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Sí, te prometo no perder la paciencia.

Sí, y tener cuidado. Mucho. Yo más.

Sí, me abrigaré.

Sí. Cuando tú hablas no siento frío.

III

Él me acusa de tener sentimientos. Porque hablo, o no hablo, o lloro, o no puedo llorar.

Me dice que soy débil y frágil, sutil, febril, casi pueril. Nada viril para mi profesión y tendría que serlo, que adónde va una mujer policía tan sentimental como a punto de romperse, que debería ser hiel, metal y puñal para mandar sobre los hombres cruel, neutral, racional, pero que se queda en miel y piel, jovial, insustancial, dócil, mucho lacrimal. Demasiado espiritual. Nada criminal.

A veces creo que para él soy todo lo terminado en ele de este mundo que indique liviandad. Todo menos senil, claro, y no por lo variable o ida, que a su juicio ya lo soy en modo suficiente, sino por la edad. Igual me ve cristal y volátil. Infantil. Banal. Fetal. Núbil. Por lo menos espero no resultarle estéril. Cualquier cosa menos serle inútil.

Él no entiende que por dentro estoy rota, que soy como un hueso quebrado y recompuesto a base de años de estricta escayola, que he vuelto a mi forma original pero que no he conseguido ser entera, toda una, de una pieza. Creo que no se da cuenta, o no quiere hacerlo, de mis fisuras, de las pequeñas grietas que guardo dentro, de la precariedad del pegamento que me une, a veces a base de mala leche, otras de genio, o de pasión, o de alegría. Por eso pierde la paciencia y se desespera cuando, más o menos una vez cada tres meses, me da por llorar descontrolada sintiendo que esas lágrimas son como la lluvia de donde vengo, lluvia sobre piedra gris que lava y pule y aleja el polvo, lágrimas que me liberan de una inquietud que siempre he tenido dentro, de una pena que llevo en la sangre desde que nací, de un fatalismo personal asumido y silencioso que no puedo evitar ni vencer aunque intente disimular, porque sé que llevo en la cara tres años perdidos y el frío de las seis de la mañana.

Él se ríe cuando yo me río y se admira de mi empuje y me riñe por mi excesiva, por mi intransigente sinceridad, pero se confunde cuando lloro, le parece una traición que me hunda, no admite que me rompa.

Y no tengo remedio.

Que soy una contradicción andante lo sabe todo el mundo, pero Ramón aún se asombra de mis opuestos. Yo creo que se puede ser animal e intelectual a la vez, surreal y verosímil, infernal y angelical, real y provisional, sensual, policial, habitual en su cama y retráctil a un tiempo, cerebral, espectral, azul, natural.

Para él es fácil ser consecuente. Él es siempre él. Puede ser siempre él mismo y no tiene miedo de serlo. Me abruma en su seguridad, en la rotundidad que lo centra, en los plomos de realidad que le anclan los pies a la tierra. Siempre es auténtico, para bien o para mal. Cómo lo hace. Cuando ríe todo en él es risa, no hay nada detrás triste, oscuro, insoportable o amargo como en la mía. Cuando se cabrea todo es fuego, cuando se pone tierno todo es dulzura y cuando se calienta todo es sudor. Sin dudas. Es tan entero que hasta casi me parece injusto. Insoportable.

Quisiera ser como él pero me es imposible, no puedo, y no me queda más que admirarlo, o temerle, o apuntalarme en su pétrea, su irreductible elementalidad si flaqueo, recoger su impaciencia, su lujuria, su inflexibilidad o su desilusión como en un espejo cóncavo en el que intento reflejarme con igual verosimilitud e intensidad. Pero no lo consigo. Vivo abocada a un mundo donde cada sensación, cada sentimiento, cada pensamiento o emoción es dual, complejo, compuesto y qué cojones hace este de delante. Hay que ver cómo conduce la gente, con los pies. Pues me voy a quedar con su matrícula, que ese coche tiene una pinta muy rara, mañana en cuanto llegue a comisaría lo primero va a ser comprobar en el ordenador si es robado, por tocarme los huevos.

