Pues resulta, quién lo diría, que no. No es mejor para nada, según dice, porque lo ha pensado mucho, lo ha pensado bien. Ha tenido mucho tiempo para pensar. Yo tengo quien me quiera -si lo sabrá ella, que tanto me ha criticado-, tengo una libertad que jamás llegó ni a imaginar, y un sueldo, mucho o poco pero suficiente para poder mandar a su hijo a la mierda si se me pone tonto. Y puedo ir por la vida sola sin la necesidad de un hombre que me proteja, que me defienda, que hable por mí.
Y eso es lo que ella desea y por lo que me ha llamado. Ir por la vida sola.
Qué. Cómo lo veo.
Se acabó el miedo, el qué dirán, las inseguridades tontas, los complejos estúpidos, el frenarse, el creer que haya algo que no pueda hacer.
Quiere salir, quiere irse. Quiere fugarse.
Vaya, termino confesándole, qué extraña, qué falsa es la imagen que damos, cómo explicarle que sí me come el miedo, que guardo secretos, que siempre me he sentido acomplejada en su presencia, intimidada por una señora que ahora dice que quisiera tener mis años, y mi libertad, y vivir como yo. Si yo no soy un ejemplo para nada, si mi vida es un desastre, si siento constantemente que se desmorona el suelo bajo mis pies e, irremediable, me hundo.
Pero el miedo es precisamente lo que hace que me sienta viva, la inseguridad del cada día, los problemas cotidianos, la lucha por ser la primera en ocupar la ducha. Qué tiene ella en cambio. Nada. Dos hijos tan fríos que ni se atreven a besarla, amigas hipócritas, amigas brujas, amigas que huelen a naftalina y que vienen a su casa a merendar para luego criticarla en el portal, vida social monótona, de compromiso, un dineral en el banco, falso oropel, relaciones hueras compradas de servilismo y deber, siempre recelando de que el servicio te robe las joyas ocultas en la despensa, que se mofen de tus fotos tornadas a sepia, que te escupan en el souffle. Me cansa. Me harta. Me agobia. Aquí no pinto nada, quiero irme. Me voy a ir, de hecho. Lo tengo decidido. Sólo quería avisarte.
Huir. Qué bien suena, qué tentador, qué envidia, pero cómo, cuándo. Y por qué me lo cuentas a mí. Habla con tus hijos, Esmeralda, piénsalo bien.
Mis hijos son dos mentecatos. Mucha carrera, muy buenas notas, muy formales los dos, pero en el fondo se han pasado las normas que marcó su padre -discretamente, eso sí- por el forro de los cojones. No, no me mires así, yo también puedo decir tacos si quiero, qué te creías, ¿que no sabía?, ¿que si me pinchaba un dedo con la aguja al hacer petit point decía córcholis, caramba, jolines?, no hija, digo coño, mierda o joder como todo el mundo. Ramón se ha casado contigo, y eres policía, y muy trabajadora, muy mona y muy decente, pero nada que ver, para qué te lo voy a negar y no te sorprenderá que te lo diga, con la idea de princesita con clases de piano y estudios de francés que le buscaba su padre, con el título de adorno en un pasillo y una caterva de chicos malcriados con lazos y misa de doce los domingos. Y, para colmo, el primogénito ni siquiera estudió Medicina. Menos mal que no ha vivido lo suficiente como para ver que os habéis mudado al mismísimo Centro, casi en pleno Rastro, rodeados de quinquis, moros y prostitutas rumanas. A mí me da igual, cada uno que haga lo que quiera con su vida, yo no voy a deciros cómo vivirla y comprendo que el barrio de Los Jerónimos os parezca aburrido, que bien lo sé yo que para comprar una latita de foie de canard para cenar tengo que darme un paseo de dos kilómetros. Aquí sólo quedan ancianos y despachos de notarios, ya no hay niños, sólo viejos con bombonas de oxígeno tendidos en sus balcones como lagartos al sol y señoras de sesenta que pretenden aparentar treinta aunque hace décadas que se les retiró el período, señoras tan horribles como mis amigas, viudas cotillas que prefieren labios de silicona ahora que ya no los usan para besar, que le pagan un dineral a Miguel para que les devuelva una ficción de juventud imposible.
Otra buena pieza Miguel. El pequeño, el ojito derecho de mamá, y nos sale homosexual. O maricón, que para el caso es lo mismo. Si levantara la cabeza quien yo me sé… lo que me iba a reír. Y, además, es de los que lo dicen, de los que lo proclaman en alto, y se va a vivir a Chueca y transforma la clínica de su padre en un centro de cirugía estética. Y lo peor es que se forra. Y digo yo, que me parece muy bien todo, pero ya que es gay podía al menos ser conmigo simpático, frívolo, un poco loco, que es lo que se les presupone, ¿no? Pues parece una tumba. Serio, reconcentrado, siempre callado… completamente contradictorio. Es como una condena, yo sólo quería alegría y mis hijos no sé cómo serán de puertas afuera, pero desde luego alegres con su madre no son. Les pesa el recuerdo de su padre, que yo tengo que decir de cara a la galería que lo quise mucho y tal y cual, pero era un facha y un intransigente y en el fondo se merece esto, que para él sería un castigo, porque consideraría que sus hijos están «dilapidando su legado», ¿no es una ironía del destino?
Pero dime, si ellos pueden hacerlo, desperdiciar su educación católica, ignorar los dictados de su clase, escupir en la tumba de su padre y olvidar su legado de niños bien de derechas… ¿Por qué tengo que conservarlo yo? ¿Es que no basta con que estuviera atada a él toda mi juventud y parte de mi madurez, soportando sus desmanes sin rechistar, diciéndome hasta cómo debía vestir para no parecer «una indecente», que ahora tengo también que seguir atada a su casa, a su retrato en el salón, a sus viejas amistades que para mi desgracia aún no han pasado a mejor vida? Yo era casi una niña cuando le conocí, una adolescente atontada, cegata y enamorada de un hombre demasiados años mayor. Lo mío fue como un matrimonio de esos que amañan en la India, todo cosa de mi padre, que me lo metió por los ojos, un médico que promete tanto, un hombre tan serio, tan responsable, con tanto futuro…