»Y Matisse no va a salir de ahí dentro, que lo sepas.
»No, no intentes sacarla a la fuerza ni abrir una lata de comida para sobornarla, ya lo he probado todo. No va a salir aunque se muera de hambre, tiene un cabreo descomunal. Y no, no me mires así, ni es una diva ni una mimada ni una malacostumbrada. Es que tiene razón. Es que hasta la gata tiene más cabeza que tú, porque con su cerebro de cacahuete bien que se ha dado cuenta de que esta casa de mierda es demasiado pequeña para dos gatos. Pero no, tú que eres tan lista y lo tienes todo tan claro, tú que actúas siempre por impulsos y te dejas llevar por la emoción y no te paras a pensar en nada… Tú sabrás lo que haces. Y míralo, el gatito tan feliz y tan guarro lampando por todas las habitaciones y la nuestra dentro del armario. A ver, lista, a ver cómo lo arreglas.
»No, claro, la solución desagradable me tocará a mí, como siempre. Si trago porque, a qué negarlo, el minino me da pena y me tengo que comer el marrón de cuidar ahora a dos. Y pagar más vacunas, y comida, y luego castrarlo, que todo eso vale una pasta y, por cierto, seguro que tampoco te has parado a pensarlo, ¿a que no? Y si no trago y te obligo a devolverlo o a dárselo a quien sea, entonces soy un cerdo egoísta. Lo que soy es práctico y realista. ¿O no?
»Y digo yo que tendrá un nombre… ¿Panocha? ¿Qué mierda de nombre es ése? Claro, sólo a un mimo callejero podría ocurrírsele. ¿Y piensas dejárselo? Bueno, lo cierto es que le pega. Panocha. Un poco largo, pero es gracioso, y la verdad es que el bicho también lo es, lo reconozco, con ese hociquillo naranja, esas almohadillas rosadas, esos calcetines blancos… Si no fuera porque Matisse no sale del armario.
»¡Clara, que sigue sin salir! Y tampoco come. Tenemos un problema y te va a tocar pensar en algo ya. ¡Que esto no se puede aguantar!
– Buenas tardes, soy la subinspectora Deza. Quisiera ver a Esteban Olegar. Quedamos en que me pasaría por aquí a hablar con él y con la señora de la casa. ¿Podría avisarles, por favor? -pregunto con la mejor de mis sonrisas.
– Espere -ordena gélida la empleada de servicio que me ha abierto, un cruce entre muñeca de cera y Miss Danvers, el ama de llaves de Rebeca, mientras intento evitar que me arrebate lo que llevo entre mis manos.
– Esto, por el momento, prefiero quedármelo yo, si no le importa.
Y se marcha, creo que más molesta todavía, y me deja aquí plantada sin decirme que pase o que me siente o que va a avisar o lo que sea que deba hacer. Por si las moscas me quedo de pie, no vaya a ser que aparezca otro sirviente y me eche una regañina por sentarme, que no me extrañaría nada.
– ¿Agente Deza? -es Esteban, aunque no lo parece porque ni lleva camisa de rayas ni pantalones oscuros impecables ni zapatos color burdeos cegadores de tan lustrados ni peluco de medio kilo en la muñeca. Es, ahora mismo, tan normal como cualquier joven de su edad, con sus vaqueros usados, su camiseta blanca y su pelo alborotado aparentando lo que en realidad es: alguien extenuado y destrozado tras tener que enfrentarse con el cadáver de su padre-. ¿Qué se le ofrece? -pregunta sorprendido y con la guardia bajada, porque sonríe.
– Quedé en pasarme por aquí para ver a su madrastra y…
– Ah, ya -y entonces ensombrece el gesto y se vuelve frío, lacónico, despótico de nuevo, como un adolescente irritado porque no vienen a verle a él, como un niño mimado molesto porque no le prestan la suficiente atención, igual que mi gata, porque no es el protagonista en el cumpleaños de su hermano.
