ingenuo, el chico de los recados, el enfermo de amor, el sombrerero loco que la recuerda melancólico a la hora solitaria del té.

– Se llamaba Olvido -musita Clara-, Olvido.

– ¿Estás intentando darme penita con su nombre? Mira… -dice suspirando, dándose por vencida, recién asumida la certeza de que no se va a largar ni la va a dejar en paz hasta que le ofrezca algo que alivie su conciencia-, lo único que puedo hacer es enseñártela.

Y se dirige tranquila, casi tarareando por lo bajo una alegre melodía, a la pared de celdillas infinitas, panal de muertos que duermen, de la que extrae una bandeja para ofrecerme, mientras canta como un enterrador ajeno y feliz en la fosa, la visión de una mujer blanca y hermosa que brilla sobre losa que parece el acero y se asemeja más a una doncella lista para el sacrificio que a una impúdica perversa ya inmolada.

Clara se acerca atraída por el fulgor que desprende su piel casi fosforescente y no puede evitar alargar una mano que inevitablemente tiembla, como temblaría la de una beata ante la aparición de una Virgen, con la intención de recorrer sus labios, sus pómulos de hielo, su perfil de reina muerta, sí, porque ella, la prostituta, tiene ahora una prestancia, una majestad que colgando del techo, balanceándose levemente al compás de las risas de los agentes, no tenía.

Ahora es simple y honrada, radiante, no penumbras y lencería negra, no neones y reflejos rojos y zapatos de tacón ni cabrones que bailen a tu alrededor ni admiradores turbados ni extremidades que tientan ni arrugas que te asquean ni espaldas con vello ni más vidas sin amor. Eres etérea, eterna. Libre.

Y la mano se posa en su frente y se detiene justo antes de acariciar su pelo que por fin es real, auténtico, porque ya no hay bucles dorados como los de Ricitos de Oro. Sin la peluca es simplemente castaña, apenas una muchacha de melena caoba y rostro sin pintar y, curiosamente, ahora que no es rubia sus pechos no son tan grandes ni sus caderas de vértigo ni sus piernas culmen de belleza en su piel, a la impía luz fluorescente, se advierte un atisbo de pecas que la vuelven más niña aún, casi impúber, como una lolita de treinta años.

– No puedo dejar de pensar que así, desnuda, es como si hubiera vuelto atrás, a un tiempo en que aún era inocente -confiesa Clara.

– He oído ese comentario unas mil veces. Siempre que un vivo se pone delante de un muerto lavado y sin ropa dice la misma sandez. Se debe a que asociamos la desnudez con la inocencia.

– Vale, lo he pillado, ya dejo de decir banalidades, me pongo en plan profesional y aparco los sentimentalismos, no sea que te dé por emocionarte -responde dolida, a qué negarlo, hasta Dolores, mi amiga, alguien a quien aprecio y respeto, se deja vencer por la desidia de considerarlos muñecos, objetos de análisis o escarnio, qué más da, sólo material con el que trabajar-. Dime lo que tengas que decirme, Loliña, y acabamos con las tonterías.

– Muy bien -y su voz adquiere el matiz metálico de un verdadero forense, impersonal, casi inhumana, como de autómata de película de robots futuristas. O, tal vez, lo que pasa es que está cabreada-. De momento me he limitado a un análisis externo, y no hay mucho que reseñar: dos uñas rotas en la mano derecha, algún leve rasguño en el cuerpo que puede haber sido producido por cualquier cosa, desde un acto sexual frenético a un golpe fortuito con la esquina de un mueble o la práctica de algún deporte y, por lo demás, aparte de lo evidente no hay más: ni tatuajes, ni cicatrices, ni implantes ni marcas de cirugía. Por no haber, ni siquiera se teñía el pelo -añade-. Es algo atípico en una prostituta.

– Hay que joderse, para una que no es frívola van y la matan -comenta Clara, mordaz-. ¿Esto es todo?

