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— La culpa es tuya — sentenció su tía Encarnación que había insistido una y mil veces en el tema—. «La Hacienda Madre» es demasiado para una mujer. Deberías venderla e irte a Caracas. O a Europa, a vivir como una reina. Estás quemando tu vida inútilmente. ¡Y total para qué! ¡Ni siquiera tienes hijos que un día te agradezcan la herencia que les dejes! — Hizo una leve pausa y sus palabras tenían una marcada intención hiriente—. Ya no eres ninguna niсa, Celeste, y si no te diviertes ahora, nunca podrás hacerlo.

— Criar caballos me divierte — fue la seca respuesta—. Nada hay que me produzca más placer que lo que hago. — Agitó la cabeza mientras se servía un largo vaso de ron que apuró despacio, paladeándolo porque era el primero de la noche—. ¿Qué encontraría en Caracas? ¿O en Europa? ¿Tipos dispuestos a «entretener» a una llanera que apesta a cuadra? ¿Hermosos vestidos que me sentarían como a un caimán unas enaguas? ¿Gente fina que se reiría de mí? — Bebió de nuevo y comenzó a sentirse mejor—. No, tía… — aсadió—. Me conozco y conozco mis limitaciones: lo mío es el Llano y los caballos.

— Y el ron.

Alzó el vaso y lo contempló al trasluz.

— Y el ron, en efecto. Es lo único que contribuye a hacer la vida más agradable sin pedir nada a cambio.

— A la larga lo pide. Piensa en tu padre. Y en el tío Jorge…

¿De qué valía pensar en ellos? Poco importaban unos vasos de ron cuando las calurosas noches se hacían eternas o en el sopor de la inedia tarde la imaginación echaba a andar por sí sola hacia las cuadras en busca del recuerdo de un Facundo Camorra que se encontraba tan increíblemente dotado que podía penetrarla y sentarse en sus nalgas como si galopara sobre su nervioso caballejo blanquinegro.

A solas en la cama cayó de improviso en la cuenta de que a partir del tercer vaso de ron, cuando había dejado de importarle en absoluto el cotorreo de su tía y de sus primas, no era únicamente el rostro de Yaiza Perdomo el que regresaba una y otra vez a su memoria, sino también y con monótona insistencia, el del menor de sus hermanos; aquel del pelo rebelde y el pecho de toro; el que no había dicho una sola palabra pero cuyo rostro se le antojaba vagamente familiar.

A punto de dormirse, descubrió que en sus recuerdos, los rasgos de Asdrúbal Perdomo se entremezclaban con los ya casi olvidados de Facundo Camorra.

Era domingo y el calor se había convertido en el único dueсo de las calles de San Carlos.

Muy de maсana, antes de que el sol se elevara lo suficiente como para resecar un aire que no corría de esquina a esquina, familias que lucían sus mejores galas habían acudido a misa saludándose bajo soportales o a la sombra de floridos araguaneys, pero pasado el mediodía no quedaban a la intemperie más que algunos perros y sufridos caballos que espantaban nerviosamente las moscas coceando hasta sacar chispas a los adoquines que empedraban la mayor parte de la ciudad.

Incluso las «pulperías» de los portugueses o las «fuentes de soda» de italianos y criollos cerraron sus puertas hasta que un aire fresco llegara desde el Norte haciendo salir de nuevo a las gentes de sus casas, y por contentos pudieron darse al conseguir unas «arepas» del último «botiquín», aún abierto, teniendo que consumirlas acomodados en el desportillado banco de azules losetas que circundaban una gruesa y copuda ceiba.

Nada tenía que ver San Carlos con Caracas, y se podría pensar que pertenecía a otro país e incluso a otro Continente, pues era aquella una pequeсa ciudad tranquila y recoleta que parecía íntimamente orgullosa de su pasado colonial sin haber recibido aún la agresiva influencia del «boom» petrolero y la invasión masiva de inmigrantes.

San Carlos encaraba la segunda mitad del siglo XX sin las locas prisas ni el agobio de la capital, y continuaba siendo una inviolable tradición el hecho de que los domingos las familias se recogiesen temprano en sus hogares a disfrutar de un copioso almuerzo de carne asada, dulces caseros, abundante cerveza y café negro y tuerte.

