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Pero qué tonterías pienso, qué va a saber la pobre señora. Se me va la pinza, voy a tener que ir al psicólogo o algo. Qué fácil sería si me desahogara de una vez y hablara con Ramón y se lo contara todo. Así cuando vaya a ver a su madre no tendré nada que ocultar. Sí, se lo diré a los dos. Primero a él y luego a ella. Pero antes mejor trabajar y no rumiar tanto y pensar en otra cosa que no sea yo.

Esta lista no tiene orden ni concierto, aquí hay de todo. Hasta polis. Y un sudor frío la recorre mientras repasa los seudónimos con que Olvido bautizó a sus clientes. Ya sé quién es la «Madrina» pero… ¿y los demás? Y da un manotazo a la pantalla del ordenador y Fernando levanta los ojos del informe sobre la última guardia frente a la mansión de Vito y menea la cabeza como si pensara que mi trabajo me afecta demasiado, o quizá dos homicidios en la misma semana, que le vienen grandes, y aun encima con su ex pululando por aquí. Vaya culebrón, colega, seguro que comentan a la hora del café. Y mira a su alrededor para comprobar si alguien más se fija en ella y no, hacen como que van a lo suyo, pero yo sé que murmuran, que fichan hasta el más nimio comentario entre Carlos y yo. Están muy entretenidos apostando si aguantaré esta presión, pero se les va a joder la porra, vaya si se les va a joder. Si no me han podido los comentarios machistas ni los jefes cabrones, ni siquiera mi puta suegra, no me va a poder esto ahora. Soy más fuerte de lo que creen. Sólo necesito centrarme.

A ver, piensa, pongamos que organizo esto por categorías. Una para los familiares, otra para los oficios, otra mucho más sentimental y una última para los clasificados según su comportamiento. Tenemos en la primera a «Madrina», «Padrino», «Primo» y «Chico de los Recados», que no sé por qué pero parece ir con ellos; en la segunda categoría aparecerían «Gobernador», «Letrado», «Banquero», «Subsecretario Trepa», «Futbolista Merengue» o los «Alcaldes»; a continuación están «Músico Loco», «Viejo Enamorado» y los demás cargados de ternura y, para acabar, en la cuarta, los voyeurs y depravados varios.

Lo lógico, puesto que he empezado por la «Madrina», es seguir con la «familia» e ir llamándolos por grupos. Y dejar para el final a «Poli Bueno» y «Poli Malo». Sé que es absurdo, que debería localizarlos a ellos antes que nadie, pero necesito una tregua, no puedo enfrentarme todavía a estas llamadas después de lo que cantó el Culebra, y precisamente por eso me escondo en excusas antes de acabar con todo de una vez.

Sí. Me escondo en excusas, pero tampoco tengo por qué asumirlo hoy. Por eso decido empezar ahora mismito por el «Chico de los Recados».

Una señal. Dos señales. Tres…

El «Chico de los Recados», sea quien sea, no coge.

Voy a esperar a que salte el buzón de voz.

– ¿De quién es ese móvil que suena? -pregunta Fernando.

Cuatro señales. Cinco. Seis señales y sigue sin coger.

– ¿No oís un móvil? Yo oigo uno, pero no sé dónde -continúa vociferando.

Siete señales.

– ¡Chissssst! -masculla Clara intentando escuchar por encima del barullo-. No puedo oír nada con vosotros dando voces.

– ¡Pues que alguien coja ese puto móvil de una vez! -protesta Santi asomando la cabeza por la puerta de su despacho.

– ¡¡¡Vale, muy bien, gracias mil por la ayuda!!! -brama indignada, y cuelga su teléfono de un golpe.

Y en ese mismo instante el móvil sin dueño deja de sonar.

Fernando y Santi se miran sorprendidos. El primero habla.

– Pero ¿de quién era? -pregunta sin dirigirse a nadie en particular-. No es de ninguno de los nuestros. Nos sabemos de memoria las melodías de todos.

Nadie responde.

Santi se planta en medio de la sala, mira a Clara y, antes de que le diga nada, ella ya sabe qué debe hacer. Mientras marca los nueve números para llamar de nuevo al «Chico de los Recados», él indica a los compañeros que bajen la voz. La melodía de un móvil sin dueño vuelve a sonar con la banda sonora de Rocky.

