– ¿Y qué nos puede decir de la viuda? ¿La conoce?
– Una rubia explosiva operada de la cabeza a los pies. Es mucho más joven que su marido, así que no es difícil deducir que el hijo mayor será de un primer matrimonio de él, y es que casi podrían ser hermanos. Alguna noche he coincidido con el difunto y la barbie aquí abajo, siempre volviendo de compromisos sociales o fiestas de la jet. Casi nunca hablaban entre ellos. Daba la impresión de que ella sólo salía para exhibirse y él se dejaba llevar tenso, como si le apretaran los zapatos.
– ¿Y el hijo?, ¿qué tal se llevaba con la madrastra? -pregunta París, no tan despistado como se suponía.
– Pues ahí no llego, pero juntos no se les veía.
– Los pinta de lo más atrayente. ¿Y cómo se llama el chaval?
– Esteban. Esteban Olegar -responde alguien a nuestras espaldas como un burdo imitador de Bond, James Bond.
Los tres damos un respingo como ladrones pillados repartiéndose el botín, como tres viejas cotillas que descubren que el sujeto de sus maledicencias lleva un buen rato a su lado escuchando, como tres ratones que se comen el queso sin percatarse de que el gato los ha descubierto. Y allí está él, el ambicioso de la clase, el Empresario Más Prometedor, el dueño de un futuro de brillo nuclear, vestido de diseño en una mañana de domingo con toda la apostura y el donaire que sólo alguien tan convencido de su valía es capaz de aparentar.
Lo peor de todo -más que la vergüenza, las orejas rojas y el bochorno- es que es guapo el condenado. Muy guapo. Pelo negro, cejas negras, ojos negros, hoyuelo en la barbilla y unos labios carnosos, jugosos, ahora mismo fruncidos en una mueca de disgusto que le pone cara de reyezuelo cruel. Un amorcillo moreno de mejillas sonrosadas y cara de ángel, con un lunar sobre el labio y unas pestañas densas, espesas, que aletean como mariposas por debajo de ese pelo de sueño recién duchado porque éste es un día festivo, sin secretarias a las que epatar ni subordinados a los que acogotar. No sé cuántos años tendrá, pero está claro que quiere aparentar cuarenta cuando debe de estar más cerca de cumplir los treinta. Con todo, no soy tan incauta como para no vislumbrar que esa pose que parece empeñado en mostrar, un saber estar, una calma, una sangre fría de avezado hombre de negocios acostumbrado a manejar trillones sin que le tiemble el pulso ahora, con su padre reventado a menos de dos metros, se le escapa de las manos. Hoy soy yo la que juega con ventaja porque sé, a pesar de mis vaqueros gastados, de mi chaqueta de cuero vieja y de mi escaso dominio de las finanzas, que esto es real, la vida misma con su carga de dolor y pena, no números ni balances en un dossier de prensa, no abstractos conceptos más allá de la vida y la muerte. Es más, cuando le miro pretendo demostrarle que no me engaña su disfraz, que no me camela su altivez ni su frialdad y que, además, lo he pillado, precisamente en este mismo instante, mirándome el escote.
– Le estábamos esperando -se adelanta París procediendo a efectuar una genuflexión preñada de pompa ridícula y boato de mercado-. Soy el subinspector Carlos París. Lamentamos profundamente la pérdida de su padre y no quisiéramos importunarle en estos momentos tan difíciles para su familia, pero debemos hacerle algunas preguntas.
– ¿Entonces a mí ya no me necesitan? -es nuestro corrector de estilo, que aprovecha para escaquearse sin estilo.
– Puede irse, pero me gustaría que estuviera localizable -respondo haciéndome cargo de él mientras París le propone al huerfanito un lugar donde hablar con más comodidad-. Nos ha sido muy útil. Gracias por todo -y en un gesto espontáneo le planto un beso en cada mejilla. Se sorprende, lo noto, seguro que jamás ningún policía se ha despedido de él así (a menos que su padre lo fuera, claro). Sonríe como si hubiera acertado tres en la Primitiva, un premio pequeño pero premio al fin y al cabo, y se aleja sorteando despacio a los especialistas de balística atareados, a los periodistas de sucesos que disimuladamente se saltan las barreras creyendo que no nos damos cuenta, a los inevitables vecinos cotillas que comienzan a dejarse ver.
