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– Desde luego que sí -y tanto.

– Por cierto, se me olvidaba preguntarte una cosa: ¿eres virgen? -esto es demasiado, ni fingiéndome la más estúpida del planeta podría contestarlo sin pudor, sin temor a que se me note que no soy lo que pretendo ser.

– Perdona, pero todavía no me has puesto el nombre que me ibas a buscar.

– Ah, claro. Oye… -y hace como si acabara de ocurrírsele una idea extraordinaria-. ¿Por qué no vienes por aquí y lo hacemos entre las dos? Sería como con algunos recién nacidos: esperaríamos a bautizarte hasta verte la cara.

– ¡Genial! -y de pronto me siento Leticia Sabater en aquel programa suyo matinal.

– Pues mira, te espero el lunes a las doce de la mañana. ¿Te viene bien?

– Sí. ¿Puedo preguntarte una última cosa? -digo tímidamente, y acerco el auricular a la grabadora rescatada a toda prisa del cajón en cuanto vi que el tema se ponía jugoso sin saber siquiera si tendría batería o cinta suficiente, cosa frecuente, para que capte bien la que sé que va a ser su respuesta.

– Claro, puedes confiar en mí para lo que quieras.

– Verás, es que tengo una amiga guapísima que quiere ser actriz y siempre se está quejando de que no le llega el dinero para pagarse los cursos de interpretación. Me gustaría presentártela, el problema es que… tiene dieciséis.

– ¡No importa! Aquí la recibiremos igual que si tuviera dieciocho. ¿Por qué no le dices que se venga contigo?

– Guay, ¿y por quién preguntamos cuando lleguemos?

– Por Virtudes. Aunque mi nombre profesional es Alejandra, aquí dentro los compañeros me conocen de siempre por Virtudes. Qué se le va a hacer, no se puede cambiar así como así de nombre, de la noche a la mañana.

– Vale, Virtudes, pues muchas gracias y… encantada.

– De nada, chata, un besazo… -pero no cuelga, le queda una duda, un interrogante en el aire que sabía que caería, que me haría a traición. Parece que ya ha encontrado la ocasión-. Es que tengo curiosidad, ¿quién te ha dado mi teléfono? Sólo las chicas de confianza lo tienen.

– Olvido.

Por un momento el tiempo se queda colgado del silencio a ambos lados del hilo telefónico, como preso de un disparo, como suspendido en una realidad en que todo se distorsiona volviéndose mucho más lento. Las dos aguardamos expectantes pero ninguna se atreve a tomar la iniciativa. Finalmente, venzo yo.

– Olvido… ¡Hace muchísssimo que no sé nada de ella! ¿Qué tal le va? ¿Y cómo es que la conoces?, porque entre vosotras hay bastante diferencia de edad.

– Vamos juntas a yoga. Cuando le conté mis problemas de pelas me recomendó que te llamara. Dijo que eras de fiar y que, al verme, sabrías que valgo la pena porque nunca has rechazado nada que no te sirviera.

– Es cierto, sólo que me extraña ver que aún me recuerda. Hace tanto que no la veo que pensé que no querría saber nada de nosotros. De un tiempo a esta parte le gustaba ir por libre -y mientras rumia su recuerdo de Olvido yo me pregunto qué relación habría entre ambas, a quién incluye ese «nosotros» y qué la llevaría a apartarse de ellos. En la fingida indiferencia de Virtudes -o Alejandra, como prefiera- palpita un fondo de rencor, de odio, de dolor incluso. Por eso, y porque noto que esto va tocando a su fin, espero a que remate la conversación-. Pues ahora que sé que eres amiga de Olvido sí que tengo ganas de conocerte. Si no pudieras venir llámame antes. En este negocio es muy importante la formalidad y ser consciente de lo que vale el tiempo de los demás. Este consejo que te voy a dar es la primera lección del oficio: «Saber manejar el tiempo, el tuyo y el de los otros, es poder». ¿Lo has comprendido, mi niña?

– Sí, Alejandra -y me sale como si ella fuera un sargento negro cabreado y yo un soldado raso con el sudor brillando en mi nuevo cráneo rapado al uno.

