– Y tú ¿a qué te dedicas? -sigo preguntando, inasequible al desaliento.
– Psch, esto y lo otro -responde encogiéndose de hombros con una mueca que parece ladeada aunque es, ciertamente, más bien ladina.
– Ahhhh -finjo un desmedido interés destinado a conseguir que se explaye. Pero nada, no hay manera. Contemplo cómo da un trago largo y después le veo relamerse, igualito que Matisse, el bigote blanco que ha dejado la leche sobre su labio y, al borde mismo de la desesperación, decido que quizá sea bueno estimularle con alguna afirmación destemplada o directamente kamikaze que aniquile sus reservas-. Pues yo soy policía -suelto con la misma desfachatez que si confesara ser callista o charcutera, y me alegro por dentro de que el micro que llevo puesto sea tan rudimentario y poco interactivo como para recibir una descarga eléctrica a cambio, porque sé que ahora mismo, dentro de la furgoneta, París estará gritando, tirándose de los pelos y largando a quien quiera oírle que soy una incompetente, una pésima profesional y, además, una bocazas.
– Ya lo sabía -me responde con indiferencia, y su desdén es tal que empiezo a sentirme enana, un poco frustrada, bastante alienada y ninguneada por este mamón que por momentos parece límite y que por el contrario me trata a mí como a la prima tonta que hoy le han traído para jugar y de la que abusa porque sabe que está cortada en casa ajena.
– Claro -reconozco cabreada porque me tengo que comer el chasco y su asco. En fin, ni caso. Gran fracaso. No he conseguido sacarle nada a este tipo, siento que se está riendo de mí y, para colmo, me aburro. Mortalmente. Estoy por soltarle algún tipo de bordería, la primera que me venga a la cabeza, a ver si sale de su ostracismo, a ver si va a buscar a Vito para preguntarle cuándo empieza a torturarme, a ver si éste acaba de solucionar sus asuntos en su despacho y baja de una bendita vez, a ver si tras tantas ganas de agradecerme y alabarme va a ser ahora que se ha olvidado y tengo que recordarle que existo a base de gritos, cargándome este espejismo de cortesía policía-ladrón.
– Y tú ¿has conocido a muchos psicópatas? -me pregunta de pronto Cara de Gato con un deje malsano. No sé qué responderle y, justo cuando pienso en balbucir alguna respuesta inteligible, se explaya-. Yo es que soy muy psicópata, ¿sabes? Ven, quiero enseñarte una cosa.
Y se levanta decidido y me hace señas para que le siga y yo, temerosa de acabar en un cuartucho repleto de mariposas saeteadas en artísticas composiciones, me dejo llevar recordando mi coche, fuera, con mi pistola en la guantera, abandonada a su suerte porque entre todos pensamos que sería un detestable acto de descortesía entrar armada. Sí, pero la que está aquí en pelota picada es una servidora, con el micro puesto y sintiendo que cruje el lujoso parqué bajo mis pies mientras nos dirigimos hacia la pared de uno de los muchos salones empapelada de cintas de vídeo, libros de cine, DVD y fotos enmarcadas que reproducen escenas con Norman Bates, Hannibal Lecter, Travis Bickle, Max Cady o el reverendo Harry Powell como protagonistas.
Cara de Gato no espera que diga nada, pero me observa atento a mi reacción que, imagino, intuye admirativa, así que no me queda más remedio que improvisar un «¡Ooooh!» que lo deje satisfecho e incentive sus deseos de hablar.
– Aquí, como ves -y con aire de guía turístico señala su santuario-, descansan los más destacados maestros del crimen, los auténticos genios del mal, los excelsos apóstoles del caos y el refinamiento. Son los artistas más puros, más sacrificados, más denostados y, sin embargo, los más sinceros: los asesinos en serie -y lo dice con voz cavernosa, como si fuera Vincent Price relatando un cuento de terror. Yo callo y asiento temerosa de interrumpir su perorata aprendida de memoria, un pastiche compuesto por frases sueltas entresacadas de sinopsis, críticas cinematográficas y contracubiertas-, una raza de seres únicos y geniales caracterizados por un rasgo en común: su psicopatía. Porque ¿qué es un psicópata? ¿Un esteta del mal, como apuntó Thomas de Quincey en El asesinato considerado como una de las bellas artes? -la leche, si hasta va a ser que lee-, ¿un privilegiado capaz de desprenderse de la más abyecta de las virtudes, la moral, como a lo largo de su obra planteó Patricia Highsmith?, ¿o un perfeccionista del crimen, como magistralmente nos ha demostrado el séptimo arte? -y entonces se para, se aproxima a mí, demasiado, ladea la cabeza, me mira con fijeza y dice-: ¿A cuántos psicópatas has conocido?