Estoy a punto de decirle que si es mal momento me voy, comprendo que se sienta incómodo, sólo aparecí porque es mejor hacerlo cuanto antes, no vaya a ser que con el ajetreo del entierro se olviden pequeños detalles, se mezclen las versiones de unos y de otros, se confundan los recuerdos. Pero no llego a abrir la boca porque una voz infantil surge de la penumbra del pasillo, una voz que chilla risueña como una herejía rompiendo el duelo de una casa sin amo, y una pequeña rubia, de pelo largo y camisón azul cielo aparece corriendo y se lanza sin mirar, como una falsa suicida convencida de que va a haber alguien bajo su ventana para sostenerla, a los brazos de Esteban. Una vez instalada en el cómodo refugio del regazo de su hermano, imagino que Alicia, la mediana, pues aparenta unos seis años, me mira como sólo las crías hiperprotegidas pueden hacerlo, no como los niños a los que sus padres avisan de que no se deben aceptar caramelos de extraños, no como los niños que llegan a casa con la nariz sangrando tras una pelea en el patio, no como los que siempre son los últimos en ser recogidos en la puerta del colegio porque hoy mamá también ha salido tarde del trabajo.
No, esta niña es como las princesas de los cuentos, es bella en la máxima acepción de la palabra. No linda ni mona ni graciosa, sino bella como una bailarina de Degas, como una muñequita de porcelana que nunca se ha roto y no han tenido que pegar, perfecta como sólo puede serlo quien no conoce el recelo, etérea como sólo se lo permitiría un hada que no concibe el pecado, altiva como las hijas del zar que no han hecho otra cosa en su vida más que mandar, insólita como la existencia de alguien que nunca ha tenido que suplicar, traídas y llevadas, peinadas y vestidas por sirvientes, adoradas como deidades por manos famélicas de belleza, por padres henchidos de riquezas. Esta niña no tiene miedo, y tal vez por eso me mire tan desnuda, tan directa, tan inocente.
– Soy Alicia. ¿Quién eres TÚ? -me pregunta muy seria.
– Clara -respondo incómoda por la fría disección de sus ojos de gacela serenos, inhumanos quizás, indiscretos como los de cualquier niño pero a la vez inquietantes. No recuerdo haber estado nunca ante un ser vivo tan perfecto y consciente de serlo a tan corta edad.
– Mi padre se ha muerto, ¿sabes? -dice tras unos segundos de intenso escrutinio. Yo me quedo muda, no tengo mucha maña con los críos, y menos con los tan asquerosamente seguros de sí mismos. No sé qué decirle. Ni idea.
– Vaya -balbuceo-, lo siento mucho.
– Mi madre llora, mi hermano está muy enfadado y, además, no sé quién me va a cepillar ahora el pelo por las noches -enumera con precisión-. ¿Qué tienes ahí? ¿Me has traído algo porque mi padre se ha muerto?
– Sí… -y me acerco, le enseño lo que ocupa mis manos y se lo tiendo casi con una reverencia, como si fuera una ofrenda a los dioses.
– Es un gatito con un lazo verde -constata-. ¿Cómo se llama?
– Panocha. ¿Te gusta?
Extiende una mano y lo acaricia con la punta de sus dedos de uñas diminutas y brillantes mientras éste dormita entre las mías y deja escapar un leve quejido, ni siquiera un ronroneo, y sus bigotes largos y blancos tiemblan con levedad. Ella se vuelve hacia Esteban, le mira fijamente y anuncia:
– Me lo voy a quedar. Dormirá en mi cuarto, en un cojín sobre mi cama, y le pondremos el cajón de arena en la terraza para que pueda salir cuando quiera.
– Tendrás que preguntar antes a tu madre y a tus hermanas -responde él, y me lanza con los ojos entrecerrados la típica mirada recriminatoria, porque cómo se me ocurre ofrecer tal caramelo de pelos y hocico naranja sin consultárselo.
– La decisión está tomada -responde resuelta.
– Tú lo que eres es una lianta y una egoísta. El gatito será para las tres.