– Muy bien, Serena, me encanta ver que eres bien mandada -aprueba con dulzura-. Os espero a las dos.

*

Quisiera pararme a pensar para ordenar las notas apuntadas aprisa y con mala letra, para rebobinar la cinta y comprobar si, milagrosamente, he conseguido que la grabadora haya registrado algo de la conversación. Detenerme un rato, un poco, sin compañeros gruñendo alrededor ni teléfonos tronando, sólo la voz de la mala bicha en mi cabeza con sus zalamerías de manipuladora, con sus artes de proxeneta, con sus redes de araña y celestina tendidas al sol, ondeando al viento a la espera de mariposas desprevenidas.

Pero gruñen y ríen, y entran y salen y vociferan y no los puedo callar, y es imposible que reflexione ni logre recuperar en mi memoria detalle alguno. Ahora no. Lo haré en casa, por la noche, después de cenar y tras acostarme, cuando ya no haya nada que hablar porque él consigue dormir como un bendito, no como yo que velo el peso de mis mentiras, de mis silencios. Entonces tendré tiempo para repasar el día, para analizar los hechos uno por uno hasta la desesperación y conseguir un cansancio que me duerma. Entonces lo recordaré todo. Ahora debo seguir y atender este teléfono que suena recordándome que hay algo más que yo y un bulto con forma de lenteja que me quema en el pecho.

– Soy yo otra vez -es Ramón, otra vez-. He hablado con mi madre. Quiere contarte «cosas de mujeres», dice que tú la entenderás, pero que le da vergüenza decírtelo por teléfono. Ya sabes cómo es. Le he asegurado que, si no te viene mal, te pasarás por su casa este fin de semana.

– ¿Yo sola? Hay que joderse. No sé por qué me dejo meter en estos líos.

– Hombre, es que si voy yo ya no es una conversación «a solas». Para una vez que quiere verte…

– Vale, iré. Pero como sea una de sus chocheces te juro que…

– Déjalo, que ya me has jurado demasiado por hoy. Nos vemos luego.

No pensar, no pensar y mil preguntas bullendo y todo por no pensar y no preocuparse ni temer, por qué temer a alguien que se supone que es de tu familia, como si yo fuera transparente, como si ella fuese una bruja malvada, la madrastra que putea a Cenicienta y es capaz de adivinar todo lo que me guardo, lo que oculto, como si supiera que me consumo y su hijo tal vez se quede solo y vaya tontería, vaya estupidez. A veces es imposible pensar con lógica, es mejor volcarse en el trabajo, en algo a lo que aferrarse antes que al miedo.

Cuando era pequeña y hacía chuletas en clase siempre me delataba mi cara de culpabilidad y, si tanto temes que te pillen, ¿por qué haces chuletas?, decía la señorita Rosa en tercero. No te entiendo, de verdad. O las haces o no, pero hacerlas con miedo y dejarte pillar precisamente porque éste te delate es una tontería, como también lo es temer a la madre de tu marido por un secreto que no he contado a nadie. Es que ella sabe que soy débil, sabe que estoy enferma, sabe que se lo oculto. Lo huele. Qué paranoia, ¿cómo lo va a saber? Ni siquiera podría adivinarlo en mi cara, hace casi un mes que no me ve, desde antes, mucho antes de que este secreto mío se hiciera realidad en forma de bulto. ¿Por telepatía? En los cuentos es así, las brujas pueden leerte la mente y saben cómo tentar a las princesas con zapatitos y manzanas. Seguro que al llegar me pone esas pastas de té de a treinta euros el kilo y a la tercera con chocolate ya me ha sonsacado todo para después usarlo en mi contra porque te miente, Ra, te oculta cosas. ¿Sabes que ha ido al médico sola? ¿Por qué no quiso que la acompañaras? No confía en ti. Eso es lo que pasa cuando te casas con alguien que no es tu igual. No está educada en la sinceridad, como tú. Eso es. Sabe que escondo algo y me invita a su casa para interrogarme. Pues no iré. A mí no me pilla. Está decidido.