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– Que lo busque en un diccionario -bufa.

Entonces el grandísimo zorro sonríe con inusitada ternura y, en un gesto asombrosamente delicado, le pasa un brazo acogedor por los hombros.

– Mira, está muy bien que seas como eres, de verdad. Me parece estupenda esa manera tuya de convivir contigo misma y mostrarte tan dura y peleona, llorona y vulnerable, taquera y malencarada, todo junto y a la vez. Me encantaría que mis hijas fueran como tú, te lo juro, pero en esta comisaría no puedes ser como eres, no del todo. Aquí no vale la retórica ni la poesía, no sirve ser sincera porque todo lo mueven la ambición y las ganas de joder, de machacar a los demás. Y aun así tú te metes en su juego cuando sabes de sobra que no nos incumbe lo que ocurra en la mansión de Vito por más que esté en nuestro distrito porque es cosa de los de Estupefacientes y estamos pisando el levísimo, el suspicaz límite que separa sus competencias de las nuestras, cuando sabes que aquí las ganas de salir en los periódicos pueden más que la humildad que no tenemos para reconocer que este caso nos supera de largo, que no disponemos de medios suficientes para pinchar todos sus teléfonos ni de gente para cubrir unos turnos de vigilancia decentes porque hay más asuntos de que ocuparse que sólo de él y sus negocios. No le des más al tarro, que te conozco. Si tenemos a alguien enfangado hasta el cuello y deben solucionarlo los de Asuntos Internos desde fuera a ti qué, si tú estás limpia como los chorros del oro, si contigo no se va a meter nadie, si no te juegas nada, si tan pronto como puedas te piras, con los estupas incluso, quién sabe. Tienes que cuidarte. No te la juegues por salvar la cara de esta cloaca. ¿No ves que como esto salga mal y nos llamen la atención por acaparar y pifiarla, todos, pero todos, incluido el jefe Bores y el comisario, se van a esconder bajo tus faldas alegando que tú has sido la mente pensante? Aunque seas una niña, aunque seas la más legal, aunque no pinches ni cortes. Sólo porque cada vez que hablas los dejas en evidencia y a poco que puedan te lo van a hacer pagar. Joder, culona, parece que no te enteras de que en esta pocilga nuestra te tienen ganas. Cualquier día te meten algo en la boca para que te calles de una maldita vez. Y no apuestes por que sea yo quien lo evite.

A pesar del rapapolvo o tal vez por eso, por entre la rabia y la mala leche contenida, con la resignación del condenado o con la seguridad del retoño que se sabe la niña de los ojos de papá, a Clara le clarea una sonrisa triste en los labios.

– Lo evitarás, Santi. Lo harás.

Pero él ya está yéndose. En tres zancadas de cowboy en blanco y negro alcanza la puerta y desde allí se gira, cínico, para mirarla.

– No pongas la mano en el fuego por mí, culona -y añade-: Te espero arriba para repartir los turnos. Como no te apures te van a dejar el de las dos de la madrugada, y no me vengas luego protestando en plan mira qué cerdada, lo que me han hecho.

– Vale. Hago una llamada y voy.

Y qué alivio la soledad para descolgar el vetusto teléfono negro de la pared y marcar de memoria mientras un calorcillo interior nace en el pecho al pensar en Santi haciéndose el duro pero avisando siempre, siempre alerta, siempre pendiente del más mínimo detalle, andando sobre las aguas turbias en este nido de víboras como si tal cosa y echándome la red cada vez que parece que me voy a ahogar pero dejándome antes pasar miedo, para que aprenda, salvándome cuando casi estoy resignada a hundirme. ¿No podía haberme hecho un gesto para indicarme que me callara? No, tenía que dejarme meter la pata y hola, preciosa, ¿me puedes poner con Ramón? Ramón Montero Ortega-Trevijano, segundo despacho a la derecha, ese moreno con gafas y pinta de despistado tan mono, seguro que ya te has fijado, bonita.

Ah, ¿que no está? ¿Que sí que está pero que no se puede poner? ¿Que lo que pasa es que está reunido?

Pues le vuelves a llamar y le dices que deje de leer el periódico y que se ponga, que soy su mujer. Espero.

Hola.

