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– Disculpe, ¿podría decirme cuál es su nombre? -a que ya la he liado.

– Vitorio Grandal -responde tajante-, y usted debería saberlo, porque no hace ni media hora que me llamó. Lo único que he hecho ha sido limitarme a pulsar el botón de rellamada.

La leche. El pez gordo. Y qué le digo si éste, bien lo sé yo, seguro que es el «Padrino».

– Yo soy Clara Deza -responde sin pensar, como impelida por una fuerza que la obliga a revelarse, como cuando el sargento instructor daba voces en la academia y todos respondían a una ¡señor, sí, señor!, como un acto reflejo que se hace sin pensar en su sentido, como los chuchos con los que experimentaba y torturaba Pavlov detrás de su azucarillo.

– Ya lo sé, y celebro que me haya llamado -comenta, insólito caso, la mar de amistoso-. Estaba a punto de comunicarme con usted.

– ¿Conmigo? ¿Por qué?

– Quería darle las gracias. Ha sido un gran detalle. Se nota que es una persona sensible y considerada.

Dios mío, ¿qué he hecho yo? Disimula, disimula, di-si-mu-la.

– Lo siento, pero no tengo ni idea de a qué se refiere -confiesa sin obedecer a sus propias consignas.

– Y además, humilde -añade-. Me cae bien. Pues verá, ayer envié a uno de mis hombres de confianza a recuperar en el Instituto Anatómico el cuerpo de una persona muy querida, casi un hijo. Al volver me informó de que alguien se había preocupado en buscar un traje con que darle sepultura. Usted, que pensó en proporcionarle un final digno aun cuando ni siquiera sabía si Enrique iría a parar a una fosa común. Le estoy muy agradecido y me gustaría conocerla en persona para demostrarle todo mi aprecio por sus desvelos hacia nuestro querido amigo.

– Yo también le apreciaba, pero no quisiera molestarle. -Insisto.

– Mire -y duda antes de hablar-, ¿usted sabe en qué trabajo?

Oigo su cascada risita al fondo, muy al fondo del hilo telefónico, lejísimos, como en las profundidades de un abismo donde dio la vuelta el aire.

– Por supuesto, sé quién es y dónde trabaja. Usted también sabrá, espero, que soy un venerable empresario sin nada que ocultar -ironiza-. Qué me dice, ¿acepta venir mañana? No me diga que no le pica la curiosidad.

– Allí estaré.

– A las once. Seguro que conoce mi dirección. Ha sido un placer hablar con usted.

La que acabo de liar.

Cómo le explico yo esto a Carahuevo.

XV

– ¡Noooo, por favor! ¡No me mates!

– Ahora verás, maldita zorra: ¡vas a morir ahogada!

– Soy inocente, ¡¡¡lo juro!!! -continúa suplicando ella.

– Eso ya lo comprobaremos después -se burla él.

– Piedad, por favor, no quiero morir. ¡QUE ALGUIEN ME AYUDE!

– Nadie te va a ayudar, furcia, no tienes escapatoria. ¡Jua, jua, jua, jua! -y con una mano la hunde, la sumerge no sin cierto esfuerzo y espera, con inusual sangre fría, a que transcurran los segundos suficientes observando cómo emergen a la superficie las burbujas de aire que indican que a la víctima se le está acabando el oxígeno y la vida mientras se la oye jadear.

– Glub, glub, glub…

– Nam, ñam, ñam. Qué buena estaba la jodía -afirma, con las miguillas de la pobre galleta maría que acaba de ahogar en un tazón de leche aún en la comisura de la boca, mientras yo le miro asombrada imaginando qué espectáculo no sería capaz de montar si tuviera que exprimir una naranja-. Se acabó lo que se daba. Esta maldita ha muerto. A por otra.

– Ya veo, ya -digo, por decir algo.

