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– Qué gran idea -la alabo, porque la alabanza, ya se sabe, es la madre de toda esperanza, y yo espero sonsacarle todavía más-. Esa solución sólo puede haber surgido de una mente sensible e inteligente como la suya.

– Así es -reconoce con una sonrisa nada modesta-. Cuando se trata del equilibrio de mis niñas no me ando con contemplaciones.

– ¿Y por qué Esteban creció en internados? ¿Era un hijo problemático?

– ¿No se lo dijo? Bueno, no suele comentarlo, no es algo que le guste reconocer, las cosas que se les meten en la cabeza a los niños siempre son difíciles de reinterpretar después.

Él creyó que su padre le culpaba por la muerte de su madre y había decidido internarlo como castigo.

– No sabía que su madre hubiera fallecido. ¿Cómo murió?

– Se suicidó. En realidad Julio no le culpaba, cómo iba a hacerlo, más bien quería apartarlo del triste ambiente de esa casa.

– Ya entiendo por qué esta situación resulta tan dura para Esteban. La había vivido antes. Y, además, ahora ha tenido que reconocer el cadáver de su padre…

– La situación es dura para todos. Mis hijas también han perdido a un padre -responde inflexible.

– Pero la tienen a usted. Y a Esteban. Imagino que ahora será él quien se ocupe de llevar las riendas de sus empresas.

– Es muy bueno con ellas, muy cariñoso, aunque se ocupará sólo de su parte de la herencia. Mi marido dejó un albacea para nosotras, un amigo de la familia.

– ¿Puedo preguntarle de quién se trata?

– Su compañero de squash, Roberto Butragueño.

XIV

No se llega media hora tarde.

Tenía que haberse acostado temprano, o al menos no tan tarde, pero claro, a Ramón le dio como siempre por preguntar nada más aparecer ella por casa. Clara supo en cuanto le vio la cara que la cosa daría de sí, y vaya si dio, se acostaron a las mil y luego a ver quién se levanta a las siete.

La media hora tarde de siempre, esa media hora de más discutiendo porque él no lo puede evitar.

– Al final no me has dicho qué quería mi madre.

– Nada, hablar de cosas de mujeres. Lo que yo te decía, el climaterio.

– ¿Y para eso tanta movida?, ¿y por qué no llamó a mi hermano?

– Pero bueno -responde con cansancio, tirándose en el sofá y quitándose los zapatos uno contra otro-, ¿no eras tú el que decía que igual necesitaba comprensión femenina, hablar de mujer a mujer? Pues eso.

– Ya pero es que…

– Es que qué, a ver, en qué quedamos, quieres que estrechemos lazos o que nos tiremos de los pelos. Si no voy, porque no voy, y si voy, porque luego no entro en detalles. Dime tú qué necesitas que te cuente, si no hay nada que contar, la típica conversación de una madre que empieza a notar que ya no es lo que era y que se está haciendo mayor. ¿O esperas que te detalle cómo se le aja la piel, se la comen las canas y se le caen las tetas hasta la cintura?

– No, mejor déjalo -no falla, con semejantes argumentos era seguro que se echaría atrás. Por eso, reculando, va a la cocina, coge la regadera, la llena de agua, regresa y se la enchufa a las pobres plantas del salón, que no tienen culpa de nada ni merecen perecer inundadas. Da vueltas durante un rato a mi alrededor martirizando al ficus, al palmito, a los geranios de la ventana, a las gerberas del jarrón y, finalmente, vuelve al ataque-. Lo que no entiendo es cómo luego has podido tardar tanto. Te has tirado tres horas para colocar al pobre gatito.

– Anda, ahora es un pobre gatito y esta tarde era la reencarnación del demonio de Tasmania. A ver si te aclaras. Te dije que tenía que ir a esa casa para hacer unas cuantas preguntas. No sé si sabes que forma parte de mi trabajo. Tampoco es plan llegar, colocarles el gato, decirles: buenas tardes, ¿recuerdan algún otro intento de suicidio?, ¿ha matado usted a su padre o esposo? ¿No? Gracias por su tiempo, que pasen una feliz noche, y largarse por la puerta como si tal cosa.

