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– Si me lo quedo, ¿puedo cambiarle el nombre? -me pregunta.

– Claro -respondo-. Es tuyo.

– Le llamaré como papá. Así no me olvidaré nunca de él. Ahora eres Julio César -le dice al gato, que acaba de despertarse y la enfoca con sus ojos verdes.

Sorprendida, me quedo callada intentando descifrar si la propuesta de la niña ha sido un acto sencillo y puro de amor o la crueldad más sincera. Su hermano, por el contrario, no parece inmutarse.

– Ali, ¿por qué no se lo enseñas a Amanda y a Amelia? -le dice bajándola al suelo, pero cuando ésta hace ademán de tomar a Panocha de mis manos, se lo impide-. No, cielo, no lo cojas todavía. Juana lo llevará primero a…

– No me creerá tan descortés como para traerle un gato lleno de pulgas, señor Olegar. Acabo de bañarlo y desparasitarlo en el veterinario.

– Y le ha puesto un lazo del mismo color que sus ojos -constata Alicia mientras aprieta el felino contra su pecho y se aleja descalza, sin dar siquiera las gracias por el obsequio ni decir adiós.

Esteban y yo nos quedamos solos. No suelta prenda. Mete las manos en los bolsillos y me hace gestos con la cabeza en dirección al final del pasillo. Creo que me está proponiendo que escuche, pero no se oye nada y tampoco sé qué espera que suceda. No tarda en llegar hasta mí lo que en un principio parece el murmullo lejano de una bandada de gorriones piando con frenesí, y comprendo finalmente que se trata de tres niñas pequeñas chillando, llorando y peleándose por el nuevo invitado. Alguien anteriormente conocido como Panocha.

– Ahí lo tiene -me dice con una sonrisa amarga-. ¿Ha oído hablar de una tal Pandora? Debe de ser antepasada suya.

– No me recrimine por haberlo traído -le suplico, y compongo ese remilgo de niña buena que con Ramón no falla casi nunca-. Sólo quería…

– Ganarse a las niñas con el gatito. Y lo que ha conseguido es provocar una guerra abierta entre mis hermanas y alterar la precaria paz de esta casa. Permítame que la felicite, prueba superada, ha creado la perfecta maniobra de despiste: no creo que su visita pueda trastornarnos ya más de lo que lo está haciendo esta catástrofe doméstica.

– Si yo le hablara de catástrofes domésticas… -confieso, en parte porque necesito desahogarme con alguien y también porque he decidido cambiar de método: como la sequedad y la intimidación no me funcionaron antes, tal vez ahora con una cierta sinceridad consiga algo-. En cuanto aparecí por casa con Panocha, mi gata se metió dentro de un armario y a estas horas aún estará pensando si salir o no, y no vea cómo se puso mi marido. ¿Le parece poco conflicto elegir entre una nueva mascota o salvar mi vida marital?

– No siga, no va a conseguir que me eche a llorar. ¿Qué tal si nos sentamos? -y me guía hacia una escalera de caracol de hierro situada al fondo de un inmenso salón. Asciendo tras él en silencio, como en peregrinación, y me topo con un estudio diáfano de al menos ochenta metros cuadrados, con su dormitorio y su cocina americana, totalmente acristalado en sus cuatro paredes, bañado a esta hora por el rojo del crepúsculo de una preciosa tarde de otoño.

– Vaya vistas -comento sin pretender ocultar mi admiración.

– Es un buen sitio para escaquearse, ¿le apetece un porro? -me pregunta, sentándose en un sillón de piel envejecida y abriendo una caja de latón oculta en el doble fondo de un cajón. Como le arqueo una ceja, me aclara-. Antes la tenía a la vista, sobre la mesa, pero Ali empezó a crecer y a hacer preguntas y…

– Con los niños toda precaución es poca, pero me extraña en usted, no le pega. No va con su estilo. Y además, no sé si se ha dado cuenta de que está consumiendo estupefacientes ante una agente de Policía.

– Qué miedo, ¿va a detenerme? -se burla para ridiculizarme-. Esto es para consumo propio, subinspectora, conozco mis derechos. Mi padre acaba de reventarse la cabeza y mi trabajo es muy estresante: qué quiere que le diga, necesito relajarme -afirma sin atisbo de justificación.

