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Pero qué más dará, si el paso siguiente ahora sería telefonearles y qué les voy a decir: buenas, llamo de comisaría, ¿usted acudía todos los miércoles al apartamento de una prostituta llamada Olvido? ¿Sí? Pues ha muerto por ahorcamiento. Colgada de una viga. Y ahora respóndame, ¿dónde estaba aquel día?, ¿qué es lo que más le gustaba de todo lo que le hacía?

No, definitivamente no es un buen plan, y aunque sé que más pronto que tarde tendré que llamarles a todos, es inevitable retardar ese momento, dejarlo para luego, buscar excusas, arrepentirse antes de asediar a personas cuya única culpa fue requerir sus servicios. Pagar por follar no merece su purga.

Aunque cuidado con empezar a dar cosas por sentadas, porque en la lista no sólo hay seudónimos masculinos. Y vuelve a repasar sus notas y, cierto, da con una, sólo una acotación inequívocamente femenina: «Madrina».

¿A quién se referirá?, elucubra, ¿a su guía?, ¿su mentora? Creía que Olvido trabajaba sola, pero esto también habría que comprobarlo, y tantas y tantas otras cosas que, la verdad, no por dónde empezar, y menos con Ramón aquí. Y levanta la vista de su mesa y ahí está, acomodado en la silla de plástico y poliéster como en el más confortable de los asientos de cuero de su bufete, abstraído en la sección de Internacional, leyendo sobre alguna guerra olvidada y matanzas de civiles y niños con armas, farfullando blasfemias por lo bajo pero sin arrugarse la camisa ni fruncir el morro como cualquier otro haría, elegante siempre, por encima de todo mal como si no fuera mortal.

Se da cuenta de la mirada de Clara posada en él, y sus ojos se iluminan.

– Gracias -dice ella, y como no parece comprender a qué se refiere, aclara-. Por venir a buscarme. Siento hacerte esperar, pero este caso es tan importante que…

– No te preocupes. Mira -propone con la mejor de sus sonrisas, esa que hace que, pese a todos mis miedos y sus bordeces y mis silencios y sus inconveniencias, le adore-, tú tarda todo lo que quieras, yo voy a por unos documentos que dejé en el coche y así también hago algo útil.

– Sólo tengo que comprobar unas cosas y hacer unas llamadas…

– Lo que sea, no te preocupes -y la aplaca tranquilizador, se levanta y sale dispuesto a continuar haciéndose querer lo que queda del día y, por derivación, seguir haciéndome sentir cada vez más culpable.

Nada más irse Ramón oye pasos que regresan, debe de haber olvidado algo, y se prepara para esgrimir su más ferviente expresión de arrobamiento, por qué no, yo también puedo recibirle como si fuera el sol que alumbra mi vida.

Pero no es Ramón. Es Santi, que asoma la barba y pregunta:

– ¿Estás sola? Qué raro, me habían dicho que tenías visita.

– Joder, vaya nido de marujas…

– El aburrimiento, nena, que es muy malo.

– Y París, que habrá corrido como loca a contarte que Ramón ha venido a buscarme. Justo ahora acaba de salir.

– Qué lástima, quería saludarle.

– Espérale, no tardará nada.

– No, me voy, a ver si por una vez llego a casa a tiempo de cenar con mis hijas. Dile a tu marido de mi parte…

– Qué -inquiere el propio Ramón a su espalda.

– ¡Coño, qué susto me has dado! Le decía a Clara que para un día que vienes me jodía irme sin saludarte. A ver si nos tomamos una caña o nos echamos un billar, como antes. ¿Aún tienes aquella mesa antigua de tu abuelo?

– Las mesas de los señoritos aguantan lo que les echen. Ando algo liado con un juicio, pero para darte una paliza siempre saco tiempo.

– Los picapleitos como tú nunca tenéis ni un rato, vaya hijos de puta.

– Y los polis como tú sois todos unos corruptos con mal perder.

– Eso díselo a tu mujer, yo me voy. Y a ver si te prodigas más, canalla -y le palmea la espalda amistoso, demasiado efusivo quizás, antes de desaparecer guiñándoles un ojo-. Pero no trabajéis mucho, que los muertos no van a resucitar mañana.

Ramón, con su maletín en la mano y repentinamente serio, se sienta en la silla que no hace mucho abandonó.

– Llevaba tiempo sin ver a Santi. Lo veo muy estropeado. ¿Qué tal le va?

– Liado, como siempre. Ni Bores ni Carahuevo hacen nada, y encargarse de todo acaba pasando factura, porque a fin de cuentas Santi es quien organiza esto, el que se encarga de buscar soluciones. Carahuevo como comisario sólo se preocupa por el ascenso social y alternar con politicuchos de tres al cuarto, pero mandar, lo que se dice mandar, no manda un carajo. Y Bores como inspector jefe vive comido por el miedo a quedar con el culo al aire, acorralado entre su superior y sus subordinados, sin iniciativa, poniendo paños calientes, mediando entre conflictos y, si no hay suficientes detenciones, dedicándose a apretar las clavijas de los agentes, que se mosquean y amenazan con plantarse y consiguen que vaya a hablar con el comisario y vuelta a empezar. Así que en este caos de gente descontenta y mandos acogotados superados por la situación, con un comisario al que le da todo igual mientras todo siga igual, sólo queda Santi que patea las calles, conoce a los confidentes y goza de la confianza ciega de sus hombres porque sabe que son ellos los que se comen guardias, cachean a las putas y registran a los mangantes.

– Pero Santi no es tonto -alega Ramón poniendo el contrapunto realista a mi mundo de cuento de hadas y ciegas admiraciones-, es perfectamente consciente de que es el más necesario en el engranaje de esta comisaría. Y eso significa poder.

– Cierto -admito-, pero es un tío normal que no deja que se le suba a la cabeza. A su edad no va a empezar a cambiar.

– Que mantenga sus vaqueros raídos no quiere decir que no se haya dado cuenta de que el que manda aquí es él -me rebate.

– Y lo sabe. Y le pesa, y le vuelve viejo antes de tiempo -respondo, con un tono levemente mordaz porque no me gusta que ataquen a mis amigos, que los pongan en duda, que se minimice su sacrificio y, por qué no, porque también me da un poco de pena que, dándolo todo, se le juzgue con tanta dureza.

– En fin, ya sabrá protegerse. Dile de mi parte que se cuide.

Ella va a responder, a decirle que sí, que seguro que lo hará, pero de pronto acaba de ver a su jefe, su amigo, su mentor, de un modo completamente diferente, y algo la hace callar. Es la duda que se ha instalado silenciosa, subrepticia, en su cabeza. Santi ya no es el de siempre, ha cambiado, y cuando me llamaron al despacho de Carahuevo allí que estaba, sin abrir la boca, sin que se le moviera un pelo. Es lógico, es mi superior, se dice a sí misma como en un debate interno de esos de dibujos animados, con un angelito Clara sobre un hombro vestido de blanco y en el otro un diablillo Clara enfundado en rojo sembrando cizaña. Pero se calló, recuerda esta última, se calló como una puta, dejó que te interrogaran y humillaran ¿o ya no te acuerdas? Piensa en lo amiguito que se ha hecho de París. Ya no es de los vuestros, está del lado de los que mandan, de los que llevan las de ganar… No, niega el angelito, Santi es el de siempre, se preocupa por ti, te cuida, es como tu padrino. Vale, sí, bonita, lo que tú digas, piensa lo que te dé la gana, concluye tajante el diablillo.