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– Qué joya la criatura -concluyo asqueada-. ¿Puedo hacerle una pregunta más, sólo por curiosidad? ¿Qué hará con el dinero de las niñas?

– Invertirlo sabiamente para que, el día de mañana, puedan dilapidarlo como y con quien quieran. Siendo hijas de quien son, y me refiero a Mónica, estoy seguro de que lo harán. Con suerte alguna sabrá aprovecharlo en algo más que en abrigos de visón.

– Me ha sido de gran ayuda. Le estoy muy agradecida -reconozco, y de verdad, mientras empiezo a incorporarme.

– La acompaño a la puerta, señorita -propone galante, y vuelve a colocar su mano en mi cintura para guiarme. Definitivamente, ha llegado el momento de romper esta frágil burbuja de seducción.

– Señora, si no le importa -aclaro-. Señora de Ramón Montero.

– ¿Ramón Montero el abogado? -pregunta con asombro y, como se lo confirmo con un leve movimiento de cabeza, exclama-. ¡Quién me iba a decir que terminaría casándose con una agente de Policía!

– Ya ve. Hay abogados de gustos bien extraños.

*

Siempre me ha gustado el camposanto de La Almudena. Es enorme, caótico, abigarrado y, como decía el poema, seguramente hay una procesión de sombras de todos los que pasaron, los que todavía viven y los que ya murieron. Cuando estudiaba la carrera solía ir allí de vez en cuando a pasear. A veces llevaba la cámara y, si el día era húmedo, me recreaba sacando primeros planos de ángeles que lloraban lluvia en sus rostros de piedra. Alguna de esas fotografías todavía anda colgada por las paredes de mi casa y me divierte ver la reacción de quienes, tras admirarlas, se sorprenden y hasta esbozan una mueca de desagrado al enterarse de que no son bellas estatuas de un viaje por la Italia monumental sino túmulos funerarios de aquí al lado.

El cementerio de Tres Cantos, en cambio, me da repelús. Recomiendo su visita por aquello de ver algo ciertamente exótico, pero no me compraría allí una parcela ni muerta. Seguro que a las nuevas generaciones les encantará y les parecerá de lo más in. Todos esos chavales que con su gorra de béisbol fliparon viendo en el cine la enorme pradera llena de lápidas blancas de Arlington, campo lleno de huesos de honrosos militares todos ellos condecorados, cowboys con gorra de plato que la palmaron en misión heroica envueltos en la bandera de las barras y estrellas, muertos de sonrisa blanca con la cara de Gary Cooper o Tom Hanks o incluso John Wayne, lo pisarán emocionados, y es que es puro artificio yanqui: campos verdes eternos de un verde eterno que no se desvanece ni en invierno ni en verano, que debe de conseguirse tiñendo la hierba cuando menos, losas niveas tan telegráficas como someras durmiendo a ras de suelo en hileras y más hileras dibujadas a tiralíneas y perfectamente igualadas, fuentes rumorosas en plazoletas que se alternan en geométrico trazado, bancos para que los paseantes desavisados descansen con relajo entre las tumbas y, por si fuera poco, familias que llegan como de picnic y se sientan junto a la sepultura de la abuelita a leer el periódico un domingo o a hacerle simplemente compañía mientras la pobre señora cría malvas y añora, bajo tierra, que la dejen descansar en paz de una santa vez, porque qué es esto, nada más que la muerte, y no es ideal ni genial ni angelical, es una putada como un piano de grande, un paso irreversible que casi nadie quiere dar, y los cadáveres no están contentos, a ver si nos enteramos, y si no que se lo pregunten a Pedro Páramo.

