Cuando está a punto de recriminarle a Ramón esa desagradable manía suya de ponerlo todo en duda, de alterar sus juicios de valor con dos simples preguntas, de hacerla desconfiar, un sonido estridente, casi insultante, la sobresalta. Es el póker que atrona.
– Subinspectora Deza -brama el de la garita, Clara reconoce su deje zumbón-. Hay alguien aquí afuera que quiere verla. Es un chino. Dice que tiene algo que darle, pero que salga usted, que él no piensa entrar. Y no tarde, que se me está poniendo nervioso.
– ¿Un chino?, ¿en la puerta de la comisaría? No puede ser.
– Le he llamado yo -explica Ramón. Y sale disparado.
No tarda más de un minuto en volver algo sofocado con una bolsa y aire agitado de conspirador en la mirada. Cruza la sala en tres zancadas y se instala en una mesa frente a ella, la despeja de papeles apartando fichas policiales y fotos de sospechosos con cara de pocos amigos y se pone a sacar recipientes y más recipientes grasientos de comida cantonesa a domicilio.
– La cena -anuncia-. Venga, ayúdame, no quiero que se enfríe. Con lo que me ha costado organizaría…
– ¿Y eso? -Clara sonríe mientras Ramón abre los tupperwares y olisquea su contenido arrugando la nariz con gesto de tibia aprobación.
– Entre el chino que no quería pasar a entregarla y el gordo de la puerta descojonado y yo insistiéndole con que esperara a que sacase el dinero y el repartidor que no y que no, que no podía esperar más, que se piraba… Al final no me dio tiempo a pagarle, lo dejó todo en el suelo del aparcamiento y salió corriendo como un poseso. A estos inmigrantes no hay quien los entienda.
Clara ríe, se sienta junto a él y comienza a comer picoteando de todos los recipientes y bebiendo a morro la lata de refresco, hasta que al final le explica.
– Sólo a ti se te ocurre llamar a un chino. ¿No sabes que no acuden jamás a la Policía? No tienen papeles y se rigen por su propia ley. Si un chino mata a otro fuera de su país no lo denuncian, ni tampoco si les roban, ni si violan a sus hijas… Lo arreglan todo entre ellos a base de venganzas.
– Cuánto sabes -se admira, medio en serio medio en broma.
– Es mi trabajo, tonto.
– ¡La avezada investigadora frente al mundo de los bajos fondos! -ruge Ramón con voz impostada y la boca llena-. Con el único consuelo de su amor, primero desentrañó los secretos de las triadas chinas y ahora, en un nuevo caso, se enfrenta contra todos por resolver, como una pirada que sólo cree sus propias alucinaciones, la oscura muerte de una prostituta y un yonqui.
– Es la primera vez que te oigo tomarte mi trabajo a broma -ríe complacida-. Siempre creí que no te gustaba esta vida mía y que tarde o temprano acabarías pidiéndome que lo deje todo por ti -y tras una breve pausa pregunta-: Di, ¿me pedirías que lo dejara?
– Es horrible, y cuanto más sé más me lo parece. Pero sé que te gusta.
– Tú también -y lo mira con ternura, se arrima y lo besa con cuidado, lamiéndole suavemente ansiosa con la lengua la salsa agridulce que le resbala por la barbilla. Él suelta lo que tiene en las manos, palillos, una ración casi acabada de arroz tres delicias, lo que sea, qué más da, y la abraza.
– Me pone este sitio -susurra él-, ¿dónde guardáis las esposas?
– Tú has perdido el norte, chaval -murmura-. Y yo tengo una reputación de frígida que conservar. Bastante voy a tener que soportar mañana cuando el mamón de la puerta cante que has encargado comida a un chino.
Ramón pone las manos en el reposabrazos de Clara y hace una barrera con su cuerpo que le impide levantarse. Ella se ve obligada a dejarse cercar, aunque opone una frágil desobediencia.
– Me encanta que las mujeres se resistan -gruñe gamberro en su oído.
