– No le des tantas vueltas -propone Santi-, primero desde el fijo y, si no hay suerte, probamos desde el móvil.
– Ya, pero…
– Llama de una puta vez, coño, que me voy a hacer viejo.
Esta vez no tengo que pedir silencio, todos bajan la voz conscientes de que algo pasa al ver a Santi y a Fernando de pie junto a mí en tensión. Con el auricular en mi oreja y la mano marcando un número que, a fuerza de mirar, casi he conseguido aprender de memoria en estos escasos minutos, sé que soy el centro de atención. Estoy en mi momento de gracia. Y voy a disfrutarlo.
Sólo que la realidad, cruel, desalmada, se empeña en chafarme el plan. Al otro lado nadie responde y ya van cuatro tonos, cinco, seis, siete. Les miro desalentada, con la decepción marcando mi rostro de ilusa abochornada que por un momento creyó lograr un poco de camaradería, algo de respeto si se tercia, sentirse libre del desdén. Ellos van a arrancarse a decir cualquier cosa, a reprenderme o a darme palmaditas en el hombro, pero ahora de consuelo, cuando de pronto se interrumpen los pitidos y se oye una voz femenina dulce y cálida en un contestador. Le doy al botón de manos libres para que todos puedan escucharla:
Estás llamando a Olvido.
Y un impulso me lleva a decir hola, soy Clara, quisiera hablar contigo, hasta que recuerdo que no va a poder responderme nunca más, que ya no está.
Ahora no estoy en casa o quizá, quién sabe, sí estoy pero no puedo atenderte. Tú sabes que soy una mujer muy ocupada….
Y se ríe y a mí se me congela la sangre, se me para el aliento, se me rebela el pulso porque estoy oyendo la risa cascabelera, alegre, jovial, de una muerta.
Déjame tu mensaje y te prometo que, si te portas bien, te llamaré luego.
No lo hago, me quedo un rato callada y miro a mis compañeros. Santi sonríe orgulloso de mí, Fernando me aprieta un brazo, supongo que como inusual muestra de felicitación. Extrañamente, ninguno habla. Dejo que transcurran unos instantes en silencio hasta que el contestador empieza a emitir una señal que, imagino, significa que el tiempo se me acaba. Como si no lo supiera. Pero no tengo nada que decir. Y cuelgo.
A partir de aquí deberían precipitarse los acontecimientos, lo lógico es que todos nos pusiéramos a dar voces, a adelantar conclusiones y congratularnos emocionados. Pero qué digo, esto no es una serie de televisión yanqui, aquí no chocamos las cinco y yo no voy con tacones de aguja tras los cacos. Ahora, en vez de alharacas, mi deber es serenarme, seguir con la lista, llamar a «Padrino» y a «Primo» y no dejarme llevar por la emoción. Porque para qué hacerlo si, además, inmediatamente vuelve a sonar el teléfono de mi mesa.
– ¿Diga? -pregunto sobresaltada.
– Soy Lola. Tengo los análisis toxicológicos del Culebra: o quería matarse o se lo han cargado. La cantidad de droga que había en su cuerpo tumbaría a un elefante. Ese chute era mortal de necesidad, y además de una pureza extrema. Un yonqui como él tenía que saberlo. Uno no se mete eso por error.
– Vaya… -musito con desgana.
– ¿Vaya? ¿Cómo que «vaya»?, ¿no andabas como loca buscando pruebas? ¿No querías demostrar a toda costa que esa muerte no era accidental?
Qué le digo. Que llega tarde, que esperaba noticias suyas como agua de mayo para sustentar el caso y éstas ya han llegado, que sé que las dos muertes están conectadas y ahora tendré vía libre para continuar y sí, sus datos nos sirven, pero no son tan esenciales, tan cruciales como ayer…
– Tienes razón, soy una impresentable. Te quedas currando hasta las tantas por mí y yo ni te lo agradezco. Eres una buena amiga y vales tu peso en oro.
– Tampoco es para ponerse así -miente, noto cómo su voz se esponja inflada por la falsa modestia-, sólo hago mi trabajo. Además, queda una barbaridad de pruebas por contrastar y están también los análisis de la mujer, no lo olvides. Pero bueno, esto ya es algo, ¿no? Al menos ahora sabes que no puede existir ninguna otra razón para ese chute más que el suicidio o el asesinato.
