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– Sí, pero una cosa es la pasta -rebate Clara-, otra el lujo, y otra entrar en un sitio y darte cuenta de que la gente que lo habitó estuvo a gusto. Fijaos, todo tan ordenado, tan limpio, tan acogedor. Colores que la favorecían, libros que habrá leído y hasta plantas que parecen fuertes, contentas y radiantes.

– Pues para mí no es tan encantador -responde Zafrilla sin apartar la vista de la mesa cuyos bordes espolvorea-. Yo le veo un lado más siniestro, sólo demuestra que se había hecho un decorado a medida para representar la ficción que vendía, y si leía mucho era quizá para llenar su vida desgraciada con los amores de cuento de sus heroínas; en cuanto a las plantas, bueno, lo más probable es que sean regalos de sus clientes -y al levantar los ojos y ver el gesto de desencanto de Clara, añade-: Lo veo así, lo siento, no lo digo por chafarte tu imagen de mágico mundo de colores.

– Un poco de razón sí que tiene -concede el del juzgado y, ahora mismo, ya no me parece tan mono. Estoy a punto de replicarle, pero me contengo, consciente quizá de que gritarle sólo a él no sería justo, y únicamente digo:

– No me hagáis caso, no sé qué tengo hoy que todo me afecta.

– Si estás así porque Dolores te ha dejado plantada a la hora de comer, te recomiendo que pases de todo, anda de un tonto subido que no es normal. Todo le molesta, se pone suspicaz, se mosquea si no la llamas pero si lo haces también, hasta parece que se hubiera vuelto posesiva… -de pronto Zafrilla se interrumpe contrariada-. De aquí no saco nada, las huellas están mezcladas con las de la mitad del Cuerpo de Policía. Bravo por tus compañeros.

Y es cierto, Clara y el secretario se inclinan sobre la mesa y sólo ven una superficie emborronada de infinitas manchas desenmascaradas por los polvos, pero no tienen siquiera tiempo de darle la razón, porque ya ha dejado el salón por imposible y se va pasillo adelante hablándole al aire.

– Vamos a su vestidor. Seguro que aparecen impresiones mucho más claras, de ella o de quien le quitase la ropa.

– ¿Huellas dactilares en la ropa?, ¿es posible? -pregunta el del juzgado.

– En la ropa no, en los botones y en las hebillas -aclara mientras abre el vestidor y se introduce dentro para buscar trajes de grandes botonaduras, cuanto más lisas mejor-. ¡Ooooh! -suspira al ver las prendas perfectamente colocadas en sus perchas-. Clara, mira qué vestidos, qué blusas, qué maravilla de faldas.

– Es lógico, formaban parte de su ropa de trabajo.

– Sí, pero es que son todas de un género buenísimo -sus ojos hacen chiribitas como los de una niña golosa ante el escaparate de una pastelería y Clara no puede menos que recordar la total indiferencia de sus compañeros ante el despliegue de marcas del guardarropa, centrados exclusivamente en el cajón de la ropa interior y el zapatero-. ¿Tú has visto este jersey de angora, esta casaca de seda? ¡Y éste es un traje de alta costura! ¡Si hasta la gabardina es perfecta!

Es cierto, la gabardina es perfecta, un poco arrugada tal vez, incluso se diría que ligeramente manchada del polvo del poblado de chabolas donde, con ese mismo traje de alta costura que marcaba las caderas, que resaltaba las curvas, que la hacía parecer recién salida de los años cuarenta, la mujer muerta se dejaba abrazar por un mimo con sábanas raídas como galas de un espectro gótico y mugriento.

