En el jardín, que empieza a despoblarse en un otoño empeñado en disfrazarse a ratos de verano, me guía hacia sus rosales.
– Son casi todas blancas -aprecio con admiración.
– Me gustan porque son las más difíciles de mantener. Siempre me han gustado las mujeres difíciles -y me guiña un ojo.
– No tiene remedio -le recrimino, y avanzamos ante un cercado poblado por pequeñas lápidas de mármol que llaman mi atención.
– Son mis perros -me explica mientras leo sus curiosos nombres: Xeito, Lato, León, Cissy.
– ¿Cissy?
– Era la fox terrier de una amiga. Cissy Bowen fue en realidad la mujer de Raymond Chandler. Tras su muerte, él no pudo escribir una sola línea más.
– Lo sabía -murmuro entre dientes mientras me agacho para leer el breve epitafio que acompaña a la mascota: «Algún día volveremos a pasear / juntas, / te refugiarás como siempre / en mis brazos, / juntas haremos el viaje. / Me esperarás jugando mientras, / ladrando a tu sombra / en los charcos, / cazando palomas / traviesas, / aguardando el sonido / de mis pasos / mientras llego a tu playa / tu Olvido». Y en menos de tres segundos ya me he incorporado para ponerme frente a Vito en dos zancadas y mirarle encolerizada-. Me da igual si llama a sus gorilas. No pienso marcharme hasta que me explique quién es esa Olvido y por qué su perra está enterrada aquí.
Vito menea cansado la cabeza, se apoya con firmeza en su bastón y levanta la mano que le queda libre. Yo no me muevo ni él tampoco. No ha pasado ni un instante cuando aparece Malde, que le coge del brazo y lo dirige hacia un banco en una zona umbría resguardada bajo las sombras de un magnolio. Les sigo con las manos en los bolsillos y el semblante agrio. La furia me ciega, como esta Olvido de la lápida sea quien me estoy temiendo, aquí va a haber algo más que buenas palabras. Estoy harta de que esta gente me tome el pelo, de que todo dios me pida favores pero nadie tenga el detalle de revelarme la verdad completa.
– A ver -exijo cuando me siento a su lado-, qué pasa aquí.
– Olvido empezó trabajando para mí. La apreciaba mucho. En los últimos años se había alejado de nosotros, pero hubo un tiempo en que éramos muy buenos amigos. Digamos que era como… mi protegida.
– Qué enternecedor, lástima que no me lo crea. Y, por cierto, ya puede ir mandando recado al cementerio de Tres Cantos para que le vayan cavando otra tumba al lado de su otro protegido, nuestro querido amigo el Culebra.
– No bromee con su muerte, por favor. Para mí ha sido un duro golpe.
– ¿Otro? No me diga. Y ahora me confesará que también era como una hija y que por mi conciencia, por mi madre, por mis muertos, haga cuanto pueda para averiguar qué le pasó realmente.
– No, no se lo pediré -y una nube de odio o de pena le cubre los ojos-. He hecho averiguaciones y, créame, ese asunto está zanjado.
– No estará insinuando que se ha tomado la justicia por su mano.
– No ha hecho falta. A veces existe una suerte de justicia poética que nos ahorra ese trabajo. Si me disculpa, voy a retirarme. Necesito descansar -masculla mientras se levanta trabajosamente ayudado por Cara de Gato. Antes de irse se detiene a despedirse y se me revela pálido. Es un ser decrépito, descubro. Está acabado-. Espero poder volver a verla antes de que se desencadene todo.
Se aleja renqueante y me quedo sola en el banco. Aguardo un instante en un vano intento de digerir mi rabia, mi ira, antes de marcharme de aquí. No tarda apenas nada en aparecer uno de los orangutanes que me pide, amable pero parco, que le acompañe a la salida. Ya en la calle, oteo por última vez las copas de sus árboles, arranco mi coche y salgo sin despedirme ni pronunciar palabra. Paso junto a Nacho y el Bebé, que vuelven a mirarme alucinados, dejo atrás el vehículo camuflado donde esos cabrones aguardan, me despego de un tirón el esparadrapo que asía a mi pecho el segundo micrófono, pongo la radio a todo volumen y empiezo a cantar a grito pelado para no caer en la trampa de llorar, y porque el que canta su mal espanta. Miro por el retrovisor y contemplo la calle vacía tras de mí, con sus chalets cercados por muros que defienden a los ladrones de dentro de los ladrones de fuera, con la Mansión Vito al fondo, la más grande y blanca de todas, llena de muertos en vida y muertos de verdad, de locos, de secretos y rencores e inquilinos disfrazados bajo tantas mentiras. La maldigo, los maldigo a todos en mi mente, a los de dentro, a los de fuera, a los del coche y de la furgoneta y, por encima de todos, me maldigo a mí.
Es entonces cuando comienza a brotar el llanto.
XVI
– Vale, a ver que yo me entere, Clarita -es Santi, justo después de regresar de mi cita con Vito, en la reunión de urgencia que hemos montado sobre la marcha para valorar la «visita» que haremos a Virtudes, volviendo por enésima vez sobre lo mismo después de haber escuchado la grabación-, ¿de dónde te sacas tú que Virtudes, o sea, Alejandra, es quien recluta chicas para el viejo?
– Como me vuelvas a llamar Clarita te hago comerte la placa.
– Cuidado con el tono, Deza, no quiero broncas. Estamos intentando sacar conclusiones entre todos y sobran las bordeces -me advierte el jefe Bores en un magnífico ejemplo de ecuanimidad que me obliga a asentir, bajar la cabeza y callarme un rato para digerir mi bilis y no tener que escupírsela a la cara a nadie que me vuelva a faltar, lo que ocurrirá con seguridad.
– De dónde lo sacas, dímelo -insiste Santi obcecado.
– Lo cierto es que, si prestamos atención a la conversación, Vito no llega a citar a Virtudes expresamente en ningún momento -interviene París con su habitual tonillo de suficiencia y voz impostada de ridículo erudito.
– Voy a volver a explicarlo… -y me armo de paciencia-. Virtudes es la encargada de seleccionar a chiquillas a las que promete transformar en modelos y estrellas de televisión y que por el camino terminan convertidas en putas de lujo, ¿hasta ahí todos de acuerdo? -y asienten más o menos convencidos-. Según lo que esta mala bicha me contó, las busca cuanto más jóvenes mejor, sin importarle que sean menores o tener que operarlas, adiestrarlas, vestirlas o lo que haga falta. Pero este proceso es muy caro, ¿quién paga la cirugía estética, las ropas, el estilismo? Es obvio que ella da la cara en nombre de una organización con suficiente capital como para asumir los gastos de este negocio. Tal y como yo lo veo, tiene que haber un «socio inversor»: Vito.
– De eso se trata -interrumpe París con gesto teatralmente escéptico-, de que todo es tal y como tú lo ves, pero lo único que hay aquí es lo que tú nos cuentas y tu interpretación de los hechos. Si lo estuvieras tergiversando para que todo se adecuara a tu descabellada teoría, no lo sabríamos.