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Alberto Vázquez-Figueroa

Yáiza

Atrás había quedado el Océano, con toda su carga de tragedia y sufrimiento, y atrás había quedado también, muy lejos, Lanzarote y su mundo de recuerdos y nostalgias que parecían destinados a seguirles a todo lo largo de sus vidas, cualquiera que fuera el rumbo que tomaran.

Delante — alrededor ahora — Venezuela, «La Tierra Prometida», soсada por generaciones de emigrantes, pero a la que ellos, los Perdomo Maradentro, se habían visto más empujados por las circunstancias, que atraídos por ansias de fortuna, puesto que para la mayoría de los miembros de la familia nunca existió otro sueсo ni otra ansia que continuar juntos en la diminuta Playa Blanca, en cuyas aguas encontraban lo necesario para cubrir sus cortas necesidades.

Pero ahora, de la árida tierra volcánica y desértica habían pasado a la espléndida vegetación del trópico, y del callado pueblecito de trescientos habitantes al estruendo de una Caracas transformada en pocos aсos en la más explosiva, agitada y babélica ciudad del mundo.

De la destruida Europa, recién arrasada por las guerras, llegaban en aluvión fugitivos y desheredados de todos los países, lenguas, creencias e ideologías, y Venezuela, y más concretamente aún aquel largo y estrecho Valle de Caracas, se estaba convirtiendo en el crisol en que trataban desordenadamente de amalgamarse tantas culturas, tanto dolor y tantas esperanzas.

Muchos, como los Maradentro, no traían más equipaje que sus manos ni más medios de fortuna que su necesidad de sobrevivir, y la menor de la estirpe, aquella que tenía el «Don» de «atraer a los peces, aplacar a las bestias, aliviar a los enfermos y agradar a los muertos», advirtió de inmediato, angustiada, que aquel maremágnum de gentes, autos, ruidos, olores y altos edificios a medio construir la agobiaban, y se sentía más desvalida frente a la gran ciudad, de lo que se había sentido frente a las desatadas fuerzas del Océano, el ataque de las bestias que lo poblaban o incluso el espanto del naufragio y la muerte.

— ¿Qué te ocurre…?

— Tengo miedo.

Sus hermanos no hicieron comentarios porque probablemente también ellos se sentían atemorizados a la vista de un mundo tan diferente a cuanto habían conocido, y su madre se limitó a apartarle el cabello del rostro, con aquel ademán tan tierno y tan suyo, para posar suavemente la mano sobre su hombro como si el simple gesto bastara — y bastaba — para tranquilizarla.

Estaban allí, quietos los cuatro, de pie en el centro de la explanada en que les había depositado el autobús que les subió desde La Guaira, observándolo todo con el asombro y el respeto de quien sabe que se está enfrentando por primera vez a un poderoso monstruo contra el que no existe forma de luchar, y advirtiendo cómo negros nubarrones oscuros y amenazantes avanzaban desde el Este penetrando por el fondo del largo valle, cubriendo las altas laderas de la majestuosa montaсa, y arrojando sobre la ciudad cataratas de un agua oscura y cálida que parecía querer ahogar con su estrépito el rugir de los motores.

— ¿Isleсos?

Se volvieron a contemplar al calvo gordo que, espatarrado sobre un banco vecino, parecía haber estado analizando uno por uno a cuantos llegaban.

— ¿Cómo dice?

— ¿Que si son «isleсos»? ¿Canarios?

— ¿Cómo lo sabe…?

— Lo primero que se aprende en Venezuela es a distinguir la nacionalidad e incluso la región de los demás al primer golpe de vista. — Hizo un vago gesto con su única mano, pues el muсón de la otra lo ocultaba bajo la manga de una amplia y sudada guayabera de un azul indefinido—. ¿Buscan alojamiento? — quiso saber.

— ¿Qué clase de alojamiento?

— Por treinta bolívares puedo proporcionarles un cuarto con tres camas y derecho a cocina. Y se podrán duchar todos los días.

— Somos cuatro — le hicieron notar.

— Las mujeres pueden dormir en la misma cama — replicó mientras se ponía de pie pesadamente y lanzaba una mirada hacia lo alto—. ¡Decídanse! — aсadió—. Viene un «palo de agua» y no tengo malditas ganas de enchumbrarme.

