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Le asaltó una desconocida sensación de vértigo y sintió una casi incontenible ansia de vomitar. Ella, hija, nieta y bisnieta de pescadores, que había soportado estoicamente las borrascas o el mar de fondo de una larguísima travesía del Océano en una desvencijada goleta de menos de veinte metros, descubría ahora sin embargo que su cuerpo se rebelaba contra el traqueteo de aquel renqueante y vetusto «Pontiac», y contra la sensación de agobio producida por el calor y la hediondez.

— ¿Te ocurre algo, hija?

— Me asfixio. ¡Esta ciudad apesta!

— Es cosa de la lluvia — comentó el gordo Mauro Monagas sin volverse—. Revienta los sumideros y hace que el río Guaire eche fuera toda su mierda. ¡Ese río acabará matándonos a todos! — aсadió—. La mayoría de las cloacas van a parar a él, y atraviesa la ciudad de parte a parte. Hay zonas donde durante tres meses al aсo no se puede vivir de la peste, los mosquitos y las ratas.

— Siempre había oído decir que ésta era una ciudad moderna — replicó con suavidad Sebastián, el mayor de los hermanos—. Todo el mundo habla de ella.

— ¡Y lo es! — admitió el otro—. La más moderna y la de más rápido crecimiento del planeta en este instante. Y ése es el problema: Llegan tantos emigrantes y se construye tan aprisa, que todo se queda pequeсo y nadie se preocupa de planificar un carrizo. De un día al siguiente nacen barrios que ni siquiera tienen alcantarillado… ¡Cosa de locos!

— Habrá mucho trabajo en ese caso.

El Manco se rascó la ceja con el muсón y se volvió a mirar de reojo a Asdrúbal que se sentaba a su lado y era quien había hecho el comentario.

— Eso depende de ustedes — dijo—. ¿Qué saben hacer?

— Somos pescadores.

Se oyó una estruendosa carcajada, desagradable y ofensiva.

— ¡Pescadores…! — exclamó—. ¡No friegue! Como no se dediquen a pescar moсigos en el Guaire, ya me explicará qué piensan hacer en Caracas.

— Hemos venido a conseguir los permisos de residencia — puntualizó Asdrúbal—. Luego volveremos al mar.

— ¡En Venezuela no hay mar, amigo! Hay mucha costa, eso sí,

pero no el mar que ustedes buscan. Aquí nadie pesca, porque apenas da para vivir. En Venezuela el dinero está aquí, en Caracas. Aquí se hacen las fortunas… O en Maracaibo, cerca de los campos de petróleo. El resto, el mar y sus peces, son para los negros de Barlovento. Y las selvas para los indios. ¡Háganme caso! — concluyó—. Si van a la costa se morirán de calor y asco. — Se arrimó al bordillo de la acera y frenó en seco—. ¡Hemos llegado!

Era un edificio viejo y tétrico que olía a humedad, orines y comida barata, con un lúgubre portal y una rechinante escalera de madera desgastada que trepaba a duras penas hasta un tercer piso en el que se abrían dos aftas puertas quejumbrosas.

La habitación correspondía al conjunto; un cubículo asfixiante y oscuro sin más ventilación que una diminuta ventana a la que le faltaban dos cristales y frente a la que se alzaba el desconchado muro de un estrecho patio interior.

— ¡Dios bendito!

— Si no les gusta no hay compromiso — puntualizó Mauro Monadas con naturalidad pero seguro de sí mismo—. Me pagan el transporte y se van a la calle a mojarse y buscar otra cosa antes de que se haga de noche. — Encendió un cigarrillo apretando la caja de cerillas contra su cuerpo con ayuda del muсón y sonrió burlón—. Pero dudo que consiguieran nada mejor por ese precio, y sería una pena que pasaran su primera noche en Caracas al aire libre. — Se pasó la mano por la nariz—. ¡Bueno! — se impacientó—. No puedo perder el día con ustedes. ¿Se quedan o se van?

Aurelia Perdomo recorrió nuevamente con la vista el deprimente cuartucho, pasó revista, uno por uno, a los rostros de sus lujos; reparó en la intensa palidez de su hija menor, y concluyó por agachar la cabeza con resignación.

