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– ¿Sí? ¿Dígame?

– Buenas tardes -balbucea, aún perpleja porque no acaba de creerse que quien responde al otro lado sea verdaderamente quien parece ser.

– ¿Clara?, ¿subinspectora Deza? ¿Se le ha olvidado algo en mi despacho? ¿Y cómo tiene mi móvil?, ¿se lo ha dado Pilar?

– La verdad es que no, señor Butragueño. Para ser sincera le estoy llamando por pura casualidad. ¿A que no sabe de dónde lo he sacado?

– Ilústreme, señora Deza, y rapidito, por favor, ya es demasiado el tiempo que le estoy dedicando -y su voz se vuelve desconfiada al otro lado.

– ¿Se acuerda de esa clienta suya, Olvido, con la que tenía una relación exclusivamente profesional? -hago una pausa retórica que él, mosqueado como parece estar, no se molesta en aprovechar para responder-. Resulta que, a la luz de mis indagaciones, era algo más personal de lo que me aseguró, porque ella grabó en la memoria de su teléfono una lista con los números de sus clientes más habituales y éste al que llamo es, vaya por dios, uno de ellos.

– Qué puedo decirle… -suspira, y parece que se rinde al otro lado del hilo.

– Le ruego que no me repita una vez más que está consternado. Aplíquese la misma sinceridad que empleó para hablarme de los trapos sucios de la familia Olegar y acláreme si hay algo de verdad en lo que me contó sobre Olvido.

– Todo es verdad. Puedo ser un putero, pero no un mentiroso.

– Bonitas palabras en boca de un abogado.

– Lo soy, pero nada de lo que le conté era mentira. Conocí a Olvido a raíz de la partición de una herencia y después, insisto: después, supe a qué se dedicaba cuando el amigo que me la presentó me confesó que era asiduo cliente suyo.

– ¿Y hará el favor de decirme quién es ese cliente?

– Lo siento, pero no. Puedo hablar de mí porque soy responsable de mis actos y no tengo nada que esconder, y puedo hablar de ella porque está muerta y todo le afectará ya muy poco, sin embargo no me obligará a hablar de los demás. Seré un vividor, pero aún me queda algo de honor.

– Respeto su postura. Eso sí, espero que, según su propia escala de valores, no tenga inconveniente en describirme su relación personal con Olvido.

– ¿Y si no me da la gana de responder a eso? Sabrá que puedo acogerme a ese derecho, no tengo que recordárselo -saca su lado chulesco.

– Haré algo muchísimo peor que obligarle a declarar ante un juez: le pasaré esta información a todas las agencias de paparazzi. Lo mismo hasta consigue una portada y así se iguala a Mónica Olegar.

– Es usted despiadada, ¿lo sabe su marido? -pero no me duele el comentario porque intuyo, sé, que he conseguido mi objetivo y me relatará todo lo que quiero saber sobre Olvido y él y su relación privada-. En realidad no hay mucho que contar, durante nuestro contacto estrictamente laboral la observé con atención y me complacieron sus maneras, su clase, su distinción. Mi amigo hablaba maravillas y pude comprobar que era toda discreción. De ahí a pedirle una cita medió sólo un paso. Me trató con exquisita educación, en su apartamento, excepcionalmente bien, pagué más de lo que cobraba, que no era poco, porque merecía el aumento, y repetí. Era una mujer extraordinaria, en todos los aspectos. Para mí fue como un bálsamo, además de placer proporcionaba paz, tranquilidad y, sobre todo, comprensión. Podía hablar con ella, sentía la necesidad de volver a verla cada cierto tiempo, sin importar su tarifa y no más de una vez al mes dado lo solicitada que estaba. Créame, he sentido en lo más profundo su muerte y no hay nada que pueda añadir: jamás hablaba de su vida privada, con nadie, y yo no sé más que lo que pude averiguar tras gestionar el legado de su madre.

– Gracias de nuevo por su sinceridad, señor Butragueño.

– Haga su trabajo y averigüe qué le pasó, con eso me doy por satisfecho.

– Haré todo lo que esté en mis manos, le doy mi palabra. Y quede tranquilo, puede contar con mi silencio.

– Me importa un pito el silencio, pregunte a su marido y verá qué fama tengo -se ríe con desdén y algo de dolor, puedo notarlo-. No olvide darle recuerdos de mi parte. No tenía muy buen concepto de él, pensaba que era un muermo, un apagado, pero ahora que la conozco mi punto de vista ha cambiado. Dígale que hace falta tener un par para casarse con usted.

Qué fuerte, piensa. Y casi se sorprende de la facilidad con que lo ha conseguido. Cuando se lo cuente a Ramón no se lo va a creer.