Pero el teléfono, censor irascible y amargado, vuelve a sonar insistente, y esta vez una Clara temerosa de los ojos de sus compañeros, de las manos de su marido, de las lenguas viperinas, del celo profesional para las intimidades de los demás, se apresura a zafarse del abrazo y cogerlo casi con alivio o alegría.
– ¿Qué haces ahí currando? ¿Aún no te has ido a casa?
– Eso podría preguntarte yo a ti… -y sujetando el auricular con el hombro, usa sus manos para alejar a Ramón, empeñado en mordisquearle el cuello.
– Mi vida es gris y vacía. La otra alternativa es ver cualquier programa de mierda o contemplar a mis peces, mojados e impasibles en su acuario. Qué quieres, en según qué circunstancias el trabajo es un oasis intelectual, y a veces quedarse hasta tarde ofrece sus recompensas. Tengo algo.
– Cuenta -y la mera anticipación de una pista, un rastro útil para su investigación hace que se tense. Ramón, a punto de lamerle un hombro que ha conseguido descubrir gracias al escote a barco de su jersey, percibe la tensión y, asumiendo que en ese preciso momento hay cosas que llaman más la atención de Clara, acepta su derrota y se aparta a la espera de otra oportunidad.
– Es sobre Olvido. He empezado con el cuerpo, pero sólo con el análisis superficial, aún no he sacado la sierra para abrirla en canal.
– Tú siempre tan delicada -ironiza mientras se sienta y busca su libreta.
– Se trata de los orificios -comienza a describir ignorándola-, he revisado boca, nariz, oídos y ano: limpios todos.
Sin embargo había algo dentro de la vagina, una masa extraña, blancuzca, que al principio no reconocí…
– No me tengas en ascuas, dime lo que sea -exige Clara nerviosa, y Ramón al oírla suelta una risilla, porque quien estaba en ascuas era él y ha tenido que joderse, y no precisamente en el sentido literal de la palabra.
– Palomitas de maíz.
– ¿Qué? ¿Más palomitas?
– Sí, dentro del coño. Bastantes. Ahora viene lo bueno: se las metieron a la fuerza y, según indican las excoriaciones del tejido vaginal, post mórtem.
– Ya lo decía yo. Nada era casual, todo fue premeditado, una puesta en escena, una puta obra barata de teatro.
– Si quieres verlo así -le concede-. Interpretar los datos es cosa tuya, yo sólo te los presento. Las palomitas se introdujeron en la vagina tras su muerte.
– Así que entre el fallecimiento y su hallazgo alguien manipuló el cuerpo, alguien empeñado en montar una pantomima de sexo duro, de juegos perversos, de suicidio orquestado. No estaba sola cuando murió.
– Ya sé lo que viene ahora, de ahí a deducir que la asesinaron sólo hay un paso. Pero puede ser que ella se matara solita durante un «accidente laboral» y que luego su cliente se pusiera a jugar con el cadáver cual muñeca hinchable particular. La necrofilia también es una perversión.
– No. Todo era un decorado. Demasiado irreal, demasiado prototípico. Su lencería exagerada, su pelo con palomitas enredadas, hasta el pañuelo rojo sobre la lámpara… Tenemos un asesino que se recreó en representar un suicidio. Sólo tengo que demostrarlo, establecer una secuencia de los hechos, hallar el móvil y relacionarlo con la muerte del Culebra.
– Casi nada…
– Ya, pero delante de mis narices hay dos montañas de pruebas y una lista interminable de teléfonos en clave, tú tienes dos fiambres en la nevera que están empezando a hablar y Zafrilla una colección de huellas que contrastar. Es como golpear una piñata, como romper la hucha del cerdito, como cascar un huevo: sin sacudir, sin sajar, sin agitar hasta que vomiten su secreto, no hay premio. Te dejo. Si descubres algo más me llamas, estaré aquí hasta tarde -cuelga y mira a Ramón-: Lo siento. No me moveré de aquí hasta revisar varias cosas. Pero tú vete a casa si quieres, no me importa. Yo no sé a qué hora regresaré.