— ¿Qué ha ocurrido? — fue lo primero que inquirió agresivamente Lucio Larraz—. Llevo más de dos horas esperando. ¿Dónde está?
— ¿Quién?
El otro le miró como si se hubiera vuelto loco.
— ¿Quién va a ser, estúpido? Esa chica.
— Se fue — replicó el Manco Monagas con una súbita calma que a él mismo le sorprendió—. Sus muertos le avisaron que vendrías, y se marchó. — Hizo un ademán indicando que le dejara en paz—. Y dile a tu jefe que no se moleste en buscarla. ¡Nunca la encontrará! Yaiza no es para él, ni para Meyer o cualquier otro cabrón semejante. Ella no es de nadie. ¡Jamás será de nadie!
Lucio Larraz le observó como si le costara un gran esfuerzo averiguar a qué se estaba refiriendo, y en realidad le costaba ese esfuerzo. No dijo nada, pero fue hasta la habitación vecina, se cercioró de que todos se habían ido llevándose lo poco que tenían, y cuando regresó hizo un imperioso e inequívoco gesto con la mano.
— ¡Vamos! — dijo—. Don Antonio querrá hablar contigo.
— ¿Y si me niego?
— Te romperé el cuello aquí mismo. ¿Está claro?
— Muy claro.
Se calzó, en chancletas, sin calcetines, los viejos zapatones mientras se abotonaba la eterna y resobada guayabera ayudándose con el muсón que la sujetaba sobre el voluminoso vientre, y cuando Lucio Larraz lo empujó media hora después ante Don Antonio Ferreira, éste le dirigió una larga mirada de desagrado y desconcierto.
— ¿Qué pasa? — inquirió—. ¿Dónde está la carajita?
— Se ha ido — se anticipó a responder el guardaespaldas—. En la casa no queda nadie, y éste no hace más que decir tonterías. Por eso lo traje.
El brasileсo se volvió a Mauro Monagas y lo observó con detenimiento, aguardando una explicación.
— Se despertó a medianoche asegurando que corría peligro, convenció a sus hermanos y se fueron — seсaló al fin el gordo—. Intenté retenerles, pero resultó imposible.
— ¿Pretendes que me crea semejante estupidez?
— Es la verdad.
— ¿Me estás tomando el pelo? Una mocosa se despierta, dice que corre peligro, y todos se levantan y se van. ¡Nunca oí nada igual!
— Ya le dije que ella es distinta. — Monagas hizo una leve pausa y bajó el tono de voz—. Creo que habla con los muertos.
Don Antonio das Noites le miró estupefacto, y luego se volvió hacia Lucio Larraz, como pidiendo una aclaración, pero el otro permaneció impasible, porque se diría que nada en este mundo conseguiría sorprenderle.
— Habla con los muertos, ¿eh? — repitió al fin el brasileсo, mientras se pellizcaba la nariz con un nervioso gesto que se sentía incapaz de controlar—. ¡Bien! Pronto vas a poder charlar con ella si no empiezas a explicarte. — Hizo una pausa y pareció querer taladrarle con la mirada—. De acuerdo — admitió—. Supongamos que realmente tú no dijiste nada y se fueron por su cuenta. ¿Por qué no me avisaste? Te bastaba con coger un teléfono y llamar a cualquiera de mis chicas. En cinco minutos yo lo habría sabido.
— Es que no quería que lo supiese.
Podría asegurarse que ahora don Antonio Ferreira se desconcertaba realmente, y estudió al manco Mauro Monagas como si se tratara de alguien a quien nunca había visto con anterioridad.
— No lo querías — murmuró sin cesar de pellizcarse la nariz—. ¿Por qué?
— Porque Yaiza no nació para puta, ni para que tipos como Meyer la anden manoseando. — Sonrió levemente—. Le di su dinero, y tiempo para escapar. — Hizo una pausa—. Nunca podrá encontrarla — concluyó, convencido—. ¡Nunca!
— Eso está por ver — replicó el brasileсo sin inmutarse—. Puedo hacer que encuentren a alguien en Venezuela aunque se esconda bajo tierra. — Comenzó a silbar distraídamente una pegadiza tonadilla del carnaval carioca, y al poco seсaló, como si no tuviera importancia —: Pero ahora el problema eres tú…: te has quedado con dos mil bolívares míos. ¿Qué puedo hacer contigo?
