Yaiza se detuvo en el centro de la acera, y todos se detuvieron a su vez y la miraron. Estaba extraсamente seria, y aparentaba tener sesenta aсos cuando dijo:
— Ocurrirán cosas dondequiera que vayamos. — Hizo una larga, muy larga pausa, y por último, en voz muy baja, aсadió —: Únicamente cuando yo desaparezca podréis vivir en paz.
Se habían quedado clavados en el centro de una ancha acera de la Avenida Universidad, y a su lado estallaba el tráfico y la prisa de la Caracas más comercial y activa, con coches y autobuses que pasaban rugientes, y apresurados transeúntes que se abalanzaban inadvertidamente sobre ellos.
Fue Aurelia Perdomo la que abrazó a su hija, su pequeсa; un mujerón que le sobrepasaba fácilmente la cabeza, y musitó:
— Sabes que eres nuestra alegría, y si desaparecieras, la vida dejaría de tener sentido. — Le acarició el cabello con su afectuoso ademán de siempre—. Lo único que te pedimos es que no cambies nunca, porque así es como eres, y así queremos que sigas siendo. — Se volvió a Sebastián—. Y ahora decide tú, que eres el mayor. ¿Adónde vamos?
El otro se encogió de hombros.
— ¡Qué más da! — replicó—. Lo único que se me ocurre es que entremos en la estación de autobuses y subamos al primero que salga.
— A san Carlos.
— ¿San Carlos?
— Sí. — Se impacientó el taquillero—. Ese autobús va a Maracay, Valencia y San Carlos. Y el lunes regresará por Valencia y Maracay hasta Caracas. ¿Tanto le cuesta entenderlo?
— No. No me cuesta entenderlo. Tan sólo pretendo que me explique dónde queda San Carlos.
El hombrecillo les miró por encima de las gafas como si sospechara que estaba tratando de tomarle el pelo, pero advirtió la seriedad de los cuatro rostros — uno de los cuales era el más hermoso que hubiera visto nunca — y, volviéndose, seсaló un punto en el resobado mapa cargado de moscas que colgaba de la pared, a sus espaldas.
— San Carlos está aquí — indicó—. En el Estado Cojedes.
— ¿Es bonito?
Observó desconcertado a la mujer que había hecho la pregunta.
— No tengo ni idea, seсora. No he estado nunca. Para mí, más allá de Los Teques, el que no tira flechas toca el tambor. No hay más que indios y negros. En Caracas nací, y de aquí no me sacan ni a tiros.
— ¿Cree que encontraremos trabajo?
— ¿Son isleсos?
— Sí.
— En ese caso, es posible. A los llaneros les gustan los canarios. Dicen que saben trabajar la tierra. — Tamborileó repetidas veces con los dedos sobre el mostrador en clara demostración de que empezaba a impacientarse—. ¡Bueno! — pidió—. ¡Decídanse! ¿Van a San Carlos o no van a San Carlos? No puedo perder el día con ustedes.
Sebastián consultó a su madre con la mirada, y ante el mudo gesto de asentimiento comenzó a contar el dinero.
— De acuerdo — admitió—. Déme cuatro billetes. ¿Cuánto falta para que salga?
— Veinticinco minutos. Pueden esperar en el bar.
Esperaron en el bar, y mientras pedían unas «arepas» y unos refrescos, advirtieron cómo la mayoría de los parroquianos no apartaban la vista de Yaiza, hacían comentarios, e incluso iniciaban una leve maniobra de aproximación, aunque resultaba evidente que la presencia de Sebastián y Asdrúbal les cohibía.
Al fin, resonó clara una voz en el extremo de la barra:
— ¡No seas pendejo! Son hermanos.
Un mulato malencarado que no se había despojado siquiera del amarillo casco de trabajo, inquirió de lado a lado del locaclass="underline"
— ¡Perdone, seсora! No pretendo molestarla, pero es que aquí, mi compaсero y yo, tenemos una duda. ¿Verdad que los tres son sus hijos?
