– Cierto, pero si a usted se le escapa alguna, no creo que muera nadie. Los gazapos que yo busco, en cambio, pueden ser letales.
– No crea, si yo le hablara de la ambición de gloria literaria de algunos…
– Su trabajo -y lo creo de verdad, no es el puro rollo que le endoso para que relajen y canten mejor a otros testigos- parece tremendamente interesante.
– Eso dice todo el mundo, pero si supieran que se gana bastante menos que por poner ladrillos subido a un andamio, que con suerte te pagan a sesenta días y sin ésta ni te cuento y que una buena mañana dejan de llamarte y si te he visto no me acuerdo, no pensarían lo mismo. Pero creo que la estoy aburriendo con mis lamentos -y me mira a los ojos y, vaya tontería, siento una culebrilla que me recorre el cuerpo, y por primera vez sonríe abiertamente y, al hacerlo, sus facciones cambian por completo, ya no es como un niño enfurruñado ni como un viejo gruñón cansado de esperar en la cola del pan, ahora sólo es lo que parece: un hombre joven, mordaz, cansado, inmerso en una situación inusual y negándose a perder la calma, empeñado en bromear pese a todo, con resignación.
Estamos sonriéndonos cuando aparece París para acosarnos con mirada furibunda, delatora, que me acusa en la penumbra del garaje, entre las paredes ahumadas que brillan a golpes de flash cegador, de ser una coqueta, una inmoral que osa flirtear con el primero que aparece y se posa en su flor, una adúltera, una mujer a fin de cuentas. Qué poca vergüenza, qué falta de profesionalidad. Y de un momento a otro sé que va a perder la compostura e inmiscuirse con cualquier excusa en nuestra conversación para abortarla sin piedad. Ya viene:
– Clara, deja que el testigo se marche -ladra sin disimulo ni consideración. Y, sorprendidos, nos ponemos serios como chiquillos ante un hermano mayor sin sentido del humor que se ha olvidado de jugar y nos riñe porque no alcanza a comprender dónde está la diversión de saltar sobre un colchón, de tirar por la ventana un globo de agua, de meter una lagartija viva en el congelador.
Ambos captamos su hosquedad de inmediato pero, por una rara rebeldía, no estamos dispuestos a dejar que nos dé órdenes así, sin más. Por eso me saco una pregunta de la manga, sólo para demostrarle a este imbécil que no soy tan pava ni tan estúpida como me cree, que aún sé hacer mi trabajo, que no tiene que imponer su autoridad y darme lecciones, y jamás de moral, y mucho menos cuando estoy hablando inocentemente con alguien en un tono de lo más cordial.
– No he acabado -le respondo seca y retadora-. Me gustaría hacerle una pregunta más, si no es abusar de su amabilidad.
– Dispare -contesta, y tiene un aire travieso, como si se hubiera percatado de toda, absolutamente toda la situación. Y de que sí, me gustaría abusar.
– ¿Puede darnos algún dato sobre el difunto? Al parecer no lleva nada que le identifique, cualquier información sobre él nos valdrá.
– Por fin alguien cae. Ya me parecía a mí que el único agente con olfato que hay aquí es usted -y hace una pausa, juraría que para guiñarme un ojo, antes de contestar-. Claro que sé quién es, ya les dije que le conocía.
– ¿Y a qué esperaba a decírnoslo? -exige París cabreado como una mona.
– Se llamaba Julio César Olegar. El más rico del edificio. Un hombre hecho a sí mismo, pero pulido, con estudios. El típico empresario que se pagó la carrera trabajando de camarero y que lo ha conseguido todo a golpe de riñón.
– ¿Le trató personalmente? -pregunta Clara contenta porque sí, por qué no reconocerlo, estaba convencida de que sería un buen testigo, un tío despierto, espabilado y que, además, le planta cara a París. Me encanta.
– Sí. Aparcábamos bastante cerca. Al principio sólo cruzábamos los saludos de rigor al entrar o salir, pero era un tipo agradable y fuimos cogiendo confianza. Un hombre educado y muy correcto. A veces tenía la sensación…
– Venga, ahora va a resultar que eran íntimos -farfulla mi compañero interrumpiéndole. Parece que prefiriera perder horas de interrogatorio a los vecinos, la familia y los amigos del difunto antes que tener que agradecerle nada.
