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– ¿Te acuerdas de mis primeros casos? Me quedaba en la biblioteca del despacho la noche anterior a las vistas y tú venías a traerme bocadillos y un termo. Decías que a esa hora se sentía todo el peso de la madrugada sobre uno y que con esa carga de la soledad me volvería loco y creería ser el único hombre despierto del mundo. No venías a las doce, ni a la una, ni a las siete. No. Ponías el despertador a las cuatro, te levantabas en mitad de la noche y usabas la excusa del tentempié para que no me sintiera solo. Por eso hoy me voy a quedar contigo el tiempo que haga falta -y antes de que pueda responder, arenga-: Y ahora a trabajar, ¡ni se te ocurra volver a mirarme!

Y se enfrasca inmediatamente en la lectura de a saber qué peritaje o sentencia mientras yo, perdida pero decidida, desorientada pero convencida, insegura pero apasionada, me planteo por dónde empezar a escalar mis montañas. Lo observo, frente a mí, con el pelo revuelto y la corbata aflojada y los pies sobre la mesa y un cuenco de tallarines aceitosos junto a sus papelotes con timbre oficial y por un momento envidio esa matemática siniestra de los procedimientos judiciales, ese protocolo que te dicta qué hacer en cada momento, esa palabrería vacua, esa parafernalia que te permite esconderte tras ella si no sabes qué decir, cuando no tienes ni puta idea de cómo continuar. Ramón, avisado del peso de mis ojos, desvía la vista del legajo y al verme muda, inmóvil, circunspecta, malinterpreta mi indecisión y la toma por una muestra de agradecimiento arrobado que, francamente, ocupada mi mente en hechos como la investigación de dos asesinatos, ni me había planteado sentir. Me lanza un beso silencioso y de pronto ya sé qué tengo que hacer: enviar una circular a los agentes que entrevistaron a los vecinos de Olvido para que revisen sus declaraciones, necesito saber cuándo la vieron entrar o salir de su apartamento por última vez, sola o acompañada, y si alguno se fijó u oyó algo digno de mención; también tendré que redactar una petición que mañana enviaré al juez requiriendo un registro de las llamadas que realizó o recibió los últimos meses y hacer un esquema de sus clientes, a quienes más tarde telefonearé. Finalmente, como tarea inmediata, me decido a atacar su agenda, su tarjetero y los recibos requisados a fin de indagar acerca de sus familiares cercanos, propiedades, inversiones, declaraciones de Hacienda, testamento, incluso su confesor si es que lo tenía. Cualquier cosa que pueda llevarme a la boca.

Frente a mí, a la espera, permanecen impasibles los mil papeles requisados sin más orden ni concierto que el que yo les impuse cuando los introduje en la caja. Dispuesta, casi ansiosa, me digo que tengo que organizarme y, no sé por qué, tal vez siguiendo un consejo de mi abuela, me decido a empezar de menor a mayor, despacio, no te aturulles, Clariña, que no hay prisa, me diría con su innata calma gallega y el acento dulce, mesurado, mientras con sus manos ajadas organizaba las mías dispuestas a clasificar botones o repartir la comida de los conejos o yo qué sé si sólo es un recuerdo peregrino asaltándome como siempre a traición, un sentimiento que apartar para concentrarme primero en lo más pequeño y ordenar las tarjetas de visita que incauté con las direcciones de floristerías de postín, boutiques de lujo y cuatro o cinco de gestorías y abogados. Por no dejar ningún cabo suelto, y porque es mi oficio, las releo con cuidado y me guardo para mí los datos de las flores y la ropa cara porque, siendo sibarita de primera como es mi suegra, una nunca sabe dónde puede acabar comprándole un regalo de cumpleaños a la buena señora, si es que tiene de todo, joder, y todo le parece poco porque claro, con esas marcas que se gasta comprarle una barra de labios sale por un ojo de la cara, pero en fin, dejémoslo, lo que importa es que me fije bien y aseguraría, casi me atrevería a jurar, que la tarjeta de este abogado la he visto no hace mucho, pero dónde. Ya sé, en la chabola del Culebra. Qué raro. O no. Esto de raro no tiene nada…

