Sin despedirse siquiera, no vaya a ser que se rompa su momento zen, desciende insegura por la escalera reflexionando sobre si al llegar abajo tendrá que dar dos palmadas para que venga la señorita Rottermeyer a guiarla, pero nada más poner un pie en la mullida alfombra persa ésta se presenta con su moño tirante y su expresión adusta y, sin mediar palabra, comienza a recorrer el pasillo. Clara interpreta que debe seguirla, qué remedio, y se deja llevar hacia otro inmenso salón donde predomina el color pastel repleto de confortables sofás sobre los que reposan, gatitas con la panza llena ahora laxas tras la disputa, las tres ninfas de Julio César. Juana se detiene junto a un escritorio y, como si fuera un chucho cualquiera, Clara entiende que ahí ha de esperar. Lo hace, y eso parece satisfacer a la gobernanta, porque asiente con la mandíbula firmemente apretada. Y así se quedan hasta que se digna a aparecer la señora de la casa, Mónica de Olegar, vestida con un impecable y vaporoso salto de cama en tonos rosados, luciendo la frondosa melena rubia y ondulada -igual de angelical que la de sus hijas- sobre sus hombros como un halo y una expresión de lo más ausente.
Otra que se ha fumado un canuto.
Pero no, en cuanto habla se hace evidente que domina a la perfección la situación y su papel de doliente esposa, de afligida viuda que tiende la mano lánguida para dejar que se la estrechen, que se deja caer sobre su butaca, que busca en su puño un pañuelito mil veces doblado y sobado pero no mojado por una sola, tristísima lágrima, que se preocupa muy mucho de que su maquillaje sea el adecuado, no demasiado fuerte pero tampoco deslavazado y que, además, se rodea de sus niñas como ensayado complemento de la exhibición de su dolor.
Clara no sabe qué decirle, es consciente de que la frase equivocada, en ese escenario tan estudiado, tan bien montado, rechinaría y daría al traste con sus deseos de sacarle lo máximo posible. ¿Qué sería mejor, un «le acompaño en el sentimiento» quizá?, ¿un «lamento su pérdida» mucho más sobrio y no tan manido?, ¿un simple «siento su dolor»?
– Siento mucho su dolor.
– Gracias -responde, metida de lleno en el personaje, y sus labios tiemblan sutilmente, su mirada se dirige a sus hijas, desperdigadas por los sofás, y finalmente se posa en mí-. Siéntese -me ruega-, la estaba esperando.
Y las dos lo hacemos, ella en su trono de regente, yo en el espacio reservado al público en general. Desde allí la contemplo. Quién es, me pregunto, ¿está interpretando un papel o de verdad es así?
– Señora de Olegar, quiero agradecerle que me reciba en estos moment…
– Mónica. Llámeme Mónica -me corta-. La que debe estarle agradecida soy yo por el regalo que ha traído a las nenas. Ha sido todo un detalle.
– O una molestia -sugiero, intentando buscar una cierta complicidad.
– Nada que las haga felices me molesta -afirma con rotundidad de madre admirable, madre coraje que vela por los suyos.
– Por supuesto -reconozco-. ¿Qué tal se encuentra? -me intereso-, ¿le parece buen momento que hablemos ahora? ¿Se siente con fuerzas?
– Podré soportarlo, lo importante es esclarecer la muerte de Julio -proclama con el arrojo de una reina de los mártires, espejo de justicia, sitial de sabiduría que se sacrifica por la verdad.
– Es usted muy valiente -le sonrío.
– Sólo una mujer resignada, debo contenerme por el bien de estas criaturas -reconoce, casa de oro de la resignación, consuelo de los afligidos, madre intacta, madre castísima del sacrificio, rosa mística del amor dulcísimo, puerta del cielo de la generosidad universal, estrella de la mañana pura como el cristal, reina de las familias que guarda a los suyos, que protege a los suyos, que reza por los suyos, que se desvela por los suyos y los guiará.
– Empecemos entonces -le propongo, porque ya empiezo a estar hasta las narices de tanto sacrificio y tanto cilicio-: ¿Recuerda algo extraño o poco habitual en el comportamiento de su marido los últimos meses?