– Estamos en España -respondo-. Aquí no hay psicópatas.
– ¿Que no hay psicópatas? -y se encoge como un niño cuando repite la frase más dura de la bronca de su madre, procesando la información más para sus adentros que para mí. De súbito se yergue, recupera la compostura, su espalda recta, el cuello en tensión y los brazos firmes flexionados a ambos lados de la cadera, los ojos entornados y en la boca una mueca de asco que finalmente me escupe-. Are you talking to me?
– ¿Perdón? -me parece increíble que me esté pasando esto.
– Are you talking to me? -repite, con un gesto agresivo y cara de loco que no sé si es la suya de siempre o se lo hace.
– No te entiendo, yo…
– ¿Cuántas veces has sacado la pistola para defenderte? -susurra, y ésta no es ninguna frase ridícula de película, éste es un requerimiento apremiante, directo que, como la pantomima en inglés, prefiero fingir que no entiendo.
– Por qué quieres saber eso.
– ¿Disparaste sólo al aire o llegaste a apuntar al cuerpo? ¿Le mataste? ¿Qué sentiste? ¿Qué se siente al matar? -justo cuando pierdo la paciencia y levanto mis manos dispuesta a empujarle, a reducirle como me han enseñado en la academia, oigo una voz suave, calmada, cargada de dulzura.
– Deja a la señorita. No la atosigues.
Y no hace falta más porque al instante, como si fuera un autómata o un androide diseñado para actuar en respuesta a estímulos sonoros, Cara de Gato se aparta tan raudo y presuroso como un felino de verdad e, igual que mi gata cuando tira un tiesto, disimula mirando a otro lado, fingiéndose atareado, quitando con el puño de su camisa leves motas de polvo sobre los estantes donde Hitchcock y Agatha Christie duermen el sueño de los genios. Yo me vuelvo entonces y descubro a un hombrecillo de pequeño tamaño y pelo blanco, gafas de montura dorada, bastón vacilante y esa mirada simpática y tierna a la vez que invita a rendirse sin remisión al son de sus encantos.
Y quién es éste, me pregunto, ¿el padre de Vito? Ni idea, pero lo que sí sé, ahora que le tengo delante, es que también se trata del mismo anciano que contemplé ayer un buen rato frente a mí, en el entierro.
– Disculpe a mi asistente -ruega con un gesto que parece apesadumbrado al llegar a mi lado-, se emociona tanto hablando de sus aficiones que se olvida de que no todos compartimos esa pasión.
– No es molestia -improviso aliviada de haberme quitado a semejante elemento de encima.
– Es usted muy comprensiva -me adula, y puedo advertir su olor a colonia de viejo aseado que se peina cuidadoso la raya a un lado y se pone un bonito alfiler de plata, y gemelos de nácar en los puños de su camisa, y se acicala con esmero porque es un caballero de los de antes, con su bastón, su sello de oro grabado, su cortesía ya antigua preocupándose con esa voz vagamente familiar-: ¿Ha desayunado? ¿Le han traído algo para tomar? Fíjese qué horas son éstas de atenderla… ¿Cómo no se te ha ocurrido ofrecerle nada, inconsciente?, ¿no tienes educación? -increpa, sin dulzura ni zarandajas, a Cara de Gato.
– Yo pensé que… -se excusa.
– Qué vas a pensar tú -refunfuña con desdén-. Y ahora, señorita, ¿quiere acompañarme? -y me ofrece galante el brazo libre del bastón y es tan educado, tan picaruelo que, sin pensar si debería esperar a que llegase Vito, decido que sí, que le acompaño, y así me libro de este Gato malencarado.