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Y se queda muy quieta sintiendo cómo todo se le desmorona dentro, observando la sala vacía, cigarros consumidos en los ceniceros y pantallas de ordenador encendidas, calendarios de pared con hembras de ubres descomunales y fotos enmarcadas de niños desdentados, y de golpe un timbrazo brusco casi le hace caer de la silla. Ramón, piensa, y lo agarra con ansia:

– Dile al inepto de tu jefe que no cierre el caso.

– Esto es empezar arrollando, Lola. ¿A cuál de los dos casos te refieres?

– Por lo pronto al de tu amigo el Culebra. He encontrado una marca en su cuerpo. Antes de prepararlo para entregarlo al tanatorio se me ocurrió pasarlo por la luz mágica, como tú la llamas, porque me habías pedido que anduviera con tiento. Encontré unos restos en la sien, tomé una muestra y la envié a analizar. Resultado: sudor, hierro y pólvora; los rastros de una pistola en contacto con la piel. A tu amigo lo encañonaron antes de darle o darse el paseíllo. Es de imaginar que coaccionado.

– ¿De cuándo es esa marca?, ¿inmediatamente anterior a su muerte? ¿Y si los hechos…?

– Qué hechos, Clara. No sabemos nada de los hechos y no puedes suponerlos basándote en lo que acabo de decirte. Sé adónde quieres llegar, pero esto que te cuento es sólo para ti, para los demás no tiene por qué significar nada. Tú puedes pensar que obligaron al yonqui a chutarse a punta de pistola, claro que, por poder, París también puede teorizar con que el tipo pensó en suicidarse con un arma de fuego y luego, sin valor y desesperado, acabó por meterse jaco de gran pureza que le mandó definitivamente al otro barrio. No estás en condiciones de sacar ninguna conclusión, aún faltan sus análisis de toxicología. Y además, ¿qué haces ahí?, ¿no tendrías que estar en casa?

– Sí, bueno, tenía unas cosillas que hacer aquí y…

– ¿Ves? Es lo que te estoy diciendo, estás obsesionada con este caso y, por si no te acuerdas, más allá de esta historia tienes una vida. Márchate de una vez, ya hablaremos mañana.

Qué bien, todo el mundo parece tener clarísimo qué es lo que me conviene: irme de una puta vez a mi hogar dulce hogar. Qué sabrán.

– Oye, ¿tú qué haces por aquí? ¿Por qué no estás en casa?

Lo dicho, como el que oye llover. Esta vez es París, que posa el culo sobre su escritorio y me mira con mala cara. Estoy por mandarle a hacer gárgaras.

– Acabo de realizar el registro domiciliario -explica con indisimulada lasitud-, he traído las pruebas, ahora iba a hacer una llamada y después me voy, ¿satisfecho? Por cierto -pregunta como si acabara de surgirle una duda tonta-, ¿cómo nos enteramos de la muerte de la prostituta? ¿Quién llamó para avisarnos?

– Ni idea. ¿Eso tiene importancia?

– Quizás, es para cuando tengamos que hacer el informe -responde fingiéndose indiferente-. No vaya a ser que luego nos digan que faltan datos.

– Supongo que habrá sido algún vecino, pero tienes razón, hay que enterarse. Ahora mismo pregunto en centralita y luego me voy volando, es que he quedado con Reme y… ¿Tú tienes para mucho? -y hasta pone gesto de preocupación-. La verdad, Clara, no saltes, pero deberías irte a casa. Si a tu marido no le importa es cosa suya, pero por tu bien yo creo que…

Pero bueno, qué coño dice éste, qué película se habrá montado en su mente de cotilla. Lo mando a la mierda ya, qué se habrá creído. Y justo cuando va a decirle cuatro cosas, una voz les interrumpe desde la puerta.

– Perdón, ¿qué es lo que no me importa?

Los dos se giran y allí está, impecable con su traje gris, la corbata azul eléctrico de Hermès, sus gafas de montura metálica, sus rizos negros y esa voz que pone, seria y amable a la vez, que consigue que en los juicios todas las cabezas se vuelvan hacia él. Y el corazón me da un vuelco, como cuando lo veía aparecer por la biblioteca de la facultad y se dirigía hacia mi sitio, y casi sin respirar sólo puedo volver a pensar lo mismo: se ha acordado de mí, le importo, me quiere, me necesita.

Ha venido a buscarme.

