– Lo que no entiendo es cómo es penalista si va tanto por la pasta.
– ¿Quién ha dicho que sea penalista? Lo suyo son las Sucesiones.
– ¿Sucesiones?, ¿para qué querrían Olvido o el Culebra a un experto en herencias?-. Y aún no me has dicho por qué te interesa tanto.
– Mañana tengo que llamarle.
XI
– ¿Qué ha pasado aquí? Esto está todo pringoso. Mierda, el informe de la guardia de ayer se ha llenado de lamparones de aceite.
– Los del turno de noche, que son unos guarros.
– Pero ¿qué han montado aquí, una barbacoa? ¡Y en mi sitio! Voy a enterarme de quién estaba de guardia y ya se puede preparar, como que me llamo Carlos París.
Y desaparece furibundo, con su precioso informe lleno de transparencias y ojos grasientos y Clara, que intentaba disimular, se acerca al despacho de Santi y, como una niña buena, llama a la puerta entreabierta.
– ¿Desde cuándo se me pide permiso para entrar? -pregunta él levantando los ojos de un cuadro de guardias a medio rellenar.
– Desde que vengo en plan oficial.
– Lo que faltaba -murmura con fastidio-. ¿Y qué pasa ahora?
– Quería comentarte algunos detalles de las pruebas que recogí ayer, y también un par de llamadas interesantes que recibí -y como parece impacientarse, añade-: Y no me digas que eso ya te lo ha contado París, porque ni estaba a mi lado registrando el apartamento ni cuando sonó el teléfono.
– A ver, dispara -concede reclinándose en su butaca de cuero cuarteado.
Clara entra, se sienta en una silla tan deteriorada como todo lo demás, toma aire y empieza a describir con palabras breves, concisas, contundentes, lo sucedido el día anterior, pero sólo lo relativo a la investigación porque, desde la conversación con Ramón allí mismo, en comisaría, y sin saber muy bien por qué, tal vez por precaución, quizá por instinto, en todo caso por si acaso, piensa que quizá sea mejor callarse lo demás, lo personal, lo del médico, el miedo y su desenfrenada ansiedad. Aunque no es que no confíe en él, es que no me apetece contarlo. No es excusa, no, simplemente no quiero repetirlo, no quiero tener que desangrarme ante nadie, no quiero ni pronunciar el nombre de mi enfermedad porque sé que, como con los secretos horribles, los conjuros y las sentencias divinas, en el momento en que lo pronuncie se convertirá en verdad.
– No está mal -concluye Santi al cabo de un rato de reflexión en silencio ante una Clara expectante, inquieta, nerviosa como una adolescente que espera a que su padre le dé permiso para ir a su primera fiesta-, pero tampoco es para emocionarse. Antes teníamos dos simples muertes y ahora parece que hay algo más, sin embargo aún no se sabe qué y puede ser todo una paja mental tuya, una corazonada de poli sensible, y ya sabes que hay históricas meteduras de pata basadas sólo en corazonadas poco inspiradas.
– Sí, pero precisamente por… -interrumpe Clara con voz apasionada.
– Oye, para, que a mí no tienes que convencerme de nada. Siempre digo que si registramos las casas e interrogamos a los sospechosos es para pillar lo que no sale en los papeles, las miradas, las emociones, los silencios… Estaríamos buenos si no pudiéramos seguir un pálpito. Pero sin perder la cabeza.
– O sea, que no me vas a autorizar a que pida las pruebas de ADN.
– Exacto -responde-. ¿Para qué las quieres?
– Llevas años diciéndome que hay que aprovechar todos los medios que tengamos a nuestra disposición. Y yo de imbécil te creía. Ahora tengo dos cadáveres, evidencias que los relacionan, modernos procedimientos forenses y, vaya por dios, cuestan una pasta. De modo que sí puedo investigar y husmear en las letrinas donde París ni se molestará en entrar mientras el esfuerzo y las horas extra corran de mi cuenta, pero pedir carísimos análisis, eso jamás, no sea que dilapidemos el dinero de los contribuyentes por una puta y un yonqui. Si fuera una niña violada y el caso lo hubieran aireado las telepredicadoras exclamando ante su enfervorizado público «¡Qué vergüenza!, ¿hacen algo las fuerzas policiales?», entonces ahí sí habría ADN y alarma social y no repararíamos en gastos ni en burocracias banales.
