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– Lo haré, pero el que manda aquí soy yo, no lo olvides. Y, por cierto, que no se te ocurra dar otro paso más sin mí -amenaza-, no sea que pase como ayer, que te fuiste «sola» a hablar con los Olegar porque «te quedaba cerca».

– Descuida, no volverá a suceder.

Y sale de comisaría y hasta la vista, gordo, se despide del de la puerta con una sonrisa exultante que lo deja alelado a la par que mosqueado. Consulta su reloj porque todavía es temprano y parece que sí, que le va a dar tiempo a hacer una visita al despacho de Roberto Butragueño, que no es que le «quede cerca», es que se lo han puesto a huevo.

Los despachos de los abogados y demás profesionales liberales del barrio de Salamanca son como el Bernabeu: producen miedo escénico. De acuerdo, no caben cien mil aficionados berreando dispuestos a defender sus colores a muerte, pero tanta madera oscura, tanta alfombra de diez centímetros de grosor y tanto grabado de firma enmarcado acaban por poner a uno, o al menos a mí, de los nervios. Es como si estuviera en un mausoleo, y bastante saloncito fino llevo estos días entre Esmeralda y los Olegar como para sufrir éste ahora, sentada en esta sala de espera con un ¡Hola! en la mano, por tener algo, y cerca de media hora aguardando a que el señor Butragueño se digne a recibirme.

Es lo que pasa cuando se viene sin avisar por muy sub-inspectora que se sea, dijo su secretaria, que sí, existe, y no, no es un robot, o al menos no lo parece desde donde yo estoy aunque juraría que lleva más de dos minutos mirándome sin pestañear, y eso muy humano no es. Definitivamente empieza a agobiarme. Es como un cuervo con esos ojos sin párpados, pequeños y metálicos tras las gafas, tan metálicos como esa voz sin inflexiones ni matices. Si no fuera porque estamos en este insigne barrio diría que está fumada, y en horas de trabajo. Nadie puede permanecer inmóvil tanto rato sin respirar. Estoy por sacar la pistola y hacer como que le apunto, a ver si reacciona.

– ¿Subinspectora Deza? -pregunta como por ensalmo una voz de ultratumba, como si un ser superior hubiera estado leyéndome el pensamiento y, por ende, constatando mis impulsos asesinos-. Disculpe la espera, tenía asuntos que atender.

No puede ser otro más que Roberto Butragueño en persona, en la puerta de su despacho, con un traje gris marengo que le sienta como un guante y la mano tendida hacia mí en un gesto amistoso y profesional. Ahora me tocará hacer el paripé de que yo también estoy encantada de conocerle, y mientras se la estrecho no se me ocurre otra mentira menos ingeniosa que decirle:

– No, discúlpeme a mí, ha sido una impertinencia presentarme sin pedir cita.

– No se preocupe, sé que son avatares de su oficio -comenta mientras posa su mano huesuda en mi cintura y me «dirige» hacia el interior de su despacho-. ¿Qué tal si entramos y me cuenta qué desea hoy de mí?

– Sí, por favor -y compongo una mirada de admiración, como si me encandilaran sus maneras de abogado de lujo, y pienso que ahora comprendo el porqué de esa manía que le tiene Ramón, y es que Butragueño, a quien en un principio imaginé más o menos de su edad, debe de ser como mínimo una década mayor pero, al tiempo, sin duda más jovial. Se le ve, se le nota esa raíz de despreocupación que late bajo su ropa de marca y su pose de serio letrado. Una se da cuenta nada más verle de que, tras su expresión educada y cortés, su mente bulle maquinando la próxima estrategia de cara a la timba semanal, a cómo vencer las reticencias de la rubia de tetas de metal que le presentaron anoche en la sala vip de aquella disco de moda o cómo conseguir las entradas para el próximo Madrid-Barça que jamás, bajo ningún concepto, consentiría perderse. Disfruta de la vida, intenta parecer formal, dar una imagen de lo más profesional, justificar con sus maneras que sus excelentes credenciales son fruto de sus esfuerzos y no de sus apellidos, pero a mí no me engaña. Yo sí conozco a un fanático del trabajo, duermo a su lado, y no es como él. En las bolsas bajo los ojos está la diferencia.