– Bueno, está lo de las palomitas. Las tenía por todas partes. Metidas en el escote, enredadas en el pelo, hasta dentro de un zapato, en la puntera. Aparte de eso, e insistiendo en que es demasiado pronto, si quieres una primera impresión te diré que todo parece indicar que se trata de una muerte por ahorcamiento accidental, el típico juego erótico que se descontrola. No se colgó a mucha altura, tendría debajo a un hombre que la sostuviera, tal vez sentado en el escabel que hallaron a sus pies… puedes imaginarte perfectamente la postura. Además, tanto su ropa como las palomitas, el excesivo maquillaje y el pelucón dan a entender que estaba en plena faena y se le fue la mano. A ella, al cliente o a los dos.

– Sí, tiene sentido -y ante el silencio ausente, casi ofensivo, añade-: Si esto está listo, nos vamos a comer cuando tú quieras.

Pues no, no nos vamos, o en todo caso la única que se marcha soy yo, y a la puta mierda para colmo porque ahora resulta que tenemos muchas cosas por hacer: ella una nueva autopsia que le corre prisa a un juez que no hizo los deberes a tiempo, yo un mensaje de París en el buzón de voz que me recuerda que debo pasarme por plaza de Castilla a recoger la orden y al secretario judicial, papeleo acumulado, muertos que se pudren y no pueden esperar y hasta comida en un tupperware en mi nevera, y entonces la voz pálida y amarga de Dolores diciendo ya te daré un toque al móvil si descubro algo y al final me voy sola a uno de los comedores universitarios cercanos al Anatómico a engullir rancho por cinco euros rodeada de estudiantes que me recuerdan que nunca acabé la carrera, todo con tal de no ir a casa porque, total, para qué llegar y encontrarla vacía, Ramón en el trabajo, la gata durmiendo en el brazo de un sillón y esa soledad que me arranca las ideas y me abandona a las ganas de no hacer nada, que me deja albergar deseos difusos y me desiste de continuar, para qué si son los planes de los demás, si yo no tengo más propósitos que los anhelos que los otros me marcan y la obligación de volver al médico en una semana a dejar que me atraviese el pecho. Para qué levantarme, trabajar, moverme de la cama, para qué seguir sendas tan marcadas como el surco en torno a una noria.

Si me miro en los escaparates no me reconozco. Quién soy, alguien que remueve un café con parsimonia en un restaurante caro al que he venido huyendo de los recuerdos universitarios que nunca tuve, porque es mejor ser ajena en un restaurante caro por no reconocerme cutre y fea además de enferma. Quién soy, sólo una mujer que come sola. No lo sé, no estoy muy segura de quién soy, ahora, en este momento, aunque al menos sí sé quién era cuando me levanté esta mañana; lo que pasa es que me parece que he sufrido varios cambios desde entonces: ya es seguro que algo se me ha roto por dentro y una amiga, el compañero que dirige la investigación y mi superior inmediato, que además es un buen colega, se han enfadado conmigo y, finalmente, ni me atrevo a refugiarme en mi hogar por miedo a encontrármelo vacío, o tal vez lleno. Por eso, por el miedo a enfrentarme a mi casa y a mi vida, me dedico a desmenuzar los hogares de los demás, hogares serenos y vividos donde parece que la gente, incluso las prostitutas, se sentían a gusto.

– ¿Qué? -pregunta Zafrilla levantando la vista de sus polvos y brochas.

– Nada.

– Mentira. Te he oído murmurar algo.

– Sólo pensaba que parece que Olvido vivía a gusto aquí.

– Y tanto, con su caché se lo podía permitir -es el secretario judicial, para mi grandísima suerte por primera vez en este día un tipo que parece enrollado, que no molesta demasiado, que muestra interés en nuestras pesquisas y, sobre todo, no llama a la mujer muerta «la puta». Aunque a lo mejor, al no tenerla delante colgando sugerente de una cuerda, simplemente no se ha despertado su más rastrera imaginación, su libido en probable ebullición. En todo caso es un hombre callado (qué mono), y se agradece.