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Y sin embargo ahora mismo, en este preciso instante, no trago a ninguno de los dos. Por qué tenemos que salir de la familia, pienso, por qué crecer y dejar a los nuestros para formar familias nuevas con desconocidos. Qué son ellos para mí, me digo mientras los miro. Son hombres, tienen más cosas en común entre sí que conmigo. Sí, bueno, vale, está el tema de la rivalidad por la hembra y todo ese rollo antropológico, pero entre machos se establece una camaradería que va mucho más allá de la racionalidad. Si dos amigos se pelean por una mujer hay más probabilidades de que acabe venciendo la amistad. A lo mejor es por eso, como mecanismo de defensa, que nosotras seamos tan indiferentes. Es normal nuestro desprecio dado que instintivamente intuimos que, si tuvieran que elegir entre nuestra vida y la de cualquier compañero con el que jueguen al fútbol o al mus los domingos, acabaríamos yéndonos a tomar por saco.

La mujer muerta, en cambio, era mucho más lista y libre que yo. Por eso no dependía de ningún hombre. Tenía motivos sobrados, un «íntimo conocimiento», para evitarlo. Seguro que aceptaba como dogmas de fe las revelaciones que sólo yo he llegado a atisbar en condiciones extremas -el encuentro, por ejemplo, entre los dos hombres más importantes de mi vida-: que para los caballeros el corporativismo está por encima del amor. Por tanto, para qué atarse si jamás la contemplarán como opción preferente. Para eso mejor no depender jamás de varón alguno. Como una Lilith moderna que admiro y envidio.

Sólo que estaba sola. Y murió sola también. No había nadie junto a ella, nadie que la defendiera. Pero ¿me defienden ellos de algo? Si la soledad me come, si no me entienden, si me callo todo, si no soy nadie en su mundo ni en su círculo. Simplemente ocupo un hueco a su lado en la cama. ¿Se darían cuenta si faltara? ¿Cuánto tardarían en dejar de añorarme? ¿Qué he supuesto para ellos, qué les he aportado? Vale, les hago reír a veces. Y qué, también ella haría reír a sus clientes y no sé si alguno la echará de menos.

Pero entonces regresa París, asoma la cabeza y dice antes de volver a desaparecer, con su sonrisa de circunstancias aún colgada en el aire sin acabar de borrarse, como la del gato de Cheshire.

– Clara, ya me he enterado: un cliente de la prostituta se extrañó al ver que no le abría la puerta, se alarmó y avisó al número de emergencias. Era un habitual que siempre la visitaba el mismo día de la semana a la misma hora. Según declaró, llevaba años sin fallarle. Como es típico en estos casos, al identificarse dio un nombre falso y usó el teléfono público del bar que hay frente al apartamento. Para dar con él deberíamos interrogar a los camareros y a todos los clientes que estuvieron allí a esa hora, y ni por ésas.

– Al menos podríamos intentarlo, aunque la cosa pinta difícil.

– Veremos qué se puede hacer mañana. Adiós, Ramón, ha sido un placer -se despide atropelladamente desde lejos, fuera ya, con Reme que Je estará esperando inquieta y cuánto has tardado, chiqui. Mi trabajo, que me absorbe, responderá haciéndose el tío duro, esta ciudad no duerme tranquila sin mí, prince, y usará todas esas frases manidas que le harán parecer un superhéroe a sus ojos aún adolescentes, y qué nostalgia de cuando yo creía en ellos, en los héroes, y en que podría encontrar alguno si me daba prisa, uno que no estuviera pillado y que no me fallara, alguien en quien apoyarme y que supiera darme lo que necesito en la dosis justa, sin quedarse corto ni pasarse. Pero está visto que los superhéroes no existen. Sólo hombres de verdad, con sus grietas y sus defectos y ese no saber leernos los pensamientos.

– ¿Qué? -me dice mi Hombre Fantástico particular, despistado él con sus gafas y sus rizos y su traje y su corbata azul como un Clark Kent cualquiera. Y yo, que sé a estas alturas que no hay ninguna ese galáctica debajo de la camisa, le digo que nada, que ya nos vamos, y pienso en el cliente habitual de la mujer muerta, y en si acudía a ella todos los miércoles por la tarde buscando sentirse algún superhéroe en concreto. El Mago de las Manos de Oro, sin ir más lejos, con superfibras táctiles en la yema de sus dedos capaces de hacer enloquecer de placer a cualquier fémina que se precie; o Falomán, dotado de un arma masculina de fuerza tal que no hay hembra que se le resista; o Mister Simbiosis, capaz de penetrar en la mente de las mujeres, hallar en lo más hondo del subconsciente sus recónditos deseos y satisfacerlos con gracia excelente.