– ¡Déjale hablar! Joder! -suelto sin pensar en la falta de respeto que es gritarle así a un superior ante un tercero. Pero es que me tiene harta. Es un bocas, un prepotente. Que se calle de una puta vez y escuche. Y he debido de ser suficientemente expeditiva o bien el propio París ha comprendido que se ha pasado tres pueblos, porque cierra la bocaza e indica con la cabeza que prosiga y por eso soy yo quien amable, incluso dulce, suplica-: Continúe, por favor.
El testigo duda un segundo, quizá paladea la derrota de su contrincante o tal vez sólo reorganiza sus recuerdos. Finalmente se aclara la garganta y se explaya.
– No éramos íntimos, pero tras saludarnos día tras día durante años en cierto modo llegamos a conocernos y mantener una relación cordial. Éramos muy diferentes y nuestras vidas también, pero cuando coincidía con Julio y veía su sonrisa ladeada, ese modo de andar con los hombros algo encorvados, tenía la certeza de que era buena gente, un tipo sencillo a pesar de su billetera, alguien que, en el fondo, sería más feliz sin tanta comida de trabajo, sin tanta responsabilidad sobre su cabeza. Por cómo hablaba se le veía un tipo seguro de sí mismo, con clase, con gran cultura y una ética muy marcada. Yo le respetaba, se podría decir que le admiraba por su integridad.
– Entiendo -dice Clara-. Pero no deja de impresionarme que de una relación superficial haya llegado a tener un concepto tan nítido de él.
– Acabo de explicárselo, Julio disfrutaba conversando, era muy amable y siempre preguntaba a todo el mundo qué tal, cómo van las cosas. Se paraba a escuchar, no como otros… Cuando nos encontrábamos, como sabía cuál era mi oficio, en alguna ocasión hablamos de libros. Hace unos años le comenté que andaba escaso de trabajo y me propuso corregir unos catálogos para su empresa. Decía que todos sus empleados habían estudiado varias carreras, títulos MBA y hasta idiomas pero, a la hora de la verdad no tenían ni idea de poner una palabra tras otra. Según él, la enseñanza más elitista de hoy se olvida de la calidad humana, de educar personas. No sé por qué, pero supuse que se refería a su hijo -y como comprende que está hablando demasiado se calla, mira directamente a los ojos a París y le pregunta con un punto de descaro-: ¿Le parece ahora suficiente contacto?
Éste se limita a desviar la mirada con desdén y responderle.
– Usted sabrá, parece que se pasa la vida en este garaje.
Para que la cadena de agravios no vaya a más, para que no se hablen en un tono cada vez más alto, desvío la atención con una nueva pregunta antes de que uno se olvide de las normas más elementales, el otro se quite las gafas, y ambos se líen a guantazos.
– Por lo que dice, parece que conoce también a su familia.
– Sólo de vista. Sé que hay varias niñas pequeñas además del hijo mayor, un estirado con traje de marca y maletín de piel que se va a comer el mundo. El típico producto salido de una escuela de negocios listo para triunfar. Ya sabe, de esos que te miran mal porque no sabes diferenciar una OPA amistosa de una hostil y que lo mismo te estrujan el corazón que te humillan en el campo de golf sin permitir que se les arrugue la raya del pantalón. O eso, o le gusta disfrazarse de Mario Conde. Parece un yuppie desfasado, siempre impecable, engominado hasta las cejas y con el móvil grapado en la oreja gritando: «¡Compra, compra!». Me recuerda a Patrick Bateman con veinte años de retraso. El de American Psycho -le aclara a París al ver su gesto de ignorancia absoluta-, ya sabe, la novela… Déjelo. Son como una raza aparte que se resiste a extinguirse. Supongo que nos despreciamos mutuamente, yo a él porque me recuerda a los peores especímenes de la época del pelotazo, y él a mí porque pensará que soy un cultureta que no debería vivir en esta urbanización tan selecta. Me encantaría explicarle que los culturetas también tenemos derecho a heredar pisos en barrios residenciales, pero no creo que lo comprendiera. Y es que para alguien que aspira a ser proclamado el Empresario Más Prometedor del Año, por mi profesión yo debo de parecerle un desclasado.