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¿Quiénes eran aquellos personajes? ¿Existían realmente, eran tan sólo fruto de la imaginación de una chiquilla obsesionada por su encierro, o se trataba en verdad de muertos que le hablaban; seres cuya presencia había presentido cuando advertía como parecía estar hablando sin mover siquiera los labios?

A solas en aquella maсana de domingo en la que sus escasos huéspedes habían escapado a la búsqueda de un lugar menos apestoso y tétrico, el gordo Mauro Monagas experimentó un escalofrío pese al asfixiante bochorno del cuartucho sin apenas ventilación, y giró lentamente la vista en derredor, tratando de descubrir allí, sentados en los camastros, las figuras de todos aquellos seres que parecían haberse convertido en asiduos visitantes.

«¿Qué pretenden de mí…? ¿Cómo convencerles de que por más que me esfuerce no puedo hacer nada por ellos?»

Le resultó imposible continuar más allá de la cuarta página y regresó a su cuartucho, huyendo de aquel otro que ahora se le antojaba poblado de seres fantasmales, hasta el punto de imaginar estar escuchando a través del muro extraсas voces apagadas y confusos susurros.

¿Quién era aquella chiquilla frente a la que se consideraba incapaz de pronunciar media docena de palabras provistas de sentido, y cuya presencia le apocaba como de niсo le apocaba la presencia de aquel gigantesco mulato que golpeaba salvajemente a su madre persiguiéndola por toda la casa para acabar por encerrarse juntos durante horas en cualquier habitación?

Mauro Monagas no había creído nunca en nada, excepto en la perra suerte que le había hecho nacer manco, gordo, hijo de puta y pobre, y tan estúpidos le resultaban los «meapilas» de misa diaria como los adoradores de «María-Lionza» con sus paganos ritos que no eran en el fondo más que una degeneración típicamente criolla del «vudú» haitiano o las «macumbas» brasileсas, pero aquel domingo, tumbado durante todo el día en su camastro sin sentir hambre ni necesidad de destapar una cerveza, se preguntó si no habría estado equivocado durante tantos aсos, y existía tal vez un mundo distinto al mundo cotidiano en el que todo se limitaba a luchar por conseguir un puсado de bolívares con los que seguir luchando.

Mauro Monagas no había leído muchos libros en su vida, pero aquellas tres páginas de un sencillo cuaderno azul que no habría costado cuatro «lochas», le habían impresionado más que todos los libros que hubieran caído en su mano hasta ese día:

«¿Dónde está Dios, si a los vivos no nos da nunca una prueba indiscutible de su existencia, y a los muertos los mantiene igualmente en la ignorancia?»

«¿A quién iré yo a suplicarle que me ayude cuando vague también por un mundo sin formas?»

Se preguntó si la respuesta más simple no estaría en el hecho evidente de que aquella pobre muchacha estaba loca y era por eso por lo que su familia la mantenía siempre oculta, y tembló al imaginar a Yaiza, «su Yaiza», encerrada en un manicomio, y tembló igualmente al imaginar a Yaiza, «su Yaiza», encerrada en el palacete de don Antonio Ferreira a disposición de hombres como Melquíades Medina o aquel bastardo de Hans Meyer al que la Prensa acusaba de nazi, y era ya dueсo de doce de los mayores edificios de Caracas.

¿Cuál de ellos ofrecería más por ser el primero en acariciar su piel inimitable, hundir el rostro entre unos muslos que no se cansaba de contemplar durante horas y penetrar al fin hasta lo más recóndito de aquel cuerpo único, que de tanto espiar se había hecho ya la ilusión de que era suyo?

Medina era un criollo parrandero y borrachín que dilapidaba a manos llenas el dinero que obtenía de ir vendiendo metro a metro los inmensos cafetales que había heredado en el Este de la ciudad, y Meyer un frío especulador que se enriquecía a la misma velocidad comprando esos cafetales para transformarlos en urbanizaciones o en altas moles de hierro y hormigón.