O sí, por qué no, él mismo lo ha dicho: que es un putero lo sabe toda la profesión. Y, contenta, decide anotar en su lista de nombres en clave las verdaderas identidades que poco a poco va despejando, de momento sólo tres de casi treinta, pero tampoco está mal, acabo de empezar, y esta novela que me estoy montando cada vez más está dejando de ser puro invento para convertirse en realidad, en crónica certera, en verídica certeza. Ahora sólo queda insistir con los dos que estaban fuera de cobertura y, de pronto, se desconcierta al ver llegar a un agente que baja a avisarla de que hay una mujer fuera, en doble fila, que pregunta por ella. Extrañada sale preguntándose qué puede pasar y se encuentra a Zafrilla sentada en su coche con cara de impaciencia.

– Aún no sé nada del Bebé -la ataja Clara antes de que se eche a reclamar su pago-. He puesto a París a tiempo completo en el tema, pero tampoco es para que te plantes aquí como una manifestante en huelga, ¿no ha pasado ni medio día y ya te impacientas? Y a todo esto, ¿por qué no has entrado?

– Ni de coña, sólo falta que tus compañeros se pongan a aullarme para espantármelo -rechaza-. ¿Cómo sabes que te iba a preguntar por él?

– Primero: soy policía. Segundo: te conozco desde hace demasiado tiempo. Y tercero: ¿estás segura de lo que estás haciendo? Al final te arrepentirás. Es un liante, un trepa recién salido del barrio, un dandy del extrarradio que se pirra por encandilar a las damas, que picotea de fiesta en fiesta, de cama en cama.

– No seas agorera. Es cierto que quería saber cómo iba la cosa, pero esta vez te has pasado de lista y me arrepiento de haber venido hasta aquí, además de a preguntar por «lo mío», a traerte personalmente noticias frescas de tus casos.

– A ver, Laura, qué tienes -exige acodándose en su ventanilla.

– Primero: un cabreo descomunal porque crees que soy tonta. Segundo: un cabreo descomunal porque piensas que no sé defenderme sola. Y tercero: la identidad de la huella parcial en la medalla del Culebra -y se embarca en uno de esos silencios que tanto odio para mirarme con esa cara suya de lista de la clase-. Qué, ¿soy o no tan petarda?

– Primero: eres una completa petarda. Segundo: el Bebé tiene novia por mucho que se empeñe en llamarla «vieja amiga». Y tercero: dime de quién es la huella, anda, que me estoy poniendo negra.

– Antes quiero que te quede muy claro que no tengo quince años y que sólo busco una aventura corta y pasármelo bien en la cama. Y ahora agárrate, Clarita, la huella pertenece a la prostituta muerta.

– No lo entiendo, ¿cómo no lo visteis antes?

– París estaba tan seguro de que sólo podía ser de un hombre que no se me ocurrió de entrada comprobar esta alternativa. La verdad es que parecía una huella un poco ancha para ser de mujer, por eso, hasta que no me fijé en la similitud que había con las que encontré en su apartamento, no lo vi claro. Mira qué tontería, podía haber empezado por ahí, aunque a veces no se trata de tener con qué comparar, sino de caer en la cuenta.

– Vale, te debo una. Y te prometo que desde ahora seré más buena todavía.

– No te lo crees ni tú -pero relaja el gesto-. Llámame pronto con noticias.

Y me guiña un ojo, arranca y se va dejándome feliz en medio de la calle, con una sonrisa de tonta en la cara de la que se ríe con sorna el gilipollas de la puerta que, al entrar, me susurra un dile a tu amiga que no mordemos y, acordándome de su madre y de por qué no abortaría a su debido momento, vuelvo a mi mesa y me doy cuenta de que estoy sola y no tengo con quién celebrar el hallazgo. Piensa en telefonear a Ramón pero pronto descarta la idea, estará ocupado, y además, sigue cabreado por culpa de la bronca sobre los pijos y Matisse, que sigue sin salir del armario y ya estoy por llamar a la Asociación de Gays y Lesbianas a ver si la convencen. Ayer mi maridito no me habló en toda la noche, ni hoy durante el desayuno, ni tampoco me ha llamado esta mañana. Cabezón. A veces desearía que todo se acabara, no sentirme tan endeble en su presencia, esta sensación de deuda perpetua porque él sea el único que me defiende y de indefensión absoluta a la vez ante él, que puede hacerme todo el daño que quiera, que ni se da cuenta de que soy vulnerable y de que es quien más me lastima, de lo cruel que está siendo al hacerme sufrir con su silencio empecinado de idiota estúpido imbécil a quien no pienso llamar jamás, nunca, se acabó esto de dejarse machacar, se acabaron los días de bocas cerradas como castigo. Hoy no aparezco por casa a cenar, decidido, me voy al cine sola, no le aviso, no le dejo la cena hecha y que se pregunte dónde estoy y por qué no he llamado. ¿No quiere silencio? Pues lo va a tener con todas las consecuencias. He decidido empezar a plantarle cara. Y punto.