– Enhorabuena, lo has pillado.
– A la perfección. Pero cuando esto se desmande no vengas a llorarme.
– ¿Desmandarse? ¿Cómo? ¿Un asesino en serie aquí, en nuestra ciudad? Desengáñate, en España no hay asesinos en serie. Aquí sólo se mata por interés, por avaricia pura y dura. Aquí no hay pistolas ni relicarios con calaveras de mozas descuartizadas. Incluso las mataviejas, que sí, que son auténticas aniquiladoras de ancianitas, lo hacen por sus pensiones y sus joyas. Esto sigue siendo un país negro y oscuro, básico, primitivo para la muerte. Aquí no hay criminales refinados que asesinan por placer. Aquí seguimos degollando con el cuchillo jamonero y si nos cargamos a alguien suele ser por dinero.
– Sí, ríete -dice ella levantándose-, pero esto no va a parar -y en su voz hay tal certeza que Santi, antes de que salga, tiene que preguntarle.
– ¿Por qué lo dices?
– Un pálpito de policía.
– ¿De qué hablabais? -curiosea París en cuanto Clara regresa-. ¿Del caso? Seguro que has estado hablando del caso sin mí -acusa.
– No empieces con chorradas, no le he contado nada que no supieras -afirma tranquila, el pasillo entre ellos-: Volví al apartamento de Olvido, incauté más pruebas, vine aquí a depositarlas y me llamó Dolores. Punto. Todos los detalles están en mi informe, sobre tu mesa. Pero claro, te corría más prisa buscar al que te la ha pringado que ponerte a leerlo.
– Lo has hecho aposta, has esperado a que saliera para ir a su despacho.
– Por dios, no insistas. No te he ocultado nada. Mírate el informe de una puta vez y verás que sólo hay una línea de investigación, así que escoge: casa o campo.
– Me da igual -replica enfurruñado.
– A mí también -se empecina ella sosteniendo su mirada-. «Casa» para llamar a la lista de clientes de Olvido o «campo» para investigar sus cuentas.
– Campo -elige finalmente París-. No me veo telefoneando a puteros.
– Entonces toma -Clara le extiende una carpeta repleta de documentos-, ahí van los datos que necesitas: números de las libretas de bancos y cajas, claves, fechas de apertura… Céntrate en los movimientos de los últimos meses.
– La leche -protesta tras ojear un listado-. ¿Era banquera o qué?, ¿en cuántos sitios tenía esta tía cuentas abiertas?
– Yo también me he fijado. O era excepcional en lo suyo o tenía negocios ocultos. Y pudiendo ganarse la vida de otro modo, ¿para qué seguir ejerciendo?
– Vaya mierda -París hace un gesto de fastidio-. Voy a perder toda la mañana con esto.
– Anímate, yo estaré haciéndome pasar por puta -y, viendo sus intenciones, añade-: Mejor no hables.
Nada más desaparecer París con su estela de improperios y malos humos tras de sí, suena el teléfono de Clara.
– Soy yo, Ramón.
– ¿Tienes algo más que contarme sobre Butragueño?
– Ni me he acordado de ese gilipollas. Es mi madre, quiere verte.
– ¿Tu madre? ¿Verme a mí? ¿Qué le he hecho?
– Y yo qué sé. Estaba reunido y le ha dejado el recado a Leti.
– Qué querrá… Si tiene algún embolado, lo propio es que te llame a ti.
– A saber, historias de mujeres, la nostalgia de la hija que nunca tuvo, problemas del climaterio, cualquier cosa.
– Te recuerdo que tiene otro hijo que es médico y gay, no creo que vaya a encontrar a nadie más comprensivo que él para comentar su menopausia.
– Huy, qué sarcástica. Pero no tengo ni idea de por qué pregunta por ti. ¿Qué hago?, ¿te molestaría que le diese tu número de móvil para que te llame?