Ya dentro compruebo que su despacho es si cabe más apabullante que la sala de espera y que aquí no necesita de la secretaria caracuervo porque un retrato de su padre, o de su abuelo, o sabe dios qué antepasado, hace las funciones de arma intimidatoria con su mirada protegida por unos quevedos que no empañan, ni en un lienzo ajado por el paso del tiempo, su brillo maquiavélico. Mientras yo miro, calibro y comparo el tamaño de su escritorio, su ordenador o su pluma con los de mi marido, Butragueño, convencido de que estoy abrumada ante su poderío, aprovecha para mirarme, calibrarme y compararme antes de pulsar un botón de su interfono y decirle a la pajarraca con voz melosa el típico Pili, cielo, ¿nos traes un café?, para después colgar sin esperar respuesta. No la necesita.

Es ahora, terminados ya los prolegómenos, cuando tomamos aire, nos observamos con curiosidad y uno de los dos, en este caso él, rompe el hielo:

– Y bien, ¿qué se le ofrece? ¿Es en relación con aquella mujer, Olvido?

– No. Se trata de la muerte ayer de otro de sus clientes, Julio César Olegar. De este fallecimiento supongo que sí estará al tanto -infiero con retintín.

– Por supuesto, una gran pérdida.

– Tengo entendido que es el albacea de sus hijas.

– Sí, tres niñas adorables -vale, lo sé, adorables, admirables y aspirantes a deidades, ¿es que nadie va a escapar del topicazo?

– Opino lo mismo, pero no acabo de entender por qué el señor Olegar acudió a usted cuando su hijo, Esteban, podría administrar perfectamente el capital de sus hermanas. Según tengo entendido es un joven muy preparado.

– ¿Es por eso por lo que ha venido? ¿Para interrogarme sobre la familia de Julio? -noto cómo traga saliva, éste esconde algo.

– Sí, pero también para saber por qué atrae tanto a los muertos. Hay tres cadáveres recientes sobre mi mesa y todos tenían algo que ver con usted.

– Le dije cuando llamó, y se lo vuelvo a repetir -y me enseña todos sus dientes en una mueca de lobo con colmillo retorcido que no puede ni quiere ocultar-, que no tengo nada que ver con ningún yonqui. Y respecto a los otros dos fallecidos, ha sido una coincidencia que fueran clientes míos.

– Pues qué mala suerte están teniendo, celebro que no me represente.

– No se preocupe, no podría pagar mis honorarios -menuda puya.

– Con Julio Olegar había también una relación de amistad, o al menos eso me ha contado su viuda.

– Veo que se mueve rápido.

– Es mi trabajo, señor Butragueño.

– Llámeme Roberto, por favor -me pide con una sonrisa blanca de conquistador nato que hace juego con sus elegantes canas plateadas y le dan ese toque de galán con solera y prestancia, de sibarita que disfruta de la vida y sabe sacarle todo el partido y bola extra a ser posible, y entiendo y no entiendo al mismo tiempo que Ramón no pueda soportar a este embaucador, a este encantador de serpientes, a este aprovechado que, a diferencia de Esteban Olegar, niño bien por herencia tanto como él, no pretende negar que nunca ha dado ni chapa y que, si puede evitarlo, nunca lo hará.

La diferencia entre ambos es evidente: Esteban, sin llegar a los treinta, ya es un adulto recalcitrante y amargado. Adusto, seco aunque bello, huidizo y provocador, disfruta espantando a todo aquel que pretende acercarse y se encierra en su ático de cristal, en su caja de porros, en sus ambiciones y en las ansias de quien no se siente realizado empeñado en demostrar que merece lo que tiene, que es digno del dinero que ha heredado aunque incapaz de disfrutarlo por algún medio que no sea artificial. Butragueño, en cambio, sólo busca deleitarse sin pensar si merece o no su fortuna, su apellido o el título nobiliario que debió de jugarse al póquer. Pero qué más da, de tez oscura, ojos risueños y perenne esfuerzo por velar en su rostro su natural mundano y obsceno, si se comporta con corrección, si se finge bueno, es por puro instinto de protección, para seguir gozando y que la gallina de los huevos de oro le dure todavía unos cuantos años.