– Imaginé que lo haría de otro modo, jugando al golf, por ejemplo -o apaleando indigentes en los cajeros de los bancos, pienso, pero no se lo digo.

– Ni el mejor campo de golf da esta paz -sonríe, se estira, me ofrece una calada y, como la deniego, apura otra-. ¿Seguro que no quiere? Ah, ya entiendo, las buenas agentes no fuman cuando están de servicio. Y también sé lo que piensa, que lo propio en mí sería que estuviera hasta arriba de otras sustancias más fuertes para así cumplir con el tópico de los ejecutivos jóvenes ricos y ambiciosos. ¿Es eso? Ahora mismo está calculando que no encajo en la imagen que tenía de mí y se pregunta incluso, ya que vuelve a estar de moda la afición por el riesgo, por qué, si lo que busco es relajarme, no me meto directamente algo de caballo, como algunos de mis colegas de promoción. Lo que ocurre es que no soy estúpido, ni suicida, y me gusta controlar lo que digo y lo que hago, y eso sólo lo consigo con un buen porro y un buen polvo. ¿Follaría usted conmigo, agente? Considérelo una cuestión de caridad, un servicio a la ciudadanía. Vaya, ya veo que no. En fin, dispare, ¿qué quiere saber?

– Lo habitual -pregunto con toda calma, porque ésta ha sido la típica arenga de hombre al límite y barbaridades similares me las han dicho ya demasiadas veces-. Cómo se llevaba con su padre, si le notó diferente sus últimos días, si habían discutido, si tenía problemas personales o laborales…

Se incorpora, aproxima su cara a la de Clara, sentada enfrente, y recita:

– Me llevaba regular con mi padre, no le noté especialmente diferente antes de suicidarse, discutíamos siempre, se cortaría una mano antes de comentarme sus problemas personales y, en cuanto a los laborales, estoy seguro, es más, puedo afirmar que yo era el principal. ¿Me he olvidado de algo?

– Podía haber sido un poco más concreto.

– Ah, ya entiendo. Quiere los trapos sucios y las broncas retransmitidas con pelos y señales, como en los programas de prensa rosa.

– No hace falta tanto, gracias, con los motivos me basta.

– Teníamos diferentes modos de enfocar los negocios, eso es todo.

– Es decir, que trabajaban juntos y no se compenetraban, ¿me equivoco?

– Puede explicarlo así, pero no pasa de ser un eufemismo. La realidad era que yo trabajaba para él. Siempre a sus órdenes y con las manos atadas.

– Y eso le parecía mal.

– Sí, no le voy a engañar. Decía que aún estaba muy verde, que acababa de salir de la universidad y no tenía capacidad para tomar decisiones estratégicas.

– ¿Y la tiene?

– Por supuesto. No «acabo de salir de la universidad» como me decía, terminé mi licenciatura hace cinco años y desde entonces he completado mi formación siguiendo un plan que ambos habíamos trazado. He viajado al extranjero, perfeccioné idiomas y obtuve un título de posgrado en la mejor escuela de negocios de Estados Unidos, como él quería. ¿Y qué me dice al poco de regresar? Que tenemos puntos de vista diferentes sobre la gestión empresarial, que no lo ve claro, que cada uno defiende valores divergentes. Me quedé con cara de imbécil, plegándome a sus caprichos de amo y señor e intentando adaptarme en la empresa como he podido, pero siempre terminaba habiendo fricciones. Sí, sé lo que me va a preguntar: ¿era tan terrible nuestro enfrentamiento como para llevarle al suicidio? No. Aunque no se lo crea yo le quería, y sé que él a mí también, de modo que tendrá que buscar los motivos en otra parte.

– ¿Se le ocurre alguno? Acepto todo tipo de sugerencias.

– Pregúntele a su viuda, ella sabrá -y hace un gesto impreciso con la mano, señalando al aire, como diciendo que por ahí andará esperando para contarle sus penas y secretos de viuda desconsolada.

Clara duda, no conoce la casa y se pregunta si tendrá que buscar a la señora de Olegar ella sola. Podría esperar a que Esteban, dando por concluida la conversación, se dignase a levantarse y guiarla, pero éste, abstraído en su nube particular de humo y recuerdos, ni siquiera hace ademán de levantarse del sillón. Finalmente, se aleja sigilosa porque aquí ya no queda nada por rascar, y a saber dónde estará la viuda y cómo la encuentro.