— ¿Y esta noche?
— Volveremos a la fonda.
— ¿A esa fonda? — se asombró Asdrúbal—. ¿Le llamas fonda? Nos comían los mosquitos y las chinches, las cucarachas correteaban por la cama y el calor casi nos ahoga. ¿Cómo puedes pretender volver a meter a mamá y a Yaiza en ese sitio?
— ¿Prefieres dormir aquí, en la plaza con esa gente acechando?
— Tal vez. Tal vez, ¿por qué no? — repitió—. En el fondo, ¿qué me importa la gente? Si aquí corre más aire y no me pasan las cucarachas por la cara, prefiero dormir en el banco. — Hizo una pausa y se volvió a Yaiza que permanecía, como de costumbre, silenciosa y absorta, como si viviera en un mundo diferente —: ¿Y tú qué piensas? — quiso saber—. A veces se diría que todo esto nada tiene que ver contigo.
La muchacha pareció salir de un profundo ensoсamiento y tras mirar largamente a su hermano concluyó por dedicarle una leve sonrisa que iluminó su rostro y fue como si una ráfaga de aire fresco barriera la caliente plaza llevándose muy lejos las palabras amargas y los tristes presagios.
— Si tenemos que desaparecer, desapareceremos juntos — replicó con su voz cálida y grave—. Y si nos tenemos que suicidar, lo haremos juntos. Pero no temas: ese día aún no ha llegado. Tranquilízate y disfruta del lugar y del momento. ¡Me gusta esta plaza! — aсadió girando la vista a su alrededor—. Me gustan esas casas de colores alegres, y las flores, las palmeras y este árbol tan grande y tan copudo. — Sonrió de nuevo—. Me gusta sentarme en este banco y esperar.
— ¿Esperar qué?
Se encogió de hombros y se sumió de nuevo en el mutismo, con la atención pendiente de un diminuto colibrí que se mantenía quieto en el aire agitando un millón de veces sus frágiles alas mientras introducía su largo y afilado pico en una flor de un rojo intenso.
Asdrúbal Perdomo se volvió a su madre y a su hermano en busca de aclaración, pero comprendió al primer golpe de vista que se encontraban tan desconcertados como él mismo, por lo que se limitó a recostarse de nuevo en el asiento y mostrarle la lengua a una ventana tras cuyas persianas tuvo la sensación de que un par de oscuros ojos le observaban.
Sebastián sacó un cigarrillo y como siempre lo compartieron en silencio dispuestos a permitir que el tiempo transcurriera más lento en aquel lugar que en ningún otro del planeta, tratando de contagiarse del estado de espíritu de quien consideraba que aquella desolada plaza era en verdad un lugar hermoso rodeado de casas de colores llamativos, altivas palmeras, colibríes diminutos y gigantescas y frondosas ceibas.
Una hora más tarde, cuando el bochorno cobró mayor presencia y todos excepto Yaiza dormitaban, una silenciosa camioneta hizo su aparición en el extremo de la estrecha y empedrada calle, y avanzó despacio, como si le asustara inquietar la siesta ciudadana o buscara una dirección desconocida.
Al llegar a la plaza se detuvo, el motor se apagó, y Celeste Báez descendió y se les quedó mirando apoyada en la ventanilla del vehículo.
— ¡Hola! — saludó con timidez.
— ¡Hola! — replicó Yaiza mientras su madre y sus hermanos abrían los ojos.
— He vuelto.
La muchacha no dijo nada, limitándose a asentir sin que se pudiera interpretar si estaba contrastando un hecho evidente, o confirmando algo que sabía de antemano.
La recién llegada cruzó la acera buscando la acogedora sombra y se detuvo frente a ellos. Se la advertía desconcertada, como si estuviera preguntándose a sí misma qué demonios hacía allí en aquellos momentos.
Al fin, y al advertir que cuatro pares de ojos estaban fijos en ella, inquirió aún a sabiendas de la ingenuidad de su pregunta:
— ¿Encontraron trabajo?
Sebastián seсaló con un amplio gesto a su alrededor:
— Aquí, en domingo, ni las moscas trabajan.