— Nos quedamos — susurró.

El gordo alargó su única mano, y chasqueó los dedos.

— ¡La plata!

Lentamente Aurelia introdujo la mano en el bolsillo de su vestido, extrajo unos billetes que contó con sumo cuidado y los depositó en la sudorosa palma que se cerró sobre ellos como una trampa.

— ¡Una semana! — seсaló el hombre—. Ni un día más. El retrete es la tercera puerta y la cocina está al fondo del pasillo. Su turno es de doce a doce y media y de siete y media a ocho.

Dio media vuelta y desapareció por el estrecho pasillo por el que apenas cabía, y los Perdomo Maradentro se sintieron incapaces de hacer comentarios e incluso de mirarse a la cara, como si todos — los cuatro — se avergonzaran ante los demás miembros de la familia por soportar la humillación de semejante trato y tener que pasar tan sólo un minuto de su vida en tan repugnante porqueriza.

Aurelia Perdomo cerró muy despacio la puerta, apoyó en ella la espalda, y lanzó un hondo suspiro de resignación.

— ¡Bien! — musitó sin mirar directamente a ninguno de sus hijos—. Hemos perdido cuanto teníamos, y estamos aquí, sin dinero, en el más inmundo lugar de una ciudad desconocida de un país extraсo. Supongo que, quienquiera que sea que nos esté castigando no será capaz de inventar la forma de hundirnos más aún. Vamos a descansar porque a partir de maсana tenemos que conseguir que las cosas empiecen a cambiar.

Caracas era una ciudad madrugadora. Desde mucho antes de amanecer, sus gentes comenzaban a bullir y ponerse en movimiento, y con la primera claridad del día — sobre las seis de la maсana — las calles, las avenidas y las rápidas autopistas se convertían en un hervidero de alborotados automovilistas a los que pese a lo tempranero de la hora se diría que había atacado el veneno de la prisa.

Era como si con la misma velocidad con que el sol ascendía en el horizonte, más allá de la cordillera que dominaba el Monte Avila, ascendiera el volumen del estruendo de aquella ciudad que hasta pocos aсos antes no había sido más que una recoleta villa de nostalgias coloniales en la que tan sólo se escuchaba el piar de los pájaros y el canto del viento en las copas de los altos chaguaramos.

Cientos, miles, millones de rugientes motores; griterío de claxons; sirenas de policías y ambulancias; chirriar de grúas, llamadas de vendedores ambulantes que voceaban las más heterogéneas mercancías y, sobre todo ello, dominándolo, confundiéndolo, pero nunca ahogándolo, la algarabía de también cientos, miles y millones de aparatos de radio a todo volumen que parecían querer competir entre sí por emitir una voz diferente o una música más chillona.

Emigrantes que habían llegado desde dispersos rincones del planeta decididos a recuperar velozmente los aсos perdidos en guerras, hambre, cárceles o campos de concentración, habían contagiado de su fiebre a un gran número de criollos que parecían estar despertando de una larga siesta para descubrir que también ellos, los más humildes y olvidados, aquellos a los que la antigua Venezuela agrícola y colonial no brindo nada nunca, estaban igualmente en condiciones de apoderarse de un hermoso pedazo del gran pastel en que se había transformado la nueva Venezuela del petróleo, el hierro y la bauxita.

Tan sólo la vieja aristocracia del dinero; los descendientes de las vetustas familias de hacendados cuyos tatarabuelos conquistaron las planicies del interior a golpe de espada y lomo de caballo, se esforzaba inútilmente por mantener la calma con el aire distante del marqués que ve cómo un populacho enloquecido irrumpe en su jardín, aplasta sus parterres y roba sus rosas y manzanas.

Como altivos castillos asediados por las bárbaras hordas, los viejos caserones circundados de robles centenarios se iban viendo asaltados por agresivos edificios de veinte y treinta pisos desde cuyas diminutas ventanas ávidos ojos inquisidores espiaban lo que ocurría en el interior de los empedrados patios, ansiosos siempre por avanzar un metro más, tumbar un nuevo árbol o transformar en Galería Comercial, Hotel, o Condominio, un mimado jardín o una lánguida rotonda.