– Están riquísimas -proclama con evidente satisfacción el asesino galletero y, contra lo que pudiera parecer, no se trata ni mucho menos de un niño de seis años aprendiz de titiritero. Es un adulto bien hermoso y con unas evidentes entradas en las sienes que me mira, con sus ojos de gato y esa cara triangular como de Nat King Cole blanco que ya conozco, pues ayer mismo lo vi frente a mí con una tumba de por medio en el entierro de nuestro querido Culebra. Yo iba sola y él acompañaba a un vejete y ahora, cosas de la vida, estamos de nuevo frente a frente, pero esta vez es una mesa de cristal la que nos separa en el comedor de la excelsa mansión de Vito que, quién lo diría, por dentro no tiene nada de hortera sino influencias de estilo colonial y arte africano, con maderas nobles por todas partes y unas plantas enormes, tropicales o directamente selváticas situadas ante los grandiosos ventanales que dan al jardín y, tras él, a la verja y a sus gorilas y algo más allá a la furgoneta camuflada de mis compañeros, que se quedaron flipados cuando me vieron llegar a deshora conduciendo mi propio coche hasta detenerme ante al portón de entrada donde, tras dar mi nombre, me dejaron pasar sin problema. Los vi por el retrovisor: Javier el Bebé con la boca abierta y Nacho, mi Nacho, componiendo un gesto de cabreo que pasará a los anales de nuestra historia común. Pero qué se le va a hacer, órdenes son órdenes y ellos entraron tan temprano de guardia que se perdieron la reunión de primera hora donde se decidió, tras mucho deliberar por parte de Santi y el jefe Bores, mucho rezongar de París y mucho sudar el cráneo pelado de Carahuevo, que sí, mejor será que vaya, agente Deza, a fin de cuentas es una oportunidad única para acceder a la morada de ese mafioso e intentar averiguar algo desde dentro. Pero pinchada, añade Bores, para que todos podamos escuchar desde aquí qué le cuenta Vito, y sin ponerte en peligro ni arriesgar más de lo que te dicte ese sentido común tan escaso que tienes, advierte Santi, y menos olvidarte que la tuya es una misión que las circunstancias han propiciado, sin que se te ocurra actuar por tu cuenta ni decir ninguna tontería de las tuyas, que nos conocemos, que el que decide aquí soy yo, que para algo soy el experto y tu superior, remacha París, mucho más preocupado por dejar claro ante los jefes su posición de prevalencia que por cualquier avatar que pudiera sucederme y sí, por supuesto, admirados superiores, todos tenéis ideas sobre cómo debo actuar, todos os mostráis partidarios de que lleve un micrófono para oír lo que se dice, no perder ni un suspiro de la conversación, ni una coma de lo que declare Vito. Qué gran plan, qué idea más cojonuda, una dando la cara y los demás a salvo y bien a cubierto oímos cómo la cachean los gorilas, cómo encuentran el micrófono, cómo le parten las piernas, cómo la tiran al foso de los cocodrilos… Tampoco hay que ponerse así, Clarita, y se vuelven ahora zalameros para convencerme, ¿no decías que en la conversación hubo tan buen rollo con él? ¿Cómo van a registrarte si eres su invitada? Un señor tan educado no creo que cometa semejante falta de respeto.

Sí, educado sí, pero gilipollas no. Y en cuanto a mí, seré policía, pero no suicida. Y si tan claro tenéis que debo ir cableada, ¿por qué no me acompaña alguno de vosotros? Ah, ya, que lo haríais, pero es que eres tú la que ha hablado con él, es que sólo te ha convocado a ti… Venga, compañera, suerte y al toro.

Finalmente, algo más atrás de la furgoneta de Nacho y el Bebé, estaciona otro coche nuestro con los cristales tintados desde donde me cubrirán, espero, si surge algún problema, que no me fío mucho yo sabiendo como sé que tienen la mente en otras cosas, en aspiraciones más altas como colgarse medallas o salir en telediarios que en velarme las espaldas mientras yo espero a que Vito despache sus asuntos matutinos y se digne en bajar y concederme audiencia. Ese Vito que no acabo de imaginar, en esta casa de locos, con guardaespaldas en la puerta que hacen casting de fulanas día sí día también y este curioso monstruo de las galletas que desayuna tan ancho apenas veinticuatro horas después de habérmelo cruzado en un entierro.

– Hay que ver qué casualidad -suelto, por tirarle de la lengua sin que se note demasiado-, ayer en el entierro de Enrique y hoy… ¡aquí estamos!

Pero o es muy tonto o muy listo, yo diría que lo segundo, porque permanece mudo, abstraído en el remolino que él mismo provoca con la cucharilla furiosa en el tazón, y parecería que ni ha llegado a oírme si no fuera porque levanta sus verdes, sus inquietantes ojos de gato hacia mí por un segundo.