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— Corro peligro — replicó al fin la muchacha—. Todos corremos peligro y tenemos que marcharnos.

— ¿Ahora? — se asombró Sebastián.

Asintió, convencida.

— Ahora.

Su hermano agitó la cabeza, negando.

— ¡Ni hablar! — exclamó—. Me he pasado el día cargando sacos y mezclando cemento. No pienso lanzarme a esas calles de Dios a las dos de la maсana.

Yaiza se limitó a volverse hacia su madre y repetir con aquella naturalidad que tenía la virtud de desarmarla:

— Algo terrible ocurrirá si nos quedamos.

— ¿Estás segura?

— Tú sabes que nunca se equivocan.

Aurelia Perdomo la observó intentando buscar una respuesta en el fondo de sus ojos, y al fin asintió con un levísimo ademán de cabeza.

— ¡Está bien! — ordenó con un tono de voz que no admitía réplica—. Recogedlo todo.

Sebastián se limitó a lanzar un resoplido y cerrar los ojos con inequívoco gesto de hastío y resignación, mientras Asdrúbal, tras alargarle de nuevo el cigarrillo en un vano intento de calmarle, se ponía en pie con parsimonia.

Al otro lado del muro, Mauro Monagas había abiertos los ojos alarmado por las voces, y cuando se cercioró de que algo extraсo ocurría, se aproximó a la pared, apartó con sumo cuidado el taco de madera y aplicó el ojo al agujero.

Advirtió cómo ambos hermanos se vestían dando la espalda a Yaiza, que comenzaba a hacerlo a su vez, y distinguió igualmente las manos de Aurelia, que colocaba apresuradamente en el fondo de una caja de cartón cuanto aparecía desparramado por la estancia.

Se alarmó.

El corazón le dio un vuelco en el pecho, y experimentó el mismo temblor de piernas que le atacara la primera vez que descubrió a la muchacha desnuda.

Durante unos segundos todo se le antojó confuso y sin explicación, pero pronto llegó al convencimiento de que sus huéspedes se estaban disponiendo para la marcha.

Meditó unos instantes recostado en la pared, y al fin taponó de nuevo el agujero, se puso a duras penas los pantalones, y con su monstruosa barriga al aire salió al pasillo y golpeó la puerta.

— ¿Qué ocurre? — inquinó cuando Sebastián asomó la cabeza.

— Nos vamos.

— ¿A estas horas? ¿Por qué?

El otro miró hacia dentro, comprobó que Yaiza estaba ya vestida y abrió la puerta de par en par al tiempo que se encogía de hombros tratando de mostrar su desconocimiento y su impotencia.

— ¡Cosas de mi familia, que está chiflada! — comentó—. Yaiza asegura que aquí nos acecha un gran peligro.

— ¿Qué clase de peligro?

El gordo Monagas notó cómo los verdes ojos de la muchacha se clavaban en él buscando atravesarle o leer en el fondo de su mente, y deseó más que nada en este mundo encontrarse muy lejos de allí, porque le asaltó el convencimiento de que sabía la verdad.

Pese a ello insistió con voz más débil volviéndose a la madre, que concluía de empaquetar las escasas pertenencias del grupo.

— ¿Qué clase de peligro?

— No lo sabemos — replicó desganadamente Aurelia sin mirarle—. Pero si mi hija dice que tenemos que irnos, tenemos que irnos.

— ¡Pero han pagado hasta el sábado — protestó el Manco—. ¡Quédense por lo menos hasta entonces!

— ¡No! Nos vamos.

Era la primera vez que Asdrúbal abría la boca en el transcurso de la noche, pero su voz denotaba a las claras la firmeza de su determinación.

— ¿Adónde?

— No lo sabemos.

— ¡Pero…! — se sorprendió Monagas, desconcertado—. ¿Cómo podré localizarlos?

— ¿Para qué?

— Para lo que pueda necesitar.

— No creo que podamos ayudarle nunca en nada.

— ¿Y si reciben una carta, o alguien pregunta por ustedes?

— No esperamos ninguna carta. — Asdrúbal hizo una corta pausa y puntualizó escuetamente —: Y nadie nos conoce.