Sí, soy yo. No, no pasa nada en especial. ¿La voz?, es que llevo un mal día.

Desde temprano, sí, por eso le di la patada al felpudo al salir. Es que me había pillado un dedo con la puerta y…

¿De verdad? No sabía que de una patada pudiera llegar tan lejos. ¿Y la bruja de la vecina qué ha dicho?

Pues aquí las movidas de siempre, nada del otro mundo. No sé, es más bien una movida en potencia, imagínate, si nos sale bien, la gloria y esas cosas, pero se puede fastidiar en cualquier momento por cualquier metedura de pata de alguno de estos zopencos, así que tampoco vale la pena ilusionarse mucho. Además, todavía estamos empezando.

No, yo no he sido borde con ella, qué va, y eso que vuestra secretaria me cae como una patada en los…

Ya, ya, sin tacos. Bueno, pues que me saca de quicio. Sabes que no trago a las barbies de confesionario. Yo a las princesitas con voz de cristal les tengo que decir algo cada vez que se me ponen a tiro, no lo puedo evitar, es una tentación demasiado grande. Pero esta vez he tenido cuidado, te lo juro.

¡Y tú la defiendes! ¿Y quién me defiende a mí de su vacío y su frivolidad? Es que parece que hablando con ella me hundo en un pozo con forma de aparcamiento de centro comercial. No, si al final va a ser mía la culpa de que no tenga ni dos dedos de frente.

¿Que para qué llamaba? Por nada, dos tonterías pequeñas que a lo mejor tú me podías solucionar, para que veas que te necesito, para que luego no digas que soy demasiado independiente, que parezco una niña salvaje y sólo voy a mi bola y me paso de autosuficiente.

No, primero dime que sí y entonces yo te lo cuento y te digo que eres buenísimo, y un sol, y más majo y…

¿Que no te fías de mí? Entonces déjalo, ya me las arreglaré sola.

Que no, que no insistas, que ya me sujetaré yo mis velas. Eso sí, que sepas que me va a llevar tiempo y que no voy a poder llegar para la comida. Sé perfectamente que hoy me tocaba a mí, pero será imposible. Compréndelo, la liberación femenina y ese rollo.

Oye, tampoco te pongas así. Y te recuerdo que yo ya estaba liberada cuando tú me conociste y no te importó.

Pues ten un poco de iniciativa y mete una pizza congelada en el horno.

Sí, no me olvido de que no te gustan, pues no tienes tú un paladar refinado, debe de venir en el mismo kit que el apellido compuesto. Entonces vete a comer a casa de tu madre, seguro que se pone contentísima y te recibe con los brazos abiertos, la pobre, tan solita siempre, y te hará tu plato favorito y de postre ese superbizcocho megaesponjoso que te gusta tanto, y te contará sus penas mientras lo devoras y así hasta le haces un favor. ¡Como es una santa!…

¿Que ya te buscarás la vida? Tú mismo.

¿Que no me preocupe, que peor estoy yo que me tengo que quedar aquí, que qué necesito? Ya que insistes, te lo cuento: quisiera citarme con el padre de ese compañero tuyo, el concertista. Ya sé que es un estirado, pero necesito unos planos con urgencia y como él manda tanto en el ayuntamiento seguro que me los puede conseguir más rápido que por los cauces oficiales. No puedo perder tiempo.

Para cuanto antes, ahí está el favor.

¿El otro favor? ¿No te parece suficiente con tener que llamarlo para, además, tener que aguantarlo? Porque tú no te escaqueas, tú te vienes cuando quedemos. Quién me va a defender de sus acosos y de cuando se pone fino a hablar de Liszt y Haendel.

Vale, pues cuando sepas algo me llamas.

Aquí, dónde iba a ser.

Ya lo sé, pero yo con un móvil encima me siento controlada, como vigilada, como con correa.

No quiero discutir como siempre sobre eso, si me quieres localizar llamas a comisaría y si veo que salgo pronto te llamo yo. Tú no te preocupes.

Luego, pero seguro que para almorzar no llego.

Tonto, en el fondo me adoras. Qué vida más aburrida la tuya sin mí, qué agobio: tú sin nadie con quien discutir, yo sin nadie con quien reírme…