– Sí, pero es que tres horas… Y tampoco me has dicho qué tal han recibido a Panocha, y luego está el tema de si es una familia responsable, porque si me dices que son sospechosos de asesinato, como para dejárselo en prenda.

– ¿Pero tú no querías que colocara el gato a toda costa porque Matisse no salía del armario? -y ya empieza a perder la paciencia-. Pues entonces para qué preguntas ahora, ¿o es que te remuerde la conciencia?

– No, pero tampoco era plan encasquetárselo al primero que pillaras.

– Frena, querido, que son gente forrada de pasta, con tres niñas angelicales, un hermano mayor responsable, una madre abnegada y un ejército de lacayos a su servicio. Al bicho no le va a faltar de nada, que entre todos lo vuelvan tarumba ya es otra historia.

– Pero ¿han matado a alguien o no? Tú decías que era un caso de suicidio.

– A saber. Es una familia muy rara. Son unos pijazos, unos niños bonitos.

– Ya salió, ya estamos con tu tema favorito: la pijofobia. Pero ¿se puede saber qué te han hecho a ti los pijos? Estás obsesionada, tiene que haberte pasado algo con ellos para que les tengas esta manía, a ti cualquiera te cae mal sólo por el hecho de ser rico. No eres objetiva, cada vez que te cruzas con alguien de clase alta te pones a despotricar, se te amarga el carácter y sólo hablas de lo mismo, de lo injusto que es, de sus privilegios, de sus…

– Mira quién fue a hablar, el que ponía a parir a Roberto Butragueño por su condición de heredero universal.

– Ésa es otra historia -salta a la defensiva-, me jode porque es un cara al que le han dado todo hecho en la vida.

– Como a los pijos.

– ¡Joder, Clara!

– Tú sí que no lo ves, tú sí que no eres objetivo, los defiendes porque eres uno de ellos, de los que mejor vestían de la clase, de los que tenían el jersey de marca cuando estaba de moda y ningún problema para conseguirlo porque te lo compraba mamá antes de que rabiaras. Siempre perteneciste a la élite, así que no fastidies, y menos dando la cara por gente que no conoces cuando soy yo quien escarba en sus cubos de basura. ¿Quieres saber cómo son?, ¿de verdad? El padre cogió una escopeta y se voló la mollera en el retrete de su garaje, el hijo mayor es de su primera esposa, que también se suicidó, y él se ha vuelto un facha, un conservador en miniatura luchando por hacerse con un imperio como Macbeth por un reino cuando, al fin y al cabo, no es más que un porrero que finge ser mayor de lo que es, a quien le gusta someter y demostrar una frialdad inusual porque la confunde con autodominio, con un modelo equivocado de hombre hecho a sí mismo que nunca llegará a ser, siempre con el espectro de su padre, el fundador, el que creó su fortuna de la nada, el inalcanzable ahora porque está muerto y deja tras de sí a un huérfano que no educó cargado de complejos y a tres crías que dan miedo, niñas serias, antinaturales, como damitas antiguas vestidas de meninas, con sus melenas rubias flotando en el aire como fantasmas, con una seguridad en sí mismas tan aplastante que parecen lolitas avejentadas, sin deseos porque todo lo poseen, sin risas porque, a su edad, ya se han reído todo lo que se tenían que reír, ya nada les hace ilusión ni anhelan nada, todo es susceptible de ser comprado, hasta Panocha. Se lo entregué a la mediana e inmediatamente tomó posesión exclusiva de su nuevo juguete, pero sus dos hermanas también se encapricharon y hubo bronca porque todas lo querían. Luego supe que en cuanto su niñera sugirió que fuera de las tres, éstas se desentendieron de inmediato del gato en cuestión. Para eso es mejor que no sea de ninguna, dijeron. Al final triunfó la solución menos salomónica: que cada una tuviera su propia mascota. A estas horas debe de haber un criado buscando en tiendas de animales para encontrar otros dos gatitos lo más parecidos posible a Panocha. ¿Te parece esto normal? ¿Hermanas que no saben jugar juntas, que prefieren perder un juguete a compartirlo? Me ponen los pelos de punta.