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Y resuelta, haciéndose gestos de asentimiento, dándose la razón como las locas de los cartones que van por la calle envueltas en sus conversaciones imaginarias, inmersas en eternos monólogos con las mujeres que fueron en otra vida, decide que no necesita a nadie, que nadie la va a entender ni la va a felicitar ni la va a apoyar porque nadie valora realmente el verdadero mérito de su trabajo, la lucha que mantiene consigo misma y sus ganas de dejarlo y descansar por fin de los demás, que no la entienden, que no se enteran de nada, y se inclina sobre los eternos montones de pruebas que no decrecen y, por tener la mente ocupada, por hacer algo, elige de lo rescatado en la chabola del Culebra la diminuta agenda cutre de apenas veinte paginillas y decide ojearla, a ver qué apuntaba, se dice, y no tarda ni un segundo en comprender que es el típico recuento de las visitas de un camello con la exhaustiva anotación de cantidades, chutes y deudas canceladas. Sólo una única anotación personal destaca, el 27 de noviembre, con mayúsculas: CUMPLEAÑOS NENA.

Quién será esa «nena», se pregunta mientras apunta el dato en su mente y en su propia libreta de notas y se centra en la montaña de documentos requisados de la casa de Olvido, y ya que estamos con agendas vayamos a por la suya, de piel roja y sin duda más gruesa, llena de extrañas siglas escritas con esa peculiar caligrafía de íes como rayos y oes como conchas de caracol y sólo iniciales, cifras que no acaba de entender y sí, esto es lo que necesito, un buen jeroglífico para perderme en acertijos abstractos, en imposibles combinaciones, para no tener que pensar en problemas mucho más cercanos.

Se recuesta en su silla con los pies sobre su escritorio, da un trago corto a su sempiterna botellita con agua del grifo y, armada de paciencia, con ganas de dejar correr el tiempo, empieza a pasar hojas al tuntún hasta constatar que Olvido tenía citas previstas para los próximos dos meses. Y quién coño sería ese cliente que dio la alarma el pasado miércoles, se dice, que mira que le he dado vueltas y no consigo intuir nada y al final voy a tener que llamar a todos los nombres de la lista sabiendo que, de los que consiga hacer hablar, ninguno va a decir la verdad. Excepto Butragueño, claro. Cuando se lo cuente a Ramón se va a descojonar. Si algún día decido volver a dirigirle la palabra, claro.

«Letrado Insaciable», hay que ver, qué querría decir, ¿que era un superdotado del sexo?, ¿que echaba siete polvos en una tarde? No, si al final hasta va a tener méritos el tío. Y dejando correr la vista sobre las hojas mientras cavila, se topa con un «L.I.» marcado en letras grandes y lo mismo va a ser éste mi abogado, ¿no decía que solía visitarla una vez al mes? Y busca interesada más «L.I.» anotados en otros meses distintos y sí, complacida comprueba que, con una periodicidad de reloj suizo, el insigne Roberto Butragueño, descendiente de tan noble estirpe legal, solía quedar mensualmente con Olvido, su clienta más profesional. Clara resopla de pronto como una ciega sorprendida por la luz. Porque se le acaba de caer de golpe la venda de los ojos, porque ahí, en la agenda, debería de estar todo, porque si «Letrado Insaciable» es «L.I.» también tienen que estar los demás, y entonces ¿quién será el del miércoles 9 de octubre en que ella apareció muerta?

Pasa ahora las páginas una a una, fijándose bien y constatando que, en el rosario de iniciales, hay tres letras que se repiten todos los miércoles, incluido también el de la fecha fatídica: «S.H.C.». Quién es, se cuestiona mientras busca con prisa en su libreta la lista de nombres en clave que copió de la memoria del teléfono. Aquí está, no cabe duda: «Sencillo Hombre de Campo». Bingo. Era uno de los cuatro que marqué con un signo positivo, de los que tenían más posibilidades al haber sido bautizados con un alias de connotaciones amables.

Ahora sólo me queda llamar.

Nerviosa, inquieta por la emoción del inminente descubrimiento, marca los nueve dígitos y espera impaciente, molesta por cada nuevo tono que retarda el momento en que alguien descuelgue.

Pero al otro lado sólo hay silencio y, sin esperarlo, salta de pronto un mensaje grabado que dice con voz seria y cansada que ése es el móvil de Julio Olegar, si quiere dejar algún mensaje, espere a oír la señal. Gracias. Porque ahora no estoy, porque hoy es miércoles, porque le he dicho a todo el mundo que me voy al club a jugar al squash, porque no puedo más con esta vorágine de consejos de dirección, índices de Bolsa y broncas con Esteban sin cesar, con hijas que ya me pillan viejo para jugar y una mujer que nunca me va a enamorar. Porque lo que quiero es fugarme, escaquearme, rendirme al descanso reparador, al sueño que entra tras un polvo que te deja como nuevo, al sosiego de un apartamento coqueto al que ni una sola cita quiero faltar, porque en mi puta existencia de pobre rico no hago más que mentir para encontrar mi verdad, usar como tapadera a un buen amigo para que me dejen algo de libertad, escaparme de mis deberes cotidianos para reponer fuerzas y volver de nuevo a la carga esperando como un loco que pase la semana hasta regresar otro miércoles más a sus manos, a sus piernas, dormir abrazado a su vientre con los dedos enredados en el vello de su pubis, en la cama que es mi paraíso, en la bañera donde chapoteamos como niños y donde me ducharé para que nadie huela su rastro en mi piel, con la raqueta en su funda llena de telarañas mientras yo desenredo la maraña de ruina en que se ha convertido mi vida.

Clara agarra su botellita como si fuera un turista recién salido de un desierto en el que ha permanecido perdido un siglo entero. Quiere respirar a bocanadas, empaparse de agua para que chorree por su cuello y danzar en círculos como los indios, aullando, gritando, celebrando su descubrimiento porque ahora entiende el dato que le llamó la atención en el relato de los hechos, porque ahora comprende por qué don Julio Olegar iba a mediodía al gimnasio y luego por la tarde al club y eso no tenía sentido, deporte dos veces en un día no a menos que una de esas veces fuera mentira, más bien deporte antes de presentarse a media tarde en el apartamento de Olvido para desgastarse mucho más, para liberar las tensiones de hombre en celo que no aguanta ya, pero entonces suena su teléfono, odioso, inagotable, perpetuo como una condena en el infierno, incansable como un ligón achispado, detestable como su aliento de vino en tu cara diciéndote piropos prestados, y se obliga a bajar de su nube de humo apache y cogerlo.

– Buenas tardes, he recibido una llamada de su número -es una voz de hombre mayor-. ¿Qué deseaba de mí?