El Manco Monagas recorrió uno por uno los cuatro rostros que a su vez le miraban, llegó a la conclusión de que todo estaba perdido, y súbitamente vencido dio dos pasos y se dejó caer en el borde de la cama más próxima, inclinando la cabeza y pasándose la mano por su enorme calva sudorosa.

— ¿Qué será de mí ahora? — musitó roncamente—. ¡Dios bendito! ¿Qué será de mí?

Los Perdomo intercambiaron una mirada de sorpresa, y guardaron silencio, observando fijamente a aquel gordo grasiento que parecía haberse convertido en la más pura estampa del abatimiento y la desesperación.

Al fin Aurelia tomó asiento frente a él y extendió la mano, apoyándola en una de sus rodillas.

— ¡No se lo tome así! — seсaló—. Encontrará otros huéspedes. Totaclass="underline" ;para lo que le pagamos…!

El otro tardó en reaccionar y decidirse a mirarla de frente.

— Usted no lo entiende — dijo al fin—. Nadie lo entendería. — Hizo una pausa—. Pero ella tiene razón, y es mejor que se marchen. Váyanse y no vuelvan nunca… ¡Nunca!

— ¿Por qué?

— Porque Antonio das Noites la encontrará si se queda en Caracas. O en Maracaibo, Valencia, Puerto Cabello o cualquier otra ciudad venezolana. — Agitó la cabeza, pesimista—. Su gente está en todas partes y le informarán de cualquier muchacha útil para su negocio.

— Ahora, al hablar miraba fijamente a Yaiza, como si no existiera nadie más que ella en este mundo—. Quería llevarte — aсadió—. Quería convertirte en la prostituta más famosa del país. El sabe cómo hacerlo; él sabe mejor que nadie cómo drogar y enviciar a una mujer para que haga cuanto quieran sus clientes.

Asdrúbal dio un paso adelante, amenazador.

— ¡Usted lo sabía! — exclamó—. ¡Lo sabía y no nos advirtió, maldito hijo de puta!

El gordo ni siquiera se molestó en mirarle.

— Tenía miedo — dijo—. Ustedes también lo tendrían si conocieran a ese sucio canalla brasileсo. ¡Váyanse! — repitió obsesivamente—. ¡Por favor, váyanse donde él nunca pueda encontrarla!

— ¿Cómo? — quiso saber Sebastián—. Aún no nos han entregado las cédulas de identidad, ni los permisos de residencia. En cuanto salgamos de Caracas nos detendrá la Policía.

El Manco apartó los ojos de Yaiza y le miró.

— En el Departamento de Extranjería hay un negro, Abelardo Chirinos. Si han presentado ya la documentación, en dos horas lo soluciona todo por quinientos bolívares… ¡Vayan a verle de mi parte!

— No tenemos dinero.

— Yo lo tengo… — seсaló Mauro Monagas—. Ferreira me lo dio. ¡Llévenselo! Que su propio dinero sirva para burlarle. ¡Es un hijo de puta! ¡No como yo, que nací así, sino un auténtico hijo de puta que quería entregar a Yaiza al cerdo de Medina o a ese nazi de Meyer… — Sonrió quizá por primera vez en muchos aсos—. ¡Me alegra joderles! — admitió—. Y me alegra saber que por mucho dinero que tengan ninguno podrá pagar por ser él el primero en ponerle las manos encima.

Ya a solas, más a solas que nunca en el mugriento cuartucho donde había pasado tantos aсos, el Manco Monagas se tumbó en el camastro a contemplar el techo evocando cada uno de los momentos que había pasado con el ojo pegado a la pared preguntándose cómo transcurriría de allí en adelante su vida si no podía llenarla con la presencia portentosa y única de Yaiza.

Sintió unos incontenibles deseos de llorar, de llorar sin recato, como no lo hacía desde que fuera el niсo más solitario, triste y desgraciado del mundo, y aún lloraba cuando golpearon la puerta, y tuvo que hacer un esfuerzo para contenerse y limpiarse las lágrimas con un mugriento paсuelo antes de abrir.