Por eso quiero largarme. Me siento presa de una existencia que no es la que soñé y aún tengo tiempo de disfrutar lo que me queda por delante. Pensé que era una buena idea contártelo porque precisamente tú deberías entenderme, tú sí.
Y la entiendo, claro que la entiendo, por supuesto que la entiendo. Y cuanto más lo medito, ya en la calle, fuera de la penumbra del enorme piso con los tupidos cortinajes perennemente echados para no estropear los muebles antiquísimos, más comprendo sus ganas de hacer las maletas y huir. Esa casa es como un mausoleo, como la tumba de un faraón con su fiel concubina dentro, como una estatua en una plaza infestada de cagadas de palomas. Un monumento a la memoria de alguien que no existe, a unas normas que pesan como una losa sobre la que ya nadie esparce rosas y que sólo ella obedece.
Pues a la mierda, Esmeralda, haces muy bien, que le den por saco a tus hijos, los hombres son unos egoístas de campeonato. Se lo pasan de vicio comiendo en la calle con los dedos pero te obligan a ti a tener la cubertería de plata reluciente por si quieren pasarse un domingo muertos de hambre a gorronear tus manjares. Son todos iguales. Vete. Márchate y déjalos con un palmo de narices, que tienes derecho a vivir tu vida, que no eres la guardiana de su herencia, que aún te quedan deseos y ganas de algo que ni pueden darte ni impedir que consigas. Pero… ¿cuándo?, ¿y adónde?, ¿y qué quieres que haga yo?
Nada. Resulta que no quería absolutamente nada. O todo, depende de cómo se mire. Esmeralda Ortega-Trevijano, señora de Montero, descendiente de una rancia estirpe de damas andaluzas de las de puesta de largo y peineta en los toros y palco en el teatro pero sin plan alguno definido, ni siquiera fecha de partida ni lugar adonde ir, sólo quería de mí, lo que hay que ver, compartir el riesgo de la hazaña venidera, el peligro del terrible secreto, la emoción presentida del delito de su huida, el previsible disgusto, la ansiada liberación que estará por llegar.
Esmeralda se relamía con anticipo del susto que iba a dar a sus hijos igual que el ladrón que, sobre el duro catre, recuerda la pasta que dejó escondida a buen recaudo esperando para cuando salga y cantando sus proezas al fondo de una celda de paredes desconchadas, igual que el violador que augura su pecado mientras persigue mentalmente por la calle a una muchacha, igual que el timador que en un bar observa a los clientes y especula por su cara cuál de ellos será el primo. Y ante mí, con su collar de perlas y su sonrisa de nácar y sus pelos como un casco perfecto de oro y plata, achica los ojos, pone cara de conspiradora y junta su cabeza a la mía como una niña que cuenta un botín de cromos para sugerirme que mira, bonita, no hace falta que les digas nada, sólo que lo sepas, que estés avisada. Así, cuando yo decida por fin adónde ir, cuando me vaya, al menos alguien de la familia sospechará lo que pasa. Porque igual ellos se preocupan, se ponen nerviosos, igual piensan que me he fugado con un viudo del bingo o de la tertulia del club social… En fin, el caso es que tú lo sepas y así, antes de que cunda el pánico, puedas decirles lo que hay.
Anda, Esmeralda, vaya morro que le echas, ¿por qué no les dejas una cartita como todo el mundo? Si ya lo estoy viendo, al final voy a tener yo, con la que llevo encima, una crisis matrimonial del copón sólo porque a esta señora le ha dado por hacerse la Thelma o la Louise. Lo primero que me va a decir su hijo, que lo conozco como si yo también lo hubiera parido, es por qué si lo sabía no la he frenado o, en su defecto, no se lo he contado antes a él, y qué le voy a responder, Ramonciño, que sí y, además, me parecía muy bien, claro, mi madre y tú planeando su fuga, vaya par. Estoy seguro además de que has sido quien le ha metido la idea en la cabeza, como si lo viera. Pero mira, para inducir a alguien a vivir mágicas aventuras mejor convence a tu padre y a mi señora madre la dejas donde está, con su ganchillo y su amor por la Thermomix y las partidas de solitario los domingos por la tarde. Si es que siempre tienes que liarla.
