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– A las seis.

– Te han jodido bien, eso te pasa por llegar tarde al reparto de turnos. Pues nada, sé buena y acuéstate pronto. Y olvídate de jugar esta noche.

– Mira quién fue a hablar. Mañana nos vemos.

– Vale. Y anímate, igual te toca el Día del Chapero.

Y cuelga con miedo a dar la vuelta y encontrarse a Ramón ahí otra vez, quizá dispuesto a embestir. Pero no. Lo oye trastear en la cocina y desde la puerta lo ve tostando pan y cortando queso. Él sabe que está allí, observándolo, pero no la mira, y ella se va al salón rodeada de maldiciones invisibles y nefastos augurios, emperrada en apuntalar el pesado muro de su silencio por lo menos hasta que se le caiga a él, al traidor, al egoísta, al culpable sobre la cabeza porque, vamos a ver, cualquiera que se ponga en mi lugar se daría cuenta de que no es para mosquearse así, de que la razón es mía, porque es de lo más lógico y comprensible que una llegue a su casa y se moleste al no hallar a su marido esperándola cuando había hecho planes para estar juntos, cuando sabía que ansiaba encontrarlo y lo necesitaba, su cuerpo para abrigarme, sus manos para recogerme, ¿o no? Y encima se hace el ofendido.

Era lo que faltaba, vaya, que él falle y que no puedas ni siquiera decírselo, que tengas que ponerle buena cara, como de quien está dispuesta a tragárselo todo y qué bien, qué bonito y aquí no ha pasado nada, mi amor.

Pero no, apareces tarde, me decepcionas, me defraudas, y tengo que demostrártelo, y me pongo a llamar por teléfono para huir de tus ojos, como cuando llamas tú a tu despacho y yo no te reprocho un exceso de celo profesional, y ahora que he colgado me das sin reproches lo que sea que me hayas traído, me pides disculpas, como debe ser, y punto final y final feliz, y cenamos tan tranquilos y a la cama como dos benditos. Como en las películas.

Pues no.

Le encanta joderme los planes, ni que lo hiciera aposta. Ahora que estoy dispuesta a proclamar la paz y no la guerra el niño se ha ido ofuscado a refugiarse en la cocina con el ceño fruncido, el orgullo herido, el amor propio picado y el genio animado y enardecido. Y no me habla ni me dice nada de si quiero o no cenar, ni me mira, ni parece percatarse de mi existencia.

Pues vaya, pues sí que estamos susceptibles, y yo que lo esperaba como agua de mayo, como la panacea que todo lo remedia, la cura para un lunes torcido que, está visto, ya que ha nacido malparido ahora no va a prosperar.

No viene. Estará cenando en la mesa de la cocina porque aquí venir, lo que se dice venir, no viene. Yo sola en el salón reconcomiéndome y él tan pancho en la otra punta de la casa poniéndose morado. Seguro.

Menuda mierda de vida en común, maldito invento la pareja cuando cada uno por su lado, cuando él allí y yo aquí plantada como un rosal, sin sedal, sola. Este camelo del amor sólo sirve para amargarte el alma y medio endulzarte la verdad de que estás en el fondo más sola que la una, algo a todas luces evidente que nos empeñamos en negar casándonos como imbéciles para que luego la convivencia de a dos te escupa a la cara que de dos nada, que uno y uno, no solos, solos no, pero mal acompañados. Si lo sé antes no me tiro de cabeza, porque qué sentido tiene.

Y se hunde poco a poco en pensamientos cada vez más negros, en solitarias aprensiones que la lastran y le comen la moral, en sus miedos y en sus penas cuando aparece Ramón cargado con una bandeja enorme y en silencio pone los cubiertos en la mesa baja frente a la tele y va y viene trayendo pan tostado, y provoleta, y paté a las finas hierbas, y agua para él y vino para ella, y de postre dos dulces de hojaldre que ha comprado en la pastelería, y dos servilletas engarzadas en servilleteros de diseño con forma de corazón y dos cuencos con aperitivos, uno con aceitunas para él, otro con banderillas para ella -que es que a él no le gustan las cebolletas-, y por último planta sendas copas, erguidas y preñadas, y se sienta.