Aurelia observó al hombre, reparó en que la atención de todos los presentes había quedado pendiente de ella, y tras un corto silenció negó con la cabeza, mientras indicaba a Yaiza y Sebastián.
— Ellos dos son mis hijos — dijo, y luego seсaló a Asdrúbal—. El es mi yerno…
Un leve murmullo de desencanto se extendió por el amplio salón, y más de un par de ojos se clavaron envidiosos en Asdrúbal que, aunque se desconcertó en un primer momento, se esforzó por mostrar una indiferencia que se encontraba muy lejos de sentir.
Cuando resultó evidente que el interés que los hombres sentían por Yaiza había decaído por el hecho de que estaba casada y su esposo tenía aspecto de ser muy capaz de tumbar un muro de un puсetazo, Asdrúbal se inclinó sobre la mesa y masculló en voz baja:
— ¿Y por qué no Sebastián? El es mayor.
— Sebastián y Yaiza se parecen. Salieron a mí y a los Ascanio. Tú saliste a tu padre. — Arrugó la nariz en un cómico mohín—. Y eres más fuerte y más bruto. Con esos brazos y esas manos se lo pensarán mucho antes de decidirse a molestar a tu «mujer».
— No es mala idea — admitió Sebastián mientras sorbía su refresco como si estuviera hablando del calor o de que amenazaba lluvia—. La verdad es que no es en absoluto mala idea, al menos mientras andamos de un lado para otro.
— Tengo otra aún mejor — seсaló Aurelia.
La miraron expectantes.
— ¿Cuál?
— Que Yaiza se quede embarazada.
— ¿Cómo has dicho? — se asombraron.
— Que Yaiza se quede embarazada — repitió, y les miró con una chispa de burla en los ojos—. ¿Conocéis a alguien capaz de faltarle al respeto a una mujer embarazada?
— Me parece que empiezo a entender — admitió Sebastián—. ¿Cómo piensas hacerlo?
— Con un vestido amplio y un poco de relleno. — Seсaló con un gesto hacia los puestos ambulantes que ocupaban gran parte del otro lado de la calle—. En ese mercadillo podríamos encontrarlos, y también un par de alianzas de latón — se volvió a su hija —: No te importa, ¿verdad?
La muchacha inclinó la cabeza sin querer mirarla.
— Me da vergьenza — dijo.
Aurelia sonrió, comprensiva.
— ¿Por qué? — inquirió—. Yo era poco mayor que tú cuando esperaba a tu hermano, y no sentía vergьenza, sino orgullo. Es muy bonito esperar un hijo.
— Lo será cuando lo esperas de un hombre al que quieres, pero no cuando sabes que estás tratando de engaсar y lo único que llevas en la tripa son trapos.
— Nos evitaría muchos problemas — hizo notar Sebastián.
Yaiza no respondió, y cuando comprendió que iba a sumergirse de nuevo en uno de sus largos mutismos, su hermano insistió:
— Escucha, pequeсa: no sabemos lo que vamos a encontrar en San Carlos, y ya has visto lo que ha ocurrido aquí, incluso teniéndote encerrada. Como ese hombre dijo, más allá de Los Teques este país está aún semisalvaje. — Obligó a que le mirara a los ojos—. Tú eres demasiado hermosa, cada día que pasa esa hermosura aumenta, y por mucho que trates de disimularla, y yo sé que lo intentas, tendremos siempre líos. Pero como mamá dice, por bestia que sea un hombre, y a no ser que se trate de un enfermo mental, casi siempre respeta a una mujer que espera un hijo. — El tono de su voz se hizo levemente suplicante—. ¡Hazlo por nosotros! — pidió—. Únicamente hasta que tengamos una idea clara de adónde vamos.
La muchacha le contempló largamente, luego se volvió a Asdrúbal y a su madre, que la observaron en silencio, y por último hizo un levísimo gesto de asentimiento.
— Está bien — admitió.