Así que escúchame, Esmeralda, ¿por qué no desapareces sin más, sin testigos?, ¿qué necesidad hay de meterme a mí por el medio en esta historia? No, no es que tenga miedo, es que tu hijo me va a cortar el cuello, ya, ya sé que yo podría explicárselo a los dos mucho mejor que cualquier carta, pero es que te repito que me juego el cuello, si te comprendo, claro que te comprendo, no me cojas así de las manos como si esto fuera una cuestión de vida o muerte, que las dos sabemos que no lo es, venga, no te me pongas melodramática, me estás haciendo un chantaje emocional que ríete de los interrogatorios que hacemos en comisaría, Esmeralda, de verdad… Vale, bueno, lo que tú quieras, yo se lo digo, pero no me llores, va, si ya sé que tienes todo el derecho, claro que puedes confiar en mí, por supuesto que les diré lo que tú quieras, te doy mi palabra.
Total, que me ha liado. A estas damas de clase alta no tengo maldita la idea de dónde las enseñaron a hacer adeptos de ese modo, debió de salir de la Sección Femenina, imagino, el estás conmigo o contra mí, pero el caso es que estoy aquí, como si me acabaran de dar el timo, plantada en medio de la plaza de Neptuno y sólo se me ocurre meterme en el primer sitio que encuentre abierto a tomar algo que me despeje, a reflexionar y pensar qué le digo yo a Ramón, qué me invento, porque en cuanto llegue a casa lo primero que va a hacer es preguntarme qué quería su santa madre. Pero no, no vale cualquier cafetería, esto es una situación de crisis y exige por lo menos una napolitana de chocolate decente, y a la mierda las cartucheras, que mi suegra se lía la manta a la cabeza y se pira como el Dioni, qué fuerte. Y encamina sus pasos en busca de aquella pastelería tan prestigiosa donde siempre compramos el roscón de Reyes, esa que tiene mesas al fondo y es tan agradable.
Antes de entrar repara en la presencia ante la puerta de un mimo subido a un cajón pintado con purpurina dorada. Se ha disfrazado de policía municipal y tiene sobre su cabeza, encima de su gorra y en precario equilibrio, un gatito de poco más de dos meses, precioso, con rayas blancas, naranjas y amarillas y unos ojos verdes como dos esquirlas de cristal verde botella. Su vestimenta la completan una pistolita de juguete, unas esposas de plástico y una porra de cuero negro. El gatito tiembla, porque aún es pequeño y sopla el aire o porque está cagado de miedo con tanto coche y gente como pasa por la calle.
Clara rebusca en su bolso y el mimo, aunque en teoría no puede moverse, con una mano en alto como guardia que para el tráfico y silbato en la boca con el que soplar cada vez que le tiran una moneda, alza las cejas e hincha los carrillos en previsión de la pasta que le van a dar para cenar. Pero las monedas no llegan a materializarse ni a chocar contra las demás ni el garito va a tener que sobresaltarse por el ruido agudo, chirriante, del maldito pito, y los mofletes se desinflan y el ceño se frunce en una mueca de incomprensión porque lo que ha sacado del bolso y le planta ante las mismas narices es una placa bien hermosa de policía, de las de verdad, de las que te dan tras chuparte años de Academia.
El mimo, laxo de pronto, vencido por la rutina, pierde la postura y la compostura y, con los hombros hundidos, baja del cajón. Entonces Clara alza las manos y rescata de su gorra de plato sucia y casposa al pobre bicho. Lo acoge en sus brazos, lo acuna, le da algo de calor con el roce de su chaqueta y por fin, cuando el pobre ha acabado de lamerle un dedo, pregunta:
– ¿Cómo se llama?
– Panocha.
– No, tontolaba, cómo te llamas tú.
– Fito -responde temeroso-. Pero no he hecho nada, ¿eh? Estoy limpio.
– Eso decís todos. Pero mira, pasa una cosa, lo primero es que estás aquí en plena vía pública realizando una actividad ilegal -explica dándole palmaditas en el hombro con un tono que podría parecer cariñoso pero que tanto Fito como ella saben que es más bien amenazador o, cuanto menos, admonitorio-. Además, vas ataviado con un uniforme oficial, y existe una ordenanza muy clara sobre el uso por un particular de un uniforme de las fuerzas de seguridad del Estado, y resulta que yo podría detenerte si quisiera y llevarte a comisaría a pasar un par de noches a la sombra hasta que nos acordásemos de ti para preguntarte de dónde lo sacaste, porque no se te habrá ocurrido robárselo a un tablilla, ¿verdad? -y como ve que el mimo traga saliva nervioso, continúa-. Por último, y esto me jode especialmente, está el asunto del bicho que llevabas en la cabeza, y no me refiero a los piojos, sino a tu amigo Panocha.