Por eso aquí, durante los entierros a los que he tenido que venir de cuando en cuando, no puedo dejar de fijarme en las personas mayores, los educados en el temor a Dios y al Diablo y su cara de sorpresa y desubicación en este lugar tan moderno que no parece serio, una aberración de arquitectos futuristas que es cualquier cosa menos tranquilizadora y natural, algo sintético y sincrético, minimalista y estrafalario y, desde luego, insano, como estará pensando ese anciano que, frente a mí, al otro lado del ataúd del Culebra, me contempla y enarca las cejas como diciéndome hay que ver, lo que inventan ahora, sólo nos falta un cura de diseño, y sus ojos, expresivos y hasta risueños, parece que me hacen guiños y me impiden concentrarme en la arenga típica y tradicional de éste, un oficiante ad hoc que predica sin cesar las bondades del difunto, nuestro hermano Enrique, mientras yo me pregunto qué diría realmente si supiera que era de todo menos santo: yonqui, chivato y un ladronzuelo de lo más avispado que siempre estaba al quite. Pero para qué alterarlo más, mejor dejarlo estar y que piense lo que quiera en esta comunión de las almas excepcional, donde los cuatro gatos que somos intentamos despedir a un colega sin igual, al bendito Culebra que, por fin y en muchos años, descansará en paz.

Quién pagará su entierro, me pregunto, quién financia su viaje al otro lado en ese ataúd de nogal macizo, en este mausoleo privado y exclusivo. Quién, de todos los que aquí estamos, le quería tanto como para costear todos estos gastos a fondo perdido y, además, quién puede permitírselo. Miro a mi alrededor y calibro por su aspecto a todos los candidatos. Delante, el tío limpiabotas que, según creo, no es realmente su tío; a mi lado, un toxicómano de mediana edad muy perjudicado y con una muleta; dos putillas al fondo, demasiado vestidas de decentes como para serlo de verdad junto a una cincuentona de labios operados teñida de caoba haciendo pucheros que, ni aunque fuera mejor actriz de lo que es, habrían colado; frente a mí, al otro lado de la fosa, el anciano amable y picaruelo que antes me miraba, con bigote a lo Clark Gable, pañuelo en el bolsillo de la chaqueta y bastón en la temblorosa mano y, por último, el hombre de cara de gato que le acompaña, al parecer nada afectado por el sepelio y que tampoco deja de mirarme fijamente, con una intensidad que, en cambio, me molesta y me da, no sé por qué, una cierta inquietud, como una señal de mal agüero.

Curiosa corte de amigos para despedir con respeto este último naufragio, este punto final que alguien, y quisiera saber quién, se ha molestado en costear.

*

Regreso a comisaría a la hora de comer. Muchas sillas vacías, ningún recado para mí y el hambre desatada que siempre me entra al volver de un entierro. Leí por ahí que es un mecanismo de defensa para matar el miedo a estar muerto. Comemos, luego estamos vivos. Completamente de acuerdo, pero qué hago, ¿me da tiempo a ir a casa?, ¿pido una pizza?, ¿me dejo arrastrar por la gula hasta el bar de al lado o aprovecho el silencio reinante para hacer alguna llamadita a la lista de Olvido sin la molestia que siempre son mis compañeros soltando berridos?

Me queda por llamar, del grupo familiar, al «Primo» y al «Padrino».

Pues vamos allá, Clara. Échale lo que hay que tener. Respira hondo y marca.

Pero al cabo de unos segundos de espera sucesiva para cada uno de los números, ambos dan la misma señaclass="underline" fuera de cobertura.

Vaya mierda, y ahora qué. A seguir con la lista, imagino, aunque vuelvo a lo de siempre, por dónde tiro, y se pone a repasarla hasta que sus ojos, entrecerrados como cuando hace crucigramas, con el capuchón del boli mordisqueado bailando entre sus incisivos, comienzan a atar cabos y sospechar, a reparar en las extrañas claves con que Olvido definía a sus clientes, a verlas por el lado oscuro, por el lado de la desconfianza y, ya lo decía mi madre, piensa mal y acertarás. Por eso y decidida, sin sopesar qué va a decir ni a quién se puede encontrar al otro lado, marca el número del móvil que corresponde al «Letrado Insaciable» e, impaciente, espera.