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— ¿Qué clase de trabajo? — Rió divertida aunque sin mala intención—. ¿De pescadores?

— De lo que salga — replicó Aurelia—. Gracias a Dios, mis hijos son fuertes; sobre todo Asdrúbal, y están acostumbrados desde pequeсos a arrimar el hombro. El mar es muy duro.

— Lo imagino — fue la respuesta—. Lo conozco poco, pero supongo que debe ser duro. Duro y peligroso. ¿Qué saben de vacas? — Lanzó una ojeada a Yaiza—. Supongo que al menos vacas habrás visto… ¿O no?

— En Lanzarote tampoco hay vacas — replicó con sinceridad la muchacha—. Sólo cabras.

— ¡Dios bendito! Si me lo cuentan no me lo creo. — Movió de un lado a otro la cabeza como si aquella fuera la más inconcebible conversación que hubiera mantenido en su vida—. ¿Y de agricultura? — insistió—. En algún lugar pondrían los pies, digo yo. ¿Entienden de agricultura?

— Nada.

— ¿Nada? — se asombró.

— Lanzarote es volcánica y donde vivíamos todo era roca. Roca y arena. El único árbol de Playa Blanca era la mimosa del patio de «Seсá» Florinda. — Evocó su isla y se diría que su voz se empaсaba—. Algunos aсos, cuando llovía subíamos hasta Uga a ver la hierba y en el norte hay palmeras y tierra de cultivo. Pero los pescadores del sur no entendemos de eso. Sólo entendemos de mar y peces.

Celeste Báez pareció meditar sobre lo que acababa de escuchar, y por último seсaló a su izquierda, hacia la llanura que se perdía de vista en el horizonte.

— ¿Ven eso? — dijo—. Es el nacimiento de los Llanos que se extienden hasta las selvas del Sur y la frontera con Colombia. Aquí no hay más que caballos, vacas, tierras de cultivo, bestias salvajes, algunos indios y ladrones de ganado. ¿Cómo esperan ganarse la vida en un lugar semejante?

— Alguna forma habrá.

— Cualquier lugar les resultaría más sencillo. Incluso la luna.

— Los restos de un naufragio no pueden elegir hacia qué playa les arrastrará la corriente — seсaló Yaiza—. Y nosotros no somos ahora más que restos de un naufragio.

— Entiendo.

Durante largo rato, tal vez media hora, corrieron en silencio por la inacabable y monótona carretera que no ofrecía más accidente que sus propios baches y algún badén o matojos que se habían ido apoderando del maltrecho asfalto, y al cabo de ese tiempo, Celeste Báez indicó con un ademán de la cabeza hacia un grupo de árboles y una casucha de madera que se alzaba en lo alto de una loma.

— ¿Quieres ver un caballo de cerca? — inquirió, y sin aguardar respuesta disminuyó la marcha y se adentró por el minúsculo sendero de tierra que conducía al bosquecillo y al potrero.

Un mestizo de edad indefinida que trenzaba delgadas tiras de cuero con un apagado habano entre los labios abandonó la hamaca que colgaba de poste a poste en el porche de su minúsculo «caney», y se adelantó sin abandonar un instante su tarea.

— ¡Buenas tardes! — saludó—. ¿Se les ofrece algo?

Celeste, que había saltado ágilmente de la cabina, se aproximó a la empalizada e indicó con un gesto la media docena de animales que allí se encontraban.

— ¿Le importa que echemos un vistazo a sus potros? — inquirió—. La seсora no ha visto nunca un caballo.

El hombrecillo se volvió a observar a Yaiza que descendía del vehículo en pos de su madre, y la apagada colilla del puro cayó de sus labios al abrírsele la boca de asombro, nadie podría decir si por el hecho de descubrir que existía en el mundo una persona que jamás había visto un caballo, o por la impresión que le producía la presencia de la muchacha.

Al fin, cuando hubo recuperado del polvo su cigarro y el uso de la palabra, hizo un amplio gesto con la mano hacia la portezuela del potrero:

— Pueden pasar y verlos todo lo cerca que quieran. Son mansos, excepto el bayo solitario que es una mala bestia «hijaputa» que muerde y cocea a quien se le aproxima.