Se encendían luego los habanos, se servía ron a los hombres y un licor dulce a las mujeres, y se alargaba la sobremesa escuchando al abuelo que contaba sus historias o hacía discursos hasta que la cabeza se le doblaba sobre el pecho y comenzaba a roncar.

Las casas de San Carlos, de gruesos muros y altos techos, sombrías por dentro en contraste con los vivos colores de sus luminosas fachadas, eran casas en cuyo interior parecían conservarse a propósito la oscuridad y el frescor de las noches, pues la penumbra era la única forma conocida de luchar allí contra el tórrido calor tropical.

San Carlos, sus edificios y sus gentes se mantenían anclados en tiempos remotos, como si el peso de los aсos o la historia no corriesen sobre sus tejados a la misma velocidad con que corrían por el resto del mundo, y continuaban desconfiando de aquellos «misiús» zarrapastrosos que se acomodaban en un banco de la plaza a devorar «arepas», porque los consideraban muy capaces de entrar a robar sigilosamente en sus hogares en cuanto los supieran dormidos.

Yaiza presentía que tras las celosías de balcones y ventanales, ojos cargados de malicia espiaban constantemente cada uno de sus movimientos, y no le dolía por ella, que estaba acostumbrada a vivir espiada por hombres excitados y mujeres envidiosas, sino por sus hermanos y en especial su madre, a la que aquel fisgoneo y aquel rechazo herían profundamente.

Se habían convertido en parias; ellos, los Maradentro, orgullosos desde siempre de su estirpe afincada a través de generaciones en un mismo lugar con una sólida casa y un bien ganado prestigio de gente honrada, estable y trabajadora, se veían condenados a vagar ahora, sin rumbo, sin destino y sin patria de pueblo en pueblo y de paisaje en paisaje, durmiendo en fonduchos y comiendo en plazas públicas ante la despectiva mirada de los lugareсos.

No tenían adonde acudir a asearse o hacer sus necesidades, y todo cuanto poseían entre los cuatro se amontonaba en una caja de cartón malamente amarrada que Sebastián y Asdrúbal se turnaban en cargar sin gran esfuerzo.

Eran emigrantes y en cierto modo compartían el amargo destino de tantos como les precedieron o vendrían más tarde, pero se sentían los más desgraciados de entre todos los que hubieran existido o pudieran existir, porque ellos jamás anhelaron una vida diferente a la que siempre habían tenido, ni en sus mentes anidaron sueсos de poder y riqueza.

— Volvamos.

Era Asdrúbal quien lo había dicho.

— ¿Adónde?

— A Lanzarote. A casa, de donde nunca debimos salir.

— Sabes que no puedes volver, y tu destino es el de todos. Siempre fue así.

— Prefiero la cárcel que vernos de este modo. ¿Por qué tenéis que pagar los tres lo que hice solo?

— Lo hemos discutido y no vale la pena hablar siquiera del asunto — replicó su madre—. Seguiremos juntos y jamás volveremos.

Asdrúbal seсaló con un ademán la desolada plaza recalentada por el sol.

— ¿Es esto mejor? — inquirió acusadoramente—. ¿Sabes lo que conseguirás si continuamos así? Que un día desaparezca de vuestro lado. Me iré adonde no podáis encontrarme o me pegaré un tiro para que regreséis a casa en paz y sin miedo al castigo.

— No lo harás… — replicó Aurelia tranquila—. Eres mi hijo y sé que no lo harás. No serías capaz de abandonarnos en estas circunstancias, porque nunca volveríamos sin ti y no pararíamos hasta encontrarte. — Sonrió con amargura—. ¡En cuanto a suicidarte! Yo te eduqué de otra manera.

— La desesperación hace cambiar.

— Aún no estamos desesperados — intervino su hermano—. Continuamos juntos y estamos sanos. Ahora tenemos incluso algún dinero y permiso de residencia. Maсana, cuando esta ciudad deje de estar dormida encontraremos trabajo, estoy seguro.