Ya tengo ganas de llegar a casa y quitarme los zapatos y tomarme un café y un trozo de pan con Nocilla y ponerme ese jersey que me llega a las rodillas y que Ramón siempre quiere tirar, y leer un rato, o ver la tele o dejar la vida pasar sin mí aunque sea un instante, y a ser posible sin pensar. Todo por parar, por estar en la nada un rato, todo con tal de que la vida deponga sus espinas un momento. Pero no, porque Ramón no está y dónde se ha metido, piensa apretando los dientes por no morder la decepción. Para un mal día, para una vez que me hacía falta tenerlo al llegar y no está. Con los amigotes de tapas, seguro, o con la mamá un rato, que necesita compañía, que pasa tanto tiempo sola. Y la boca sucia a cada momento con las opiniones de la santa, que lo sabe todo, que dile a tu mujer que los zapatos cerrados le quedan de lo más hortera porque, claro, me hacen parecer un poco retaca, y paticorta, pero si no lo es, mamá, ya, pero si lo parece pues es lo mismo, y además, que no debería echarse tantos polvos en la cara, ni pintarse los labios de un rojo tan fuerte, que dice que te hacen más mayor aún, ni el pelo recogido en un moño a medio deshacer, que es que parece una desaliñada, que eso se le pegará de andar por esos ambientes y tú, un abogado con tanto futuro, tienes que cuidar tu imagen por más que la quieras, que ése es otro tema que tampoco entiendo muy bien, de dónde te sale a ti tanta adoración por ella. En cualquier caso dile que por lo menos se deje la melena suelta, a ver si la convences. Y si se diera unas mechitas… Claro, diga que sí, señora, el pelo suelto, muy práctico para conducir, para correr detrás de los cacos, para disparar mismamente. Pero por qué te pones así, ya lo estoy viendo con su carita de estupidez bienintencionada, son sólo imaginaciones tuyas, no se te puede decir nada, sí que eres susceptible, qué poca seguridad en ti misma, hay que ver. Pues si no sabes aceptar una opinión, si te sienta mal, nunca más te cuento nada. Decidido. Mira qué fácil.

Estupendo. Pero cuando yo llego él no está, aunque lleve el día entero pensando sólo en regresar y encontrármelo en el sillón leyendo un periódico, tan cómodo, tan caliente su pecho, tan dispuesto a acariciarte el pelo y decirte un mal día ¿no?, descansa un rato, ya preparo yo algo para cenar, tú relájate. Y sin embargo no, se ha ido y llegará tarde y ya ni descanso ni paz ni ganas de verlo ni de acurrucarte en él ni de dejarse llevar por su aliento al respirar, sólo irritación tras encontrarme sola en la casa vacía, todo paredes que se caen sobre mí, espejos que me reflejan asustada, la noche desplomándose por un exceso de equipaje secreto. Y lo odio. Oquedades blancas en el techo allí donde mi mente atemorizada irá a divagar, espacios vacíos, bolsas de aire en las habitaciones que llenar con mis achaques y mis temores y ningún ruido en el pasillo que me despiste y me impida pensar en el bultito con forma de lenteja, que me evite el impulso de palpármelo otra vez sintiendo como que sí, o mejor no, ni sé al final si se nota o no eso, lo que sea, lo que se debería o no notar.

Hasta la gata me rehúye. No sé lo que digo, desvarío aquí sola esperando. Se me va la mente hoy, no soy terrenal, estoy en las nubes, se vuelve todo trivial y fútil al lado de un dolor irracional que me asusta y me convierte en vendaval y carnaval de histéricos. Se me alborota la vida por temor de lo fatal, me doy cuenta de que soy mortal y que igual me acabo, de que el único rival que debo respetar es lo letal de los achaques y de qué sirve lo demás, los espejismos de lo diario, el bucle de lo cotidiano, lo banal, lo mundanal, el inútil oropel, el absurdo de no querer caer del pedestal cuando al fin toda faceta de ese mal es venial, si todo se pliega y se arruga y se agota y se acaba ante la enfermedad y la muerte.

Deliro sola. Pienso incoherencias. Tengo que entretenerme.

En la tele no dan nada. ¿Qué hago?, ¿pongo una lavadora? No. Sí. Con tal de ocuparme las ausencias…

Y empieza a recoger desesperada, a revolver en los armarios en busca de ropa sucia que lavar hasta que se encuentra oliéndole los sobacos a una camisa de Ramón y se da cuenta de golpe del absurdo y la ira llena el hueco del desaliento porque si seré tonta, estúpida, imbécil. No tengo remedio, me lo merezco por idiota, por no ser capaz de parar ni de cuidarme, por dedicarme a los demás para no pensar en mí cuando a saber dónde coño estará éste. Acordándose de menda no, seguro. Y yo dispuesta a lavarle las delicadísimas prendas de marca a mano sólo para olvidarme de que falta cuando tendría que estar aquí, tendría que estar junto a mí apoyándome y mimándome, tendría que estar porque sí, porque lo necesito hoy, conmigo y ahora. A fin de cuentas para eso es el matrimonio, en eso consiste el amor, en las duras y en las maduras a mi lado y no en dejarse las manos escurriendo su ropa mientras él ni siquiera se ha molestado en dejar recado de adónde habrá ido, que seguro que ni se acuerda de regresar ni de hacerse el sorprendido al abrir la puerta porque has llegado tú antes y cómo que por qué estoy ya aquí. Es mi casa, ¿no?, vamos, eso creo, porque vuelvo hecha un guiñapo y en vez de encontrarme con un marido que me espere ansioso sólo veo tareas por hacer de las que tú te escaqueas yéndote por ahí como si no tuvieras una mujer a la que retornar, y la gata muerta de hambre, que por poco me quita un ojo. Estarás contento, vaya recibimiento.