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»Cajón intermedio, mesilla izquierda: contiene lencería erótica, es decir, prendas de seda negra, blanca y carmesí con estratégicas aberturas en los sostenes que dejan al descubierto los pezones, que incorporan transparencias osadas o marabúes sugerentes, también hay camisetitas de algodón y braguitas como de niña… En fin. ¿Tengo que ir describiendo prenda a prenda? ¿Que no hace falta? Qué alivio, muchas gracias.

»Cajón inferior, mesilla izquierda: velas sin estrenar, un paquete de varillas de incienso y una completa variedad de DVD de contenido pornográfico que abarca un amplio espectro de filias y perversiones -Clara los repasa concienzuda, quizás en busca de alguna cinta con grabaciones ilegales, sí, mucho snuff y mucho cuento es lo que tienes, se dice a sí misma, que tanto ver Tesis te ha afectado al cerebro, que ojalá fuera tan fácil y no tan asquerosamente legal porque, de hecho, las películas son guarras, pero lícitas, del mismo modo que cualquiera de estos artículos puede ser adquirido en tiendas especializadas sin mayor problema. Lástima, ni siquiera hace falta buscar importadores clandestinos de dildos. Todo es jodidamente legal.

– ¿Puedo echarle un vistazo a las películas? -pregunta el secretario casi excusándose-. Es que soy un coleccionista aficionado y…

– A mí no tienes que darme explicaciones. Pero ojito con los dedazos, que luego vendrá Zafrilla a sacar huellas. Ponte estos guantes.

– No, si a mí sólo me interesan los títulos -insiste-. Lo que no veo es dónde está el reproductor.

Cierto, piensa ella. En el salón hay uno, pero aquí en el dormitorio no lo veo… No tiene sentido, ¿de qué sirve una colección de películas guarras si tienes que trasladar al cliente de habitación?, y se fija en la pared frente a la cama, paneles blancos desnudos frente a ella, y se acerca y los palpa, los golpea…

– Suena hueco -constata el secretario.

– No me digas, Sherlock. Ven, ayúdame, hay que averiguar cómo se abren.

Y aunque no debería, aunque se exceda, aunque para qué va a trabajar si sólo está ahí para tomar nota, él se deja llevar por la curiosidad morbosa y se pone junto a ella a tantear la pared sin obtener resultado.

– No hay manera -masculla Clara al cabo de un rato-. Aquí tiene que haber truco, pero a saber dónde.

A ver, piensa, qué haría si éste fuera mi cuarto y yo cobrara una pasta gansa cada noche por satisfacer a un cliente. Tenerlo todo a mano, y si las mesillas con mi valioso material de trabajo están cerradas, tendría cerca las llaves de los cajones y todos los medios necesarios para estar a gusto en mi gineceo.

Y se agacha y mira bajo la cama, pero no, sólo ve un par de chinelas tan delicadas y exóticas como aves del paraíso, todo rasos y plumas y cristalitos de colores brillando en la penumbra.

Pues si no hay nada abajo, habrá que mirar arriba.

Y se incorpora, se coloca junto al cabecero, se concentra, golpea leve, casi reverencial, las cuatro secciones de madera clara que lo forman y, voilà, se abren a medida que las presiona en una esquina imantada revelando en su interior un pequeño cajetín de unos veinticinco centímetros de lado por unos doce de fondo.

Sí, ella sólo tenía que alzar el brazo sobre su cabeza, presionar y el cliente, entretenido en sus pechos o entre sus piernas, casi no tendría tiempo de percatarse de dónde habría sacado sus artefactos. Magia y precisión hasta en los más mínimos detalles. Discreción, elegancia y sutileza en compartimentos tan silenciosos y refinados como su dueña. Nada de levantarse destetada en el momento álgido, nada de sobresaltos imprevistos ante peticiones intempestivas, nada de frenazos inesperados. Todo bajo control, calculado como en el despegue de una nave espacial a bordo de la cual atender con la mejor de las sonrisas al usuario más caprichoso. Plan perfecto, perfecta ejecución. Toda una profesional.