– Y por la marca de un arma en su sien, va a ser que lo primero no.
– Sí, es otro factor a tener en cuenta -y por cómo lo dice juraría que le remuerde la conciencia por el desplante que me hizo el otro día. Digamos que hoy me siento generosa, dejaré correr los malos rollos.
– Sé que puedo contar contigo -la adulo.
– No hasta el martes. Me debían unos días y libro el lunes.
– Qué envidia.
– Aun así tienes el fin de semana por delante. Disfrútalo, te lo mereces.
– Ojalá. A ver si consigo dormir la noche entera.
XII
Los domingos por la mañana son los días que más me gustan, momentos en los que el tiempo parece detenerse en la cama, demasiado tarde cuando me despierto como para no ver que la luz se filtra por la persiana. Y es que, a diferencia del resto de la semana, no es de noche cuando amanezco. Los domingos por la mañana son días de guardar entre las sábanas, de respetar el descanso sagrado y secular, de bendecir el sol que nos alumbra cuando, tirados en un banco frente al kiosco, empezamos a hojear el periódico y aprovechamos esos rayos de luz aún calientes que sabemos que no volverán hasta dentro de un tiempo, con el invierno atrás por fin y la promesa del verano tentándonos desde lejos. Luego mezclaremos el sabor del café tardío con el del vermú y pasearemos tranquilamente, y yo regaré las plantas y nos tragaremos cualquier comedia romántica que echen después de comer, y a media tarde me levantaré perezosa del sofá a recoger la ropa que tendí ayer y la doblaré con calma y decidiré a última hora que no la plancharé y mañana, lunes, iré a trabajar con la camisa arrugada y esa sensación de culpa que, en el fondo, no deja de ser deliciosa, porque todo el desorden y el caos obedecen, sencillamente, a un solo motivo: el placer de no hacer nada.
Adoro los domingos. Y odio los sábados. No tanto como el resto de la semana, como los horribles días laborables que empiezan con frío y terminan con sudor, que te despiertan y te echan a la calle con la pistola temblando contra tus costillas que tiritan y los gritos de tus superiores resonando y el hambre del calor de Ramón en la piel. No, los días laborables son una raza mucho peor. Pero los sábados son como sus primos lejanos, porque siempre esconden cosas por hacer; armarios que airear, hipermercados a los que ir, alimentos que esperan en la nevera a que los despiece y guise para comer entre semana, botones a medio caer y luego, cuando quisieras sentarte, amigos que esperan, esos amigos abandonados que no ves desde hace meses y por los que, sólo por ellos, vences el tedio de arreglarte y pintarte y salir a la calle congelada para quedar en un bar con humo, en un restaurante abarrotado de gente vocinglera, en una calle mojada de lluvia y confeti a celebrar que por fin os veis y a hablar del trabajo, de la hipoteca, de ese jefe cabrón que te amarga la existencia o de la última novia abandonada que espera un repuesto que, de una vez por todas, quizá salga bien.
Sin embargo los domingos, con su concierto de caricias mañaneras en la cama, con el calor de la modorra bajo las mantas, con el enorme acontecimiento de levantarse al mismo tiempo y compartir la ducha y beber zumo de naranja natural y untar las tostadas sin prisas. Qué de puta madre los domingos, y mañana lo es, todo el día, y además hoy no parece sábado, porque es festivo.
El bullicio de la verbena de barrio se agolpa en mi cabeza, oigo fuegos de artificio que estallan, niños con trompetas estridentes pasan bajo mi ventana y en la plaza, a mis pies, pandillas de adolescentes hacen botellón y ríen a gritos y un vecino borde y mayor, viejo cascarrabias que ya no sabe lo que es disfrutar, les tira una jarra de agua fría para que os calléis de una vez, degenerados, que no dejáis a las personas decentes vivir en paz. Pero Ramón y yo nos reímos de todos asomados en nuestro balcón con la gata escondida bajo la cómoda porque retumban cohetes en el cielo y brilla la pólvora teñida de colores y ya son las doce, viva la Virgen del Pilar y la madre superiora, es día de fiesta, suenan campanas, llega la hora de soltar palomas.