X

– Hola, soy Ramón -dice sencillo, escueto, y no le hace falta añadir nada más. Así de simple, como si fuera una estrella de rock tan deslumbrante que con su solo nombre bastara: «Hola, soy Bono». Dios, cómo envidio su aplomo. Debe de ser el nacer rico, eso va con uno, en los genes, en la leche materna tal vez. Y el silencio, ese silencio que consigue siempre, cuando interviene en un tribunal, cuando lo presentan en una fiesta y extiende su mano y luce su sonrisa, cuando la cajera del súper no le devuelve el céntimo restante de sus 9'99 y él le responde amable que, en fin, no hay ningún problema con usted en concreto, señorita, entiéndalo, pero ese dinero es mío y no tengo por qué regalárselo a su empresa, ese mismo silencio que se apodera también ahora de París, que lo mira expectante, incluso diría que acobardado. A qué negarlo: pocas veces he disfrutado tanto.

– Yo soy Carlos -responde tras un dilatado intervalo, como resignado a tener que presentarse. Ambos se estrechan las manos y se demoran calibrándose, mirándose a los ojos. París es más alto pero Ramón tiene más apostura, que es lo que cuenta al fin y al cabo. El saludo se dilata tal vez un segundo o dos, lo suficiente como para evidenciar que los dos saben quién es el otro, ese del que han oído hablar tanto, alguien que ha formado parte de mi vida. Sólo que yo ya ni disfruto. Es más, no puedo evitar sentirme lejos, muy lejos, ajena a este mundo de machos, un mundo en el que se pirran por los combates dialécticos y hasta a puñetazos y en el que ahora, a falta de espacio para el caballo, la lanza y la armadura, prefieren lanzarse puyas en las distancias cortas conmigo, objeto de sus disputas, como testigo. Pero me aburro, y no acepto ser su excusa.

– He oído hablar de ti -se anticipa Ramón sin asomo de culpabilidad, como si fuera un niño que le confesase a mamá que sí, fue él quien se comió el pastel, pero estaba tan bueno que ni se arrepiente ni, ante otro, podría volver a evitarlo.

– Yo también -se obliga a admitir París sin demasiada deportividad.

– Mal, supongo -continúa Ramón con ese cinismo que siempre le funciona.

– Por supuesto. Y puedo decir que estás a la altura de lo que me había imaginado. Lo único que me ha decepcionado es que vengas sin el monóculo -replica el otro insólitamente agudo.

– Vaya, siempre que vengo aquí todos me comentan lo mismo -y con su risa da a entender que se la sopla lo que digan de él.

– Sí, bueno, esta gente es un poco chismosa -reconoce-. En todo caso ha sido un placer conocerte -y le estrecha de nuevo la mano antes de irse. Cuando está a punto de desaparecer se vuelve hacia mí, niña mudita que todo lo oye, y aclara-: Pregunto por lo tuyo y me voy.

Pero a mí me da igual, porque no le hago caso ni le oigo ni presto atención. Soy ajena a su despedida, ajena a su relación de hombres que se calibran, ajena a este lugar, ajena a todo.

Me pasa ocasionalmente, es como si estuviera lejos del mundo, como si no fuera yo, me siento desvinculada, miro a quienes me rodean y, por muy cercanos que sean, no los reconozco como propios. Cierto, por momentos me vuelco demasiado en el trabajo, en muertos que no conozco o en vidas apenas entrevistas sólo por no centrarme en la mía y asombrarme de su vacío. ¿Quiénes son?, me digo ahora, ¿con ellos he compartido prácticamente todos mis años adultos?, ¿realmente les conozco de algo? ¿Realmente me conocen?

No es la primera vez que me ocurre, poseo en exclusiva el rasgo de no soportar en un momento dado a los hombres con los que estoy. Es normal si lo analizo: ellos son quienes establecen por imitación cómo debo vivir, guían mis pasos y marcan mi pulso, las normas de mi rutina. Les doy el papel de maestros, de tutores, y ya se sabe, a menos que una sea masoca o sufra el síndrome de Estocolmo, que siempre se acaba odiando a quien te dice cómo diseñar tu vida.

Algunos se me hacen insoportables incluso desde el principio, como Carlos. Sí, a qué negarlo, siempre me cayó mal. Por momentos no lo soportaba y ahora, sin la excusa del amor, a duras penas puedo mantenerme serena en su presencia, evitar soltar alguna ironía, reprimir mi innata crueldad asesina. A Ramón sí lo trago. Me gusta, me hace reír, me resulta tolerable la mayor parte del tiempo y sólo de vez en cuando le daría un buen par de sopapos a esos aires de señorito con clase que se gasta, a ese querer enseñarme normas de conducta, a ese concepto de la educación que incluye una enorme cantidad de señales de deferencia y respeto para él y los suyos pero que excusa su carencia de cortesía hacia los demás. Quién es él para catalogar su pueril, sencilla, sincera hospitalidad, para juzgar la valía de un regalo hecho desde el afecto, para calibrar el aprecio según el mejor o peor vino que te sirvan en una cena. Pero luego está ese sacar la cara por mí, ese defenderme siempre, la fuerza con que me abraza y las ganas con que me protege y que me hacen perdonarle y, tonta de mí, idiota perdida, quererle.