Y, como tal, en su dominado universo de sexo sin pudor rige la más estricta lógica enfocada al goce y la delectación. Bienvenidos al mundo del amor, todo para que el consumidor se encuentre a gusto, olvide sus miedos y le abandone el estrés, relájese en nuestro olimpo y disfrute de los maravillosos servicios de nuestra camarera de la pasión que, con su galería de secretos para amantes, le revelará recónditos arcanos de la libido y el ardor que ahora le presentamos:

Empezando por la derecha, en la primera casilla, todo un catálogo de las mayores virtudes electrónicas al servicio del éxtasis. Tres mandos a distancia que harán su lujuria más provechosa: el del aire acondicionado, el de la cadena de música y el del DVD que, al igual que la enorme pantalla plana de plasma con sus altavoces, se esconden en la pared hueca sita frente al tálamo del gozo supremo oculto por los pertinentes paneles blancos. Accione los botones y éstos se moverán dejando al descubierto toda una gama de elementos pensados para hacer de su polvo una experiencia inolvidable.

Tras el compartimento dedicado a la electrónica, ponemos a su disposición la segunda celdilla, que contiene las llaves que abren las mesillas. Oh, qué decepción, nada de sadomasoquismo ni de suaves tormentos que pervierten la razón… Pero que no decaiga el ánimo, en esta fiesta continúa la marcha. Veamos qué más contiene. ¡Una navaja, señoras y señores, una magnífica navaja automática del mejor acero albaceteño, una faca fría con brillos verdes en su hoja y motivos enrevesados en su empuñadura, una navaja lágrima viva de España que se defiende con su metálico nervio! ¡Las mujeres quieren navajas, las chicas son guerreras, vean cómo se defienden las putas de los amargos depredadores! Y la cosa no se queda aquí, ¿qué es lo que hay detrás, relumbrando con fulgor siniestro? ¡Un spray antiviolador que amenaza a los malandros con su perenne ojo despierto! Las palmas que aprietan y abarcan, las lenguas que dominan sin tiento, las pupilas espantadas que miran más allá del tembloroso cuerpo, que queman y matan, que deshacen por dentro, serán cegadas por la voz del arma de viento cuando una tersa mano agite su venganza oponiendo a su hambre su pavor, a su fuerza su libertad, a su salvaje impulso su aliento. Temblad ante su poder cuando estéis en cama ajena, cuando hayáis perdido el sentido, cuando os pueda una sexualidad enhiesta culmen de vuestro vicio. Él es la defensa de las meretrices oprimidas, de las mujeres obligadas a ir debajo que deben soportar los abusos incontrolados y vencer los reparos con mentiras. ¡No dudes en usarlo! ¡Ataca! ¡Defiéndete! ¡Muerde! ¿A qué esperas?

– Apunta -dice al secretario-: Requiso la navaja y el spray. Ahora veamos qué más hay en el cabecero.

Abre la tercera casilla y ante ellos aparece el objetivo de una cámara de vídeo digital de ultimísima generación en stand by.

– Joder, vaya con la tía -exclama él-. Ésta va a ser de las que hacían chantaje a los clientes.

– No va con su estilo -niega Clara-. Yo creo que es más una cuestión de prudencia y prevención de riesgos: pásate un pelo y saco la cinta y te dejo con el culo al aire ante la parienta, los jefes o las vecinas.

Recoge con cuidado la cámara, la abre con torpeza debido, como siempre, a los malditos guantes. Ninguna tarjeta de memoria, lástima, la guarda en una bolsa de plástico y se la pasa al secretario.

La cuarta y última celdilla no esconde más armas ni miedo, sólo consuelo. Consuelo y algunos libros de poesía en ediciones de bolsillo sobadas, releídas, con esquinas dobladas.

Entre ellos uno más viejo, de papel más amarillento, Veinte poemas de amor y una canción desesperada. Lo reconoce y siente un pinchazo al acordarse de París y la absurda conversación con su novia en la puerta de la comisaría. «Un cantante de boleros», musita, pero aparta los recuerdos y vuelve al trabajo pasando páginas, oliendo líneas muertas entre los poemas, oteando espacios en blanco, atenta a cualquier anomalía, a cualquier señal, y da con una pestaña caída y también con una foto antigua, pequeña, casi sepia, el retrato de una mujer joven, bella, de cejas espesas, labios gruesos y ojos y pelo oscuro sentada en el borde de piedra de un estanque. Y, a sus pies, una tortuga.