O no. Tal vez sólo buscaba sexo y punto. Nada de fantasías ni amores épicos, sólo la certeza de lo conocido, la confianza de lo acostumbrado, la seguridad de lo usado, la falta de expectativas y anhelos de lo trillado, esa paz que da la familiaridad y el saberse a salvo de ficciones tras las cuales encandilar a una mujer a la que querer con nervios y los miedos del deber y el tener que dejar el pabellón bien alto. Hola Paco, o Pepe, qué tal. Cómo va tu esposa de su depresión, y los niños, ¿te han aprobado las matemáticas este trimestre? La tarifa de siempre, Paco, o Pepe, ha sido un placer. Hasta el miércoles. Un desahogo tranquilo, un polvo habitual quizá.

Tan habitual como para guardarlo en la memoria del teléfono, tan conocido como para ponerle un nombre en clave que lo defina.

Quién será el cliente de los miércoles tarde en el santoral de puteros. El «Banquero», el «Gobernador», alguno de los «Alcaldes»… El «Subsecretario Trepa» no, ni el «Letrado Insaciable» ni el «Viajante de Calzado Rijoso». Ninguno de ellos sería tan compasivo como para, preocupados por una puta que no responde, arriesgar su pellejo llamando a la Policía. No, eso sería más propio del «Divino Sacerdote». Pero qué digo, para nada, ése será el peor, ése y el «Futbolista Merengue», demasiado asustado como para jugarse la imagen ante la afición y un matrimonio en gananciales por un desliz de faldas. Por eso Clara busca en su libreta la lista de nombres que copió del teléfono de la finada y marca con cruces los clientes a medida que los va eliminando de su pensamiento. Ramón, al verla, comprende que la cosa va para largo y saca un periódico de su maletín y se sienta en el sitio de Nacho, ahora de París, dispuesto a ponerse cómodo mientras ella, como una alumna diligente, como una meticulosa portera de discoteca, como una investigadora de serie de televisión, repasa una y otra vez su lista aceptando o denegando la entrada a su club de sospechosos.

El «Universitario Ambicioso» es joven, y los jóvenes, por muy ambiciosos que sean, tienen algo de compasión. Sí, puede que sea él quien llamó. Vaya, olvidé preguntarle a París por la voz del cliente misterioso, ahora no sé si era viejo o gangoso o con acento peculiar. Da igual, supongo que en centralita no se fijaron y, por otra parte, los asiduos más devotos de Olvido no serán jóvenes, seguro, porque ninguno, por muy niño rico de papá que sea, tendrá una paga capaz de soportar una visita semanal a una profesional de alto standing durante tres años. Claro que un universitario puede ser también alguien que trabaje en la facultad, un profesor, un catedrático… Por qué no. Y lo acota con un interrogante antes de pasar al siguiente. «Editor de Bestsellers». No sé, un editor debe de ser un tipo sensible, alguien preocupado por la Literatura con mayúscula, de una ética intachable… pudiera ser éste. Pero claro, si saca al mercado novelas de consumo rápido seguro que es un tiburón interesado sólo por la pasta al que lo mismo le da vender libros que compresas, todo con tal de obtener una mayor paga de beneficios que produzca las suficientes ganancias como para contentar al propietario de la editorial, que amenazará con decapitarle año tras año si no incrementa los dividendos. ¿A ver si va a ser el antiguo compañero de Ramón, cómo se llamaba? Creo que Jacinto Júpiter de Todos los Santos o algo así. Por el nombre tan hortera seguro que le pega… No, definitivamente no me parece que éste valga, pero por si las moscas y por curiosidad malsana pone otro signo de interrogación y, cuando tras ardua reflexión acaba con la lista, se encuentra con una gran mayoría de cruces, dos interrogantes y sólo cuatro signos positivos: «Músico Loco», «Enfermo de Amor», «Sencillo Hombre de Campo» y «Viejo Enamorado» no pueden fallarme, alguno ha de ser, son los nombres más dulces y poéticos de todos con cuantos ha bautizado a sus clientes, lo que denota una cierta ternura, afecto tal vez, cercanía. Alguno de éstos es mi hombre.