Y casi sin aliento Clara extiende la mano, que otra vez tiembla, descuelga la chaqueta de la percha, sale del vestidor en busca de la luz natural de una ventana y se lo acerca a la cara, lo huele y casi juraría que percibe el olor a ropa tendida, a niños gitanos jugando en el descampado, a moscas ociosas, ratas hambrientas, gasolina quemada y un yonqui caramelizado al sol, a calderilla mojada que ha pasado de mano en mano y a pintura blanca que dejó goterones de lágrimas cuando un mediodía, hace apenas nada, un mimo fantasma abrazaba a la mujer que lo acompañaba, una mujer de cabello castaño y no de rizos rubios sintéticos, de cuerpo de escándalo y extrañas amistades, de zapatos caros hundidos en la tierra seca y misteriosas conexiones que yo, idiota de mí, cegata obcecada, corta de miras, no supe reconocer. Y es inevitable pensar que si tal vez me hubiera aproximado a ellos hoy no estaría muerta. Si le hubiera hablado, si la hubiera conocido, con su cara de niña buena ante mis ojos, quizás ahora ella no estaría en manos de Dolores esperando a ser rajada ni yo aquí arrepintiéndome por algo que no llegué a hacer, por una frase que se me quedó en la lengua y no evitó nada, reconcomiéndome por no haber sabido ver más allá debajo de la ropa y las pelucas y sus disfraces de puta o ejecutiva del placer, tanto da. Tanta bronca con París, tanto miedo a no encontrar nada en el escenario de la muerte de mi confidente y resulta que todo estaba delante de mí, incauta estúpida ilusa cegata.

Y ahora que sabe con seguridad que sí hay algo, un hilo que une al Culebra y a Olvido más allá de la simple y ya casi absurda huella, decide buscar y rebuscar, si hace falta habitación por habitación, hasta dar con cualquier detalle que tienda más cabos entre la chabola y el perfecto hogar de la difunta, empezando por el dormitorio, allí donde todos escondemos nuestros secretos y esos sueños tan ocultos que jamás diríamos a nadie dónde están.

Mira al secretario judicial y le hace un gesto para que la siga. Él duda, está muy entretenido viendo cómo Zafrilla empolva los botones plateados de un abrigo de terciopelo negro colgado de su percha como un juez togado a la espera del veredicto del jurado.

– ¿Adónde vas? -le pregunta su amiga.

– Al dormitorio. Siempre es donde está la marcha.

En cuatro pasos Clara sale del vestidor y se interna en el territorio del placer, cómodo y coqueto pero extrañamente sobrio y asombrosamente vacío de los habituales objetos que adornan estos «templos del amor». No hay satén ni espejos en el techo ni cojines morados con forma de corazón ni dorados rococó. Es más bien como una suite de hotel de lujo, cálida y confortable. Una gran cama, buena iluminación -al menos por el día-, muebles funcionales y sobrios y sábanas de algodón puro, nada de decoración hortera estilo porno soft. A cada lado dos mesillas de un tamaño inusitado con tres cajones cada una. Según Clara ha comprobado, en los primeros de ambas hay los típicos objetos que todos guardaríamos en nuestra mesilla de noche: pañuelos de papel, tapones para los oídos, bolígrafos, un despertador, horquillas, antifaz para dormir, crema de manos, pinza de depilar, una lima de porcelana, goma para el pelo y aceite para masajes por si nos ponemos tiernos y da pereza levantarse a por él.

Pero los demás cajones están cerrados y fisgonea por el cuarto para descubrir que ni en la cómoda antigua ni en ninguno de los compartimentos del inmenso joyero de laca china aparecen las llaves, y debe pedirle al secretario que tome cumplida nota de que va a abrirlos con una ganzúa, y tras hacerlo descubre que, al fin y al cabo, sus secretos no son distintos de lo que esperaba:

– Cajón intermedio, mesilla derecha: contiene un paquete de guantes de látex, cajas de preservativos extrafuertes y estriados, tres vibradores de distinto grosor y longitud, uno a pilas, los otros dos no, ¿hace falta que especifique algo más? -le pregunta al secretario judicial mientras va sacando los objetos-; bote de lubricante, caja con dos decenas de uñas postizas rojas, barra de labios escarlata y, por último, un juego de bolas chinas -elementos perturbadores para el joven funcionario que, no obstante, debe consignar todos y cada uno de los hallazgos junto con la breve descripción, carente de toda emoción y emitida en un tono eminentemente profesional, que Clara hace de cada objeto.

»Cajón inferior, mesilla derecha: dos corsés negros, uno de talla XXL (supongo que para ellos), bozal, mascarilla con cremallera y capucha con argollas de metal, todo de cuero negro, ligueros negros, dos látigos (enrollados como garitos que duermen la siesta), collar de perro con pinchos, una correa, una pequeña fusta y un paquete de bolsas de basura -no quiero ni pensar para qué utilizaría esto último.