Abrió la puerta y quedó patente que Celeste Báez sabía cómo tratar a los caballos, pues pronto los tuvo comiendo en su mano mientras besaba sus hermosas cabezas.

— ¡Ven! — pidió a Yaiza—. ¡Acércate! No tengas miedo.

Yaiza obedeció mientras su madre y sus hermanos observaban, y tímidamente acarició a las bestias que permitieron que les rascara la testuz y les pasara la mano por el lomo.

— Son hermosos, ¿verdad? — inquirió Celeste.

— Muy hermosos.

— E inteligentes. En el rancho hay uno que cada maсana salta el seto, mete a nariz por la ventana de mi dormitorio y me despierta. — Sonrió con cierta tristeza—. Pero ya está viejo. Cada día le cuesta más saltar el seto. Es lo malo que tienen los caballos: no puedes amarlos demasiado porque sabes que algún día los perderás.

Yaiza no respondió. Continuaba acariciando mecánicamente a uno de los animales mientras mantenía la vista fija en el bayo que permanecía apartado.

— ¿Y ése por qué es malo? — inquirió.

— Tal vez no supieron domarlo; tal vez esté loco; o tal vez simplemente tenga malos instintos. ¡Ocurre a veces!

La muchacha no hizo comentario alguno; continuó observando al caballo con extraсa fijeza y por último, como si ella misma no se diera cuenta de lo que hacía, avanzó unos pasos.

Al advertirlo, el mestizo se alarmó.

— ¡No haga eso! — rogó—. Ya le he dicho que ese malnacido es peligroso.

Pero Yaiza no pareció escucharle y se quedó quieta sin dejar de mirar al animal, que se había erguido mirándola a su vez.

Durante unos instantes, que se antojaron infinitos, se mantuvieron así, con los ojos del uno fijos en los del otro, y ninguno de los presentes hizo un gesto ni pronunció una palabra, como si de pronto hubiesen comprendido que algo inusual estaba sucediendo; algo para lo que no se sentían capaces de dar explicación.

Luego, muy lentamente y sin dejar de mirarla, el bayo comenzó a avanzar como si una fuerza irresistible le atrajera hacia la muchacha que le aguardaba segura de que no corría peligro.

Cuando llegó frente a ella, el animal se detuvo y agachó la cabeza con humildad, permitiendo que le acariciara.

Un silencio que casi hacía daсo se había apoderado de la llanura v por unos mágicos segundos el tiempo pareció detenerse y la mujer — niсa fue dueсa absoluta de la voluntad de la bestia.

Luego dio media vuelta y regresó sobre sus pasos seguida por el caballo como por un perro amaestrado o un cordero.

El hombrecillo, cuyo habano había ya desaparecido en alguna parte definitivamente, inquirió estupefacto:

— ¡Vaina! ¿Cómo puede hacer eso?

Aurelia Perdomo, que estaba a su lado, cerró los ojos con resignación y dejó escapar un hondo suspiro.

— Amansa a las bestias — replicó con voz ronca—. Lo ha hecho siempre. Desde el día en que nació.

Celeste Báez amaba a los caballos.

Los amaba mucho más que a cualquier ser humano, porque de las bestias no había recibido más que afecto, mientras que de las personas, escasos recuerdos gratos conservaba.

Su madre murió joven y su padre le fue llenando la casa de amantes temporales que la relegaban a un segundo término empujándola cada vez más hacia las cuadras, los potreros y las largas cabalgadas por la llanura ilimitada, y por ello no resultó sorprendente que una calurosa tarde de verano, cuando aún no había cumplido los dieciséis aсos, un zafio peón la colocara a cuatro patas sobre un montón de paja y la montara exactamente igual que habían visto esa maсana cómo el más potente de los garaсones, Centurión, montaba a la más joven y delicada de las yeguas.

Aquella sofocante tarde, y las otras cien que le siguieron, constituían quizás el único recuerdo valioso que Celeste conservaba de su relación con los hombres, pues el analfabeto y bestial Facundo Camorra unía a su gigantesco pene una desesperante capacidad de autocontrol que le permitía permanecer durante más de una hora entrando y saliendo sin cesar en el cuerpo de la hembra que se arriesgaba a colocarse de espaldas a él y que tenía que acabar por dar mordiscos a una vieja fusta para evitar que sus gritos de placer acabaran por echar abajo las paredes.