Extrañada, entre asombrada y escéptica, rebusca en el montón de pruebas del Culebra y no ceja hasta dar con la correspondiente bolsita que guarda las tarjetas que antes tomó por publicidad de picapleitos de medio pelo. Y así es, todas destacan por su mala calidad menos una, sólo una, que resplandece como una margarita delicada, inmaculada y verjurada con letras negras entre el fango. Frente a las demás, de cartulina barata, de papel para impresora con los extremos troquelados como sellos, ésta luce su corte impecable con guillotina y caracteres tumbados, enrevesados, como de invitación de boda real, si hasta para las tipografías son palaciegos estos cabrones, con sus bodoques elegantes y pomposos: «Roberto Butragueño Sánchez. Abogado». Y es que cuando uno es bueno en lo suyo no se necesita nada más, para qué poner «Experto en casos difíciles», «70% de indemnizaciones conseguidas», «Gratis primera consulta», «No preguntamos», si tienes un despacho forrado de maderas africanas, si detrás de ti cuelga un título y dos másters en Alemania que te pagó papá, seguramente también abogado, y que te confirman como el más prometedor de tu promoción, el soltero de oro que todas las niñas monas, dignas sucesoras de sus madres recién operadas con vaqueros de coronas en sus culos de cincuenta tacos, aspiran a conseguir.

Pero ahora resulta que los toxicómanos que malviven en tugurios también pueden conseguir a Roberto Butragueño. Y eso sí que es extraño.

No lo es que una puta de lujo tenga su tarjeta, no, porque al fin y al cabo estaban en igualdad de condiciones: él como abogado cobraba una pasta por dar por el culo a quienes querían joderla y ella casi tanto como él por dejarse joder por el culo siempre que estuvieran dispuestos a abonar su elevado caché. No quería ponerme grosera, lo confieso, pero en este razonamiento el orden de los factores no altera el acuerdo: lo mismo este Butragueño era cliente de Olvido, que ella de él o ambas cosas a la vez. El caso es que tengo en cada mano dos tarjetas idénticas, una estaba en una chabola y otra en un apartamento de lujo. ¿Coincidencia? ¿Capricho del destino?

– Ramón, ¿quién es Roberto Butragueño?

– ¿Cuál de ellos? Los Robertos Butragueño son toda una saga.

– Roberto Butragueño Sánchez. ¿Cuántos hay?

– Que yo sepa, a menos que haya fecundado a alguna niña rica recientemente, tres: abuelo, padre y nieto. Tú preguntas por el tercero, pero no me extrañaría que un cuarto pudiera estar en camino. Es un asaltacunas.

Hay que fastidiarse, y luego me dice a mí que en qué mundo me muevo.

– ¿Le conoces?

– No somos íntimos, si te refieres a eso, aunque he coincidido con él en algunas ocasiones, más en fiestas del ramo que en los juzgados, por supuesto.

– Vaya joyita.

– ¿Se ha metido en algún lío?

– No que yo sepa, pero acabo de encontrarme con dos tarjetas suyas entre diferentes pruebas y no creo en la casualidad. ¿Qué puedes contarme de él?

– Que es un niño bonito con gustos caros que ha heredado un apellido que le garantiza por sí solo trabajo independientemente de que en lo profesional sea un mediocre. Pero claro, si tu abuelo fue un mítico juez franquista del Supremo y tu padre un abogado que se hizo célebre y rico a costa de los amigos que le enviaba el fundador de la estirpe, tienes el negocio montado, bufete en el Centro lleno de antigüedades y clientes selectos forrados de billetes. Y ya sabes lo que tienen los fachas, que les gustan las sagas más que a un tonto un lápiz, de modo que este cabrón va a estar viviendo del cuento por los siglos de los siglos amén.

– Veo que te cae mal.

– No lo trago. Me joden los niños de papá, aunque si son listos, si saben de lo suyo, me merecen un respeto. Pero a este gilipollas, que sólo pone apellido y despacho y tiene a una decena de esclavos recién licenciados con los mejores expedientes cobrando una miseria le quemaría el negocio. Con él dentro.