Fernando olfatea en el aire como si pudiera oler los sonidos, mueve la cabeza como un perro de presa con gafas, primero a la derecha, después a la izquierda y, finalmente, se acerca al archivo. Junto a la pared, bajo una pila de carpetas con informes por examinar, al lado de un montón de periódicos atrasados, justo tras la caja de cartón que Clara trajo ayer del apartamento de Olvido y dejó de cualquier modo en el suelo, precisamente de ahí proviene la musiquilla. Se agacha y levanta cuidadoso la caja. Santi mira reprobador a Clara, y ésta encoge los hombros como una niña ante una reprimenda.

– Un día te vas a olvidar la cabeza en un rincón, luego la cubrirá la mierda que siempre dices que tirarás mañana y, al final, ni sabrás dónde la metiste.

– No empieces… -suplica compungida.

– Dejadlo ya -interviene Fernando-, ese rollo paterno-filial vuestro empieza a parecer incestuoso. ¿Alguien me va a decir de quién es este zapatófono? -es un móvil de los más baratos del mercado, de un amarillo chillón que duele a la vista pese a estar dentro de una bolsa de pruebas, enchufado a una toma de corriente a ras de suelo y olvidado, como la cabeza de Clara, debajo de periódicos y carpetas polvorientas.

– Clara, cuelga a ver qué pasa -ordena Santi.

Ella nota cómo, en el brevísimo intervalo que tarda en hacerlo, Fernando y Santi contienen la respiración. Y, en cuanto cuelga, Rocky deja de golpear.

– ¡La hostia! -exclama Fernando-. ¿De dónde lo has sacado?

– Es del Culebra. Lo encontré en su chabola con la batería casi agotada y, como no sabía el PIN, lo enchufé aquí para que se recargara, no fuera a apagarse y perdiésemos todos sus datos antes de enviarlo a Huellas.

– La pregunta del millón no es de quién es el móvil -interviene Santi-, sino a qué número llamabas.

Y aquí es donde yo cojo aire y busco una cara seria, hasta trémula, para aguantar la risa y las ganas de levantarme y bailotear alrededor de la mesa alborozada, para no colgarme de su cuello como una tonta contenta y no plantarle un beso en los morros a un Fernando a quien, posiblemente, nunca hayan besado, para no ponerme a dar palmas como si estuviera en el circo y la musiquilla de Rocky anunciara a los payasos. Porque acabo de descubrir, yo solita, que el Culebra es el «Chico de los Recados», porque su muerte y la de Olvido no pueden ser casuales ni accidentales. Porque las dos están conectadas.

Sin embargo me contengo como puedo y sólo se me escapa una poca de sonrisa, un atisbo de orgullo de empollona a la que le preguntan por el tema que mejor se sabe cuando declaro sobriamente.

– A uno de los números de la lista del teléfono de Olvido. La puta -les aclaro, porque para ellos no tiene otro nombre, o al menos no tan sonoro.

– ¡La hostia! -vuelve a exclamar Fernando.

Pero antes de que Santi me dé una palmada en la espalda o me diga, simplemente, que todo es casualidad y esto tampoco quiere decir nada, un rapto de inspiración hace que Clara se gire en su asiento, le arrebate a Fernando el móvil plastificado y aún enchufado y busque frenética algo en su menú.

– ¿Qué haces? -le pregunta.

– Busco su última llamada.

– Acabamos de hacerla nosotros, listilla.

– Vale, idiota, pues la antepenúltima… Ésta -y le muestra un número de teléfono-. Se hizo la tarde del lunes y el martes amaneció muerto en su chabola.

– Tú tienes la lista de la puta -aclara Santi-. Mira a ver si coincide con algún número.

– Tendría que compararlos uno a uno, y son muchos.

– ¿Y no es más fácil comprobarlo llamando? -pregunta Fernando con la mayor simpleza.

Los tres se miran entre sí.

– Vale -acepta Clara-, pero ¿desde qué teléfono llamamos? Si lo hacemos desde el móvil del Culebra y la otra persona sabe que ha muerto, la hemos cagado. Y si llamamos desde aquí y no reconoce el número, lo mismo no coge.