Y Clara, aún con la cara de pena puesta, que lo ha mirado trajinar sin decir nada observa también ahora cómo, sentado de perfil, le hace un gesto con la cabeza («a comer») sin que ni una palabra se escape de su boca que mastica concentrada y con ganas.

Y comen callados, el silencio sobre ambos como un halo de paz si no fuera por el temor de ella, el pavor a que se prolongue demasiado, a que cuando quieran hablar ya no recuerden qué decirse. Pero no sabe romperlo y sigue mordisqueando maldiciéndose por su cabezonería, por su torpeza, por su egoísmo que acaba con todo, por su frialdad que la aísla del amor de los demás, que todo lo aleja, y le dan hasta ganas de llorar por ser tan pobre, tan tonta, tan rara y tan terca, y tan miedosa, y tan contradictoria, tan imperfecta.

– ¿Recuerdas aquella vez que fuimos a Granada? -dice él sin mirarla.

Ella asiente con la cabeza y Ramón, sin verla, sabe que ha asentido.

– Uno de aquellos días, en la cena, nos enfadamos por una tontería y dejamos de hablarnos, y así continuamos mientras íbamos hacia el hotel, y allí me puse a leer el periódico, y tú a ver la tele, y yo, al ver que no me hablabas, me eché a dormir y tú, como me acosté sin hablarte, te pasaste la noche en blanco pensando que lo nuestro hacía aguas, que no nos entendíamos, que no éramos capaces de comunicarnos… -suspira-. Al día siguiente, tras haber dormido la noche entera como un bebé pensando que tu enfurruñamiento, como el mío, había sido una tontería de la que ni nos acordaríamos al despertar, me levanto y te encuentro vestida, con unas ojeras hasta los pies, convencida de que no teníamos arreglo y de que todo había terminado y proponiéndome, muy razonable, eso sí, cancelar un viaje que ya no tenía sentido, y como el coche era mío y la reserva del hotel estaba a mi nombre, mejor sería que tú, con tus maletas que ya habías hecho, cogieras cuanto antes el primer tren de la mañana para volver a Madrid y que no tuviera que soportarte el resto del viaje. ¿Te acuerdas?

Clara, con un movimiento leve, vuelve a asentir.

Después de una pausa densa, eterna, Ramón habla de nuevo.

– Mira, no sé lo que te pasó hace años con ese otro hombre porque sólo has querido contarme retazos, y no acabo de comprender tampoco por qué te asustas tanto, por qué huyes de mí a la primera confrontación, al más mínimo roce renegando ya de nuestra relación, asumiendo que por una tontería se vaya a romper lo que tenemos. Si hubo otro que tardaba días en hablarte y te hacía dudar de su amor, yo no soy él. Y lo sabes, o deberías saberlo. Además -y ahora se lo toma a coña-, me sentiría muy culpable si hicieras nuevamente las maletas y te fueras a dormir al catre de las guardias. Porque, esto te lo aviso ya, por nada del mundo me voy yo a casa de mi madre, que es una pesada que no para de tocarme los huevos. De modo que, tal y como está el panorama, mejor empezamos a hablarnos ahora mismo o nos repartimos los gananciales. ¿Quieres un poco más de paté?

– Bueno…

– Voy a la cocina a buscarlo y de paso le doy a la gata las gracias por devolverte la lengua.

Quiero a este hombre.

Adoro a este hombre, yo a este hombre lo amo. Es un santo y yo una gilipollas que no sé cómo me aguanta, debería hacerle un monumento porque de ser él hace años que me tenía mandada a la mierda. Es un sol, un cielo, un amor, un golpe de buena suerte que se acerca sonriendo y se sienta junto a ella y la recuesta sobre su pecho, por fin, y le pregunta, por fin, qué tal el día.

– Malo, ¿no?

– Sí.

– ¿No te apetece hablar de eso?

– No.

Y mientras juguetea con su coleta, y le suelta la melena, y le acaricia el pelo, vuelve a preguntar.

– ¿En qué piensas?

– En palabras que terminen en ele.

– ¿Palabras como cuáles?

– Bestial, brutal, fantasmal…