Cuando llega a la rampa de salida se gira y me dice adiós con la mano como si yo fuera una miss en un concurso de belleza, vaya comparación, pienso, y también agito la mía como la bella más bella de toda Venezuela. Quién sabe qué secretos mecanismos hacen que coincida, una vez de cada seis o siete mil, la química entre dos personas. Quién sabe si me lo volveré a encontrar y en qué contexto. Ahora que caigo, no sé ni su nombre. Seguro que los agentes lo tienen anotado. Claro que no es lo mismo saberlo que oírselo decir. Definitivamente, no es lo mismo.
Yo me debo ahora al chico moreno que, macilento en la oficina acristalada de los vigilantes, bajo la luz pálida, cutre y amarilla de un neón que oscila por las ráfagas de viento caliente que se clavan como cuchillos, en un sillón ajado con la gomaespuma brotando como hongos de sus brazos rajados y ante un calendario con una jaca que ofrece sugerente sus pechos turgentes, aguarda a que entre para interrogarle sobre su padre, que se metió en un váter con una escopeta y la asentó entre sus piernas. Su padre, que apretó el gatillo en el garaje donde dormitan sus Jaguares ahora faltos de domador. Su padre, que rumia su sueño por fin sereno en un ataúd de azulejos donde esparció su cerebro.
– No sé por qué han tenido que hablar antes con el del quinto C. Es un cretino que se cree muy listo, pero no es más que un…, un…
– ¿Corrector? -apostilla Clara mientras comprueba que no se puede sentar porque sólo hay dos sillas y ninguno parece dispuesto a ofrecerle la suya, al final tendré que quedarme de pie cual secretaria, tomando notas en mi libretita como esa asistente que siempre ha deseado París, alguien dócil que no le haga sombra y le deje llevar el peso de la conversación mientras se hace el duro y suelta esas frases rimbombantes que ensaya cada noche ante el espejo o con Reme, que para el caso es lo mismo. Y es que se debe a su público: cincuentonas, jefes y niñas monas susceptibles a los halagos y cucamonas-. Él halló el cuerpo -añade con dureza porque a esta gente, por muy penosos que sean los hechos, hay que dejarles bien claro desde un principio quién manda, que están acostumbrados a ordenar desde que nacen, que siempre han tenido nannies y doncellas sobre las que disponer, que sus antepasados llevan trescientos años sin pasar hambre y no respetan a nadie que crean inferior y no hay lástima que valga ni pesares ni dolor mientras tenga un muerto pudriéndose en un garaje y no le encuentre solución.
– En todo caso quisiéramos que entienda -ataja mi compañero para quitarle hierro a mi tono- que sentimos mucho su pérdida… -ya la ha cagado, ya se ha bajado los pantalones. No puede evitarlo, es imposible que se coloque a la altura del interrogado si éste tiene la caja fuerte a rebosar. Todo para él es una cuestión de arriba o abajo, de sometimiento o servilismo. Acaba de revelarle a Esteban Olegar en este preciso momento que se arrastra ante él y claro, ahora me tocará a mí reparar lo que él jodió, ponerle remedio.
– … Pero ahora no le interesarán los pésames -corto- y sí averiguar cómo ha acabado aquí su padre. Y discúlpeme si le parezco brusca -miento.
– Soy muy consciente de cómo ha acabado, agente, así que lo que deseo, y discúlpeme si le parezco brusco, es terminar de una puta vez e irme a casa a consolar a mis hermanas.
Joder con el angelito, ya se veía de lejos que era un rico cabrón, pero esta frase borde dicha con sonrisa de cocodrilo descoloca al más pintado. Quién lo diría con ese aire mezcla de lord inglés y niño cantor de internado suizo.
– Subinspectora -le corrijo-. Puede comenzar cuando quiera.