– Julio estaba como siempre, aunque en caso contrario tampoco lo habría notado. Mi marido era un hombre callado, muy reservado, con un gran control de sus emociones. Si cualquier asunto le preocupaba no dejaba que alterase su rutina ni sus relaciones personales, por eso era muy difícil adivinar cuándo le pasaba algo. Decía que venía a casa para huir de sus problemas, no para volcarlos en nosotros.
– Me parece muy generoso -digo, por decir algo, porque realmente estoy pensando en la tremenda úlcera de estómago que encontrará Lola cuando abra al bendito-. Pero, si no se desahogaba aquí, ¿cómo, dónde lo hacía? Es imposible que un hombre con sus responsabilidades no tuviera alguna vía de escape.
– Era muy deportista -proclama con convencimiento, cualquiera diría que con devoción calculada-, acudía a diario al gimnasio, al mediodía, durante la pausa de la comida, y también iba un día a la semana a su club de squash, no perdonaba ni una sola sesión, y allí descargaba toda su tensión acumulada.
– ¿Y sólo hacía squash, no le gustaba también el tiro al blanco?
– No -sonríe ladina-, él odiaba las armas. Soy yo la que practica el tiro.
– Eso había oído, y tengo entendido que se le da muy bien.
– Sí, gracias -y realmente parece orgullosa de ello.
– No sé si Esteban le ha comentado que consideramos que lo más probable es que el arma que mató a su marido pertenezca a su colección -y miro con cautela a las niñas, desperdigadas como hadas de las flores por los brazos y respaldos de los sofás, rodeadas de cojines de colores suaves como pétalos, aunque a su madre no parece importarle que hablemos de esto ante ellas ni, la verdad, tampoco a éstas, serenas como náyades, como esfinges, como aprendices de sirena buceando entre cretonas y algodón.
– Sí, me lo ha dicho. Por supuesto que todas mis armas están a su disposición para que las contabilicen o analicen o lo que sea que hagan ustedes. Las guardamos bajo llave en una habitación fuera del alcance de extraños, pero él, como es lógico, tenía acceso.
– ¿No me ha dicho que Julio las aborrecía?
– Detestaba disparar contra cualquier ser vivo. Le ponía enfermo. Sin embargo, cuando era joven solía ayudar a su padre en las cacerías y ahora también solía limpiar y engrasar mis rifles. Decía que le relajaba.
– Julio y Esteban trabajaban juntos y mantenían grandes diferencias -cambio de tema dándome por satisfecha-. ¿Eso no afectaba a su convivencia?
Mónica duda antes de responder. Hemos llegado por fin al asunto espinoso, al punto de fricción en una vida tan perfecta, controlada y compartimentada. Papá y el primogénito tenían problemas. Papá y el heredero no se llevaban bien.
– En fin… -vacila y se muerde los labios antes de continuar-, su carácter siempre fue muy parecido: ambos son obcecados, con las ideas muy claras, independientes en extremo y, lo peor, aunque su mayor obsesión era mantener el control, los dos son terriblemente apasionados. Por eso, cuando Esteban regresó de sus cursos en el extranjero, con sus ideas innovadoras y sus nuevos planes de gestión, el choque fue inmediato y la convivencia diaria un suplicio, hasta tal punto que yo ya no sabía qué era peor, que se hablaran o que no lo hicieran, porque cualquiera de las dos situaciones era incómoda por igual. Con el tiempo aprendieron a convivir, no sólo con sus diferencias, sino entre ellos. No sé si Esteban le ha dicho que, desde la muerte de su madre, vivió prácticamente toda su adolescencia de internado en internado. En realidad ambos habían pasado poco tiempo juntos, pero se querían por encima de todo, y también a las niñas, de ahí que tanto uno como otro asumieran que no podían implicarlas en un clima tan hostil y se llegara a una solución digamos… salomónica: Esteban participa con nosotros en las comidas y celebraciones, pero se instaló en el estudio de arriba para mantener su intimidad. Y ambos se comprometieron a no discutir más que en un único lugar, su despacho, que las chiquillas llaman «la habitación de los gritos». Al salir de allí estaban obligados a abandonar cualquier hostilidad que empañara el ambiente de placidez de esta casa.