Mauro Monagas hizo un gesto con la cabeza hacia Lucio Larraz, que había quedado a sus espaldas, junto a la puerta, y comentó con idéntico tono:
— Ya él lo dijo: romperme el cuello.
Don Antonio das Noites sonrió, y se diría que la situación había acabado por hacerle gracia. Buscó la botella de coсac, se sirvió un largo trago y lo paladeó mientras inclinaba apenas la cabeza para observar irónicamente al gordinflón, que permanecía en pie ante él, orgulloso y desafiante.
— ¿Eso es lo que te gustaría? — inquirió al fin en tono de burla—. ¿Que Lucio te mandara al otro barrio cuando te sientes feliz porque te has sacrificado por la mujer que amas? ¡Oh, mierda! — exclamó—. Los viejos suelen nacer el ridículo cuando se enamoran. Unos se arruinan por la primera putita que la mama bien… Otros abandonan a su mujer e incluso a sus hijos, y tú, que no tienes mujer, ni hijos, ni puedes arruinarte, decides sacrificar tu puerca vida. — Negó convencido—. ¡Pero no me vale, Monagas! ¡Tu vida no vale dos mil bolívares! ¡Ni siquiera veinte! Y no te voy a hacer el favor de matarte como a un héroe. — Sonrió malignamente—. Lo que quiero es que me recuerdes toda la vida. ¡Y a ella! Te juro que te vas a acordar de esa niсa cada vez que tengas que sonarte los mocos o limpiarte el culo. — Se volvió a Lucio Larraz e hizo un gesto con la cabeza—. ¡Llévatelo! — ordenó secamente—. Llévatelo, pero no lo mates: córtale la otra mano.
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El negro Abelardo Chirinos pareció darse cuenta de la urgencia del problema, por lo que exigió el doble de la cantidad acostumbrada, pero cuando se la prometieron hizo gala de una eficacia impropia del Departamento de Extranjería, porque una hora después reaparecía con cuatro documentos, que entregó con una mano mientras recibía mil bolívares en la otra.
— ¿Qué hacemos ahora? — quiso saber Sebastián cuando se encontraron de nuevo en la calle.
— Ya oíste a Monagas — replicó su madre—. Marcharnos. Salir cuanto antes de esta ciudad y buscar un lugar en el que ese hombre, como quiera que se llame, no pueda encontrar nunca a tu hermana. Estoy segura de que era aquéclass="underline" el flaco que vimos en el parque. Era como un buitre al acecho de su presa. ¡Vámonos pronto! — suplicó.
— ¿Al mar?
Sebastián se volvió a su hermano, que era quien había — hecho la pregunta.
— Si nos buscan lo harán en la costa antes que nada. ¿O no?
— Sí. Supongo que sí — admitió Asdrúbal—. Pero ese tipo tiene también gente en las ciudades.
— ¡De acuerdo! No debemos ir al mar, ni a las ciudades. — Sebastián hizo una pausa, sonrió, y dio la impresión de que se estaba burlando de sí mismo y de la situación en que se encontraban—. Nos queda la selva, los Llanos y los Andes… ¿Quién decide?
— No creo que sea para tomárselo a broma — se molestó su madre—. Es mucho lo que está en juego. — Hizo una pausa—. Y no creo que la selva sea lugar para tu hermana.
— No, desde luego. No lo es. — Hizo una pausa—. Y tampoco me lo estoy tomando a broma. Pero es que a veces tengo la impresión de que alguien, en alguna parte, está tratando de burlarse de nosotros. ¿Hasta dónde piensa empujarnos? ¿No va a existir un lugar en este mundo en el que podamos vivir en paz? Donde quiera que vayamos: ciudades, selvas, llanos o montaсas, habrá hombres, y ya sabemos lo que ocurre en cuanto Yaiza aparece.
— Ella no tiene la culpa.
— Y nadie la acusa. — Se volvió a su hermana que marchaba en silencio, cabizbaja y ausente como si se encontrara muy lejos de allí—. Tú sabes bien que no te culpo, pequeсa, pero lo queramos o no, ésa es la realidad. — Agitó la cabeza—. Tengo la impresión de ir por el mundo con un barril de pólvora bajo el brazo esperando a que alguien prenda fuego a la mecha. — Le tomó la barbilla y obligó a que le mirara a los ojos—. ¿Por qué no decides tú? ¿Los Llanos, o los Andes?