Aurelia Perdomo miró a sus hijos, advirtió que gruesas gotas comenzaban a salpicar la calzada, y se encogió de hombros con gesto resignado.

— De acuerdo — aceptó.

Siguieron al elefantiásico manco hasta el mayor y más herrumbroso automóvil que hubieran visto nunca: un «Pontiac» que debió ser blanco en un tiempo y ahora recordaba más un orinal desportillado que un auténtico vehículo, y tuvieron que aguardar bajo la lluvia a que el monstruoso trasero se hundiera entre los muelles y el crin del desfondado asiento, para que al fin el gordo luchara con los carcomidos cerrojos interiores y les permitiera la entrada.

Casi empapados por la violenta lluvia tropical que parecía complacerse en buscar sus cuerpos atravesando las delgadas ropas, se acomodaron como buenamente pudieron en el interior de aquel trasto maloliente que comenzó a rugir y estremecerse como un anciano atacado por un violento acceso de tos.

— El pago de la primera semana por adelantado — seсaló el hombretón—. Normalmente no acepto huéspedes sin equipaje. ¿Cómo es que han llegado únicamente con lo puesto?

— Naufragamos — fue la respuesta—. Lo perdimos todo.

— ¡Vaya! — fue el comentario mientras se ponían muy lentamente en marcha—. ¡Ya es mala suerte! Pero ustedes, los «isleсos», están locos. Se hacen a la mar en barcuchos de mala muerte, y luego pasa lo que pasa. ¡Milagro ha sido que no se ahogaran…! Mi nombre es Mauro; Mauro Monagas, y mi abuelo materno era asturiano.

— Yo soy Aurelia Perdomo, y éstos son mis hijos, Sebastián, Asdrúbal y Yaiza.

— Muy guapos. Sobre todo la chica. — Rió sonoramente, y su risa resonó incluso sobre el golpear de la lluvia que martilleaba el techo traspasándolo por media docena de puntos—. ¡Claro que con semejante madre!

El supuesto halago rezumaba una viscosa suciedad repulsiva, pues se diría que las palabras en boca de aquel hombre grasiento, sudoroso y ahora a todas luces maloliente, cambiaban extraсamente de significado, como dotadas de una misteriosa doble intención que tan sólo él parecía comprender, aunque ninguno de sus pasajeros replicó, pues se encontraban absortos en la lluvia que caía: un diluvio como jamás habían contemplado antes y que en apenas unos minutos superaba toda el agua recogida a lo largo de aсos en su lejana y árida isla del otro lado del Atlántico.

Los limpiaparabrisas no parecían dar abasto para permitir tan siquiera una mediana visibilidad, y el cochambroso vehículo avanzaba a trancas y barrancas entre un tráfico que se había espesado con el agua como si ésta uniese unos a otros los vehículos que se movían apenas por las estrechas calles, parachoque con parachoque, haciendo resonar cada vez más estruendosamente sus bocinas, y del amplio valle nacía un clamor insufrible que ascendía por las laderas del monte y las colinas e iba a rebotar contra las bajas y espesas nubes o los altos y monstruosos edificios.

Frotando el vaho del cristal, Yaiza Perdomo trataba de atisbar iras la cortina de gruesas gotas que querían formar una única cascada, y todo cuanto alcanzaba a distinguir eran coches, camiones, autobuses, gente que corría a refugiarse en los portales o bajo las marquesinas, y fachadas de inconcebibles colorines que se alternaban con infinidad de comercios en cuyos escaparates comenzaban a brillar las primeras luces.

Más allá de la ventanilla el mundo parecía deslizarse como en un sueсo, desdibujado y casi a cámara lenta en algunos momentos, sorprendente pesadilla en la que los rostros y aun los cuerpos aparecían como distorsionados, irreales pero al propio tiempo acordes con la irrealidad de cuanto les rodeaba — hierro, cemento y caucho—, todo ello empapado por una lluvia torrencial y un profundo y fétido olor a sudor de nombre gordo, gasolina mal quemada, tierra mojada y descompuesta vegetación tropical.