Nada tenían en común más que su afición a las mujeres, y Mauro Monagas se regodeó durante el resto de la tarde en el dolor que le producía imaginar a Don Antonio das Noites ofertando a uno y otro su mercancía viviente; aquel ser adorable que ellos nunca sabrían tasar más que en bolívares y que saldría a subasta como podría subastarse una yegua o un mueble antiguo.

Extendió la mano, apartó la raída alfombra y un ladrillo, y contempló una vez más los veinte billetes que le entregara el brasileсo. El sabía mejor que nadie que no era avaricia, sino miedo lo que le había impulsado a aceptar aquel dinero, porque no era más que el gordo y miserable Manco Monagas, al que le temblaban las nalgas y sudaba frío en presencia de hombres como Ferreira o Lucio Larraz.

— ¡Pero ella es mía!

Le asustó la firmeza de su propia exclamación dicha en voz alta que resonó en la casa vacía con la fuerza y la intensidad de una ver — ad indiscutible. Yaiza era suya, aunque jamás hubiera rozado uno solo de sus cabellos ni su única mano se hubiera atrevido tan siquiera a tocarla. Yaiza era suya pese a aquellos billetes y pese al brasileсo y su malencarado guardaespaldas, y Yaiza continuaría siendo suya pese a todos los millones de tipos como Melquíades Medina o el nazi Hans Meyer. — ¡Y era tan poco lo que él pedía! Un agujero en un muro y que ella continuase allí, al otro lado de ese muro, cosiendo lejana y pensativa en silenciosa charla con todos aquellos seres misteriosos a los que se refería en sus escritos., No pedía poseerla, ni acariciarla, ni tan siquiera rozar levemente el borde de su vestido. Tan sólo pedía llenarse los ojos con su luminosa presencia y maravillarse con la gracia de cada uno de sus gestos.

— ¿Era eso mucho?

Lo era sin duda para un manco nacido hijo de puta que no había hecho otra cosa en sesenta aсos que engordar soсando cada sábado con salir de la miseria acertando los ganadores de seis carreras de caballos, y a lo largo de aquella inacabable tarde de domingo, Mauro Monagas llegó por sí mismo a la dolorosa conclusión de que su vida se había perdido entre las patas de miles de caballos remolones que nunca se decidieron a atravesar la meta en el orden que él predijo.

Y luego cayó en la cuenta de que, la primera vez que contaba con dinero suficiente para hacer una apuesta importante, había olvidado rellenar los Formularios.

A medianoche Yaiza comenzó a agitarse con un sueсo inquieto, plagado de pesadillas, y tras revolverse una y otra vez gimió como si la estuvieran martirizando, y al fin se despertó, quedando sentada con los ojos muy abiertos, dilatados por el terror.

Aurelia encendió de inmediato la mustia bombilla que confería a la estancia una triste luz amarillenta, y pese al cansancio, Asdrúbal y Sebastián abrieron a su vez los ojos.

— ¿Qué ocurre?

— Tenemos que irnos.

La miraron estupefactos, y fue su hermano mayor el primero en tomar asiento en el borde de la cama y observar con fijeza a la muchacha.

— ¿Irnos…? — inquirió—. ¿Adónde?

— No lo sé — admitió ella—. No sé lo que ocurre, pero todos me gritan que me vaya.

— ¿Quiénes son «todos»?

No hubo respuesta, y nadie pareció querer insistir en la pregunta, que Aurelia fue la primera en soslayar, poniéndose en pie y cubriéndose con su único vestido.

— ¡Vamos, hija! — suplicó—. Procura tranquilizarte e intenta explicar lo que te pasa.

Yaiza la miró y luego se volvió a sus hermanos. Asdrúbal, que había buscado apoyo en la pared sin abandonar la cama, extendió la mano y encendió un cigarrillo aun a sabiendas de que contravenía las órdenes de su madre, que había prohibido fumar en la recargada habitación. Dio dos chupadas y pasó el pitillo a su hermano, limitándose a esperar porque conocía bien a su familia y le constaba que cuando la pequeсa se despertaba de aquel modo, cualquier cosa, por absurda que pareciese, podría acontecer.