— Tengo un pequeсo «Hato» muy lejos, Llano adentro, a orillas de un afluente del Arauca — dijo entonces ella—. Es un lugar solitario con no más de quinientas reses y cien caballos que cada día disminuyen porque abundan los ladrones de ganado y el capataz es viejo! y no puede hacerles frente. — Su vista estaba fija en Aurelia, aunque! ella hubiera deseado mirar a Yaiza o a aquel Asdrúbal que tanto leí recordaba a Facundo Camorra—. La casa es muy antigua, perol grande y cómoda. No puedo pagarles mucho porque aquello no me da más que pérdidas, pero tendrán techo y comida y ahorrarán algún dinero.
— Usted sabe que no entendemos de tierras ni ganado — le respondió Aurelia.
— Lo sé. — Tomó asiento a su lado y le golpeó con afecto la rodilla—. Lo sé, pero también sé que son capaces de aprenderlo. Hay dos peones indios algo flojos, pero de confianza. Lo que necesitan es una mano más fuerte que la de Aquiles. — Guiсó un ojo tratando de infundirles confianza—. Y yo iré de vez en cuando. Si se deciden, nos vamos ahora mismo.
Aurelia Perdomo se volvió a mirar a su hijo Sebastián, brindándole la decisión puesto que era el mayor y el cabeza de familia. Este observó a su vez a Asdrúbal que se limitó a encogerse de hombros evidenciando que le daba igual una cosa que otra, y por último todos los ojos se clavaron en Yaiza como si tuvieran la seguridad de que era la única que podía adivinar si la propuesta convenía a la familia.
Su expresión, distendida, era de buen augurio.
— Al menos no tendré que vivir eternamente embarazada — dijo—. Me gustarán los Llanos — aсadió—. Me gustarán, pero no por mucho tiempo. Asdrúbal quiere volver al mar.
Sebastián asintió y se dirigió directamente a Celeste Báez.
— Nos agradaría probar — dijo.
La mujer extendió la mano en seсal de aceptación y cierre de trato.
— Los gastos pagados, mil bolívares mensuales, y el cinco por ciento de los beneficios, aunque dudo mucho que los haya. ¿De acuerdo?
Sebastián estrechó la mano en nombre de toda la familia:
— De acuerdo.
Minutos más tarde la blanca camioneta se alejaba por la larga calleja empedrada, dejando la plaza, el banco y la ceiba más solitarios que nunca.
•
En Puerto Nutrias concluía todo vestigio de carretera — cuyo asfalto había desaparecido muchísimos kilómetros atrás — y en Puerto Nutrias era Como si acabara el mundo, o, por lo menos, como si acabara la civilización del siglo XX.
Era verano, las aguas del Apure bajaban escasas y un cuarto de hora separaba el pueblo del punto en que se encontraba atracada la balsa, por lo que costaba un notable esfuerzo imaginar que meses más tarde, cuando las grandes lluvias confiriesen al río toda su fuerza y esplendor, aquella pacífica corriente de apenas trescientos metros de anchura y nula profundidad, alcanzaría a lamer las primeras casuchas de barro del distante villorrio.
— Pero en invierno — puntualizó Celeste Báez—, nadie sueсa cruzarlo, pues el agua sobrepasa las copas de los árboles y el río es como un mar furioso capaz en sus mayores crecidas de arrasarlo todo.
Tras recorrer muy despacio la fangosa orilla, la camioneta había sido embarcada en un destartalado «bongó», construido a base de troncos y bidones vacíos, al que cuatro nombres empujaban clavando largas pértigas en el limo del fondo para caminar luego de proa a popa, extraer la pértiga del agua, y reiniciar el monótono ciclo.
Al otro lado y a casi idéntica distancia del borde del agua que se hallaba Puerto Nutrias, se alzaba Bruzual, que estaba considerado con toda propiedad el primer y último auténtico pueblo del Llano, y el principio y el fin de todos los caminos que de él llegaban o a él conducían.
Sus calles eran anchas y polvorientas, flanqueadas por casas de: blancas paredes y techos de palma o planchas de zinc, con amplias 5 ventanas pintadas de rabiosos colores y altas puertas ante las que se;' alzaba una barra de atar caballos.