Casi al instante las casas de Bruzual y todo cuanto quedaba a sus espaldas desapareció tragado por la espesa nube de polvo que la camioneta levantaba a su paso y que en la reseca llanura era como un clarín que anunciase a increíbles distancias el avance de un vehículo.
Se inició entonces una diabólica danza bajo el tórrido y pegajoso calor de media maсana, calor que iba ascendiendo con el sol, y que alcanzó pasado el mediodía los cincuenta grados centígrados, espesando el aire, secando las gargantas, y haciendo que cada poro del cuerpo pareciese palpitar como dotado de vida propia en su afán por expulsar diminutas gotas de un sudor espeso y salado.
Espatarrados sobre un revoltijo de cajas, sacos y bidones a los que se creería dotados de voluntad propia pues de continuo saltaban como pretendiendo escapar de aquella enloquecida coctelera, Asdrúbal y Sebastián eran los que con mayor rigor sufrían las fatigas del viaje pues el sol se empeсaba en abrasarles, el polvo ascendía directamente hasta sus fosas nasales, y el traqueteo semejaba una constante lucha con cien borrachos invisibles que estuvieran tratando de arrojarlos violentamente a aquel mar de espesos matorrales.
Dos horas después alcanzaron la orilla del primer «caсo», y Celeste Báez se detuvo a la sombra de un grupo de arbustos del que alzaron el vuelo docenas de ibis rojos y enormes «garzones — soldado» de plumaje blanco y negro cuyo marcial aspecto justificaba a las claras su denominación.
— Dejaremos pasar aquí la «malcalor» y comeremos — dijo—. Pueden refrescarse con cubos, pero no se metan en el agua. Los ríos, al correr, son menos peligrosos pero cuando los «caсos» comienzan a secarse, se concentran bichos que se vuelven cada vez más agresivos. Puede haber anguilas eléctricas, «tembladores», piraсas, rayas, e incluso alguna anaconda. — Seсaló a una masa oscura que se distinguía a unos doscientos metros más abajo, en la ribera opuesta—. Aquellos son caimanes, que los tenemos de dos tipos: el «yacaré» y la «baba», y cualquiera de ellos puede arrancarles una pierna de un mordisco.
Minutos más tarde, mientras derramaba sobre su hermano cubos de agua oscura y tibia que apenas conseguía refrescarles pero les liberaba en parte de la gruesa capa de polvo que les cubría, Asdrúbal se detuvo un instante en su tarea y comentó meditabundo:
— ¿No estaremos cometiendo una locura? A mí no me parece que éste sea lugar apropiado para Yaiza.
— ¿Y cuál lo es? — replicó Sebastián—. ¿Caracas con ese fulano tratando de meterla a puta, o San Carlos, donde nos espiaban como si estuviéramos a punto de robarles? — Tomó a su vez el cubo, lo llenó de agua y la dejó caer muy lentamente sobre la cabeza de su hermano intentando aclarar la pastosa masa que había formado el barro en sus cabellos—. Estoy de acuerdo que el lugar no es apropiado, pero es que no nos han dejado otra opción. Supongo que si alguien ha conseguido hacerse viejo aquí, nosotros lograremos sobrevivir un tiempo. Tan malo no puede ser el sitio.
•
La mansión era grande y luminosa, de madera de paraguatán y aun de caoba, que allí costaba tanto como el palo más seco, con una amplia galería que la rodeaba por completo, alzada sobre postes que la aislaban de serpientes y alacranes y la ponían a salvo cuando al dormido río le daba por despertar, erguida casi en la cima de la loma pero manteniendo a unos cien metros las copudas ceibas y las altivas «palmeras moriche» que atraerían el rayo, que era siempre el peor enemigo de las casas llaneras.
Le faltaba pintura, y un siglo de lluvias y de soles había dejado su marca en techumbre y paredes, pero aún conservaba el orgullo de ser la edificación más sólida y altiva desde el Apure al Meta.
— Esta era la famosa «Hacienda El Tigre» que nadie cabalgaba en tres días, pero las particiones entre herederos la fueron mutilando, y al fin a nosotros nos quedó la casa, estas tierras y ese ganado, y como ya el nombre se le iba quedando grande, mi padre la dejó en «Hato Cunaguaro», un felino que abunda por aquí y que es poco mayor que un gato montes.
Celeste Báez conocía bien aquella casa porque había pasado en ella los más hermosos días de su infancia y aсos más tarde largos meses de embarazo hasta dar a luz en la habitación del fondo a una criatura de la que nunca supo ni tan siquiera el sexo, y a la que las tranquilas aguas del río se llevaron de inmediato porque don Leónidas Báez no aceptaba al hijo de un gaсán en su familia.
Sentada en la mecedora del porche a la espera de uno de aquellos atardeceres que tan bien recordaba, y escuchando los ruidos que hacían a sus espaldas los Perdomo Maradentro mientras cambiaban muebles de lugar, barrían estancias y se acomodaban en lo que sería su hogar, evocó con nostalgia el tiempo en que dejaba pasar largas horas en aquel mismo lugar acariciándose el vientre y advirtiendo cómo daba patadas la criatura, tentada por la idea de trepar a un caballo y alejarse al galope, a buscar un lugar seguro en el que traer a su hijo al mundo, y le pesaba desde entonces como una losa insoportable su cobardía, porque aquel ser inocente no merecía un destino tan trágico, y siempre presintió que si lo hubiera conservado los aсos posteriores no hubieran sido tan áridos, vacíos y carentes de sentido.
Un mozarrón sería ya Facundo Báez; alguien en quien depositar la carga del diario batallar con peones y caballos; alguien en el que descansar de los esfuerzos y fatigas; alguien a quien ofrecer tanto amor malgastado.
Un hombretón sería ya, sin duda alguna, parecido a aquel Asdrúbal de negro pelo ensortijado, pecho de toro y mandíbula cuadrada que había hecho temblar su pulso cuando se despojó de la camisa a la orilla del «caсo» para que su hermano le arrojara cubos de agua, y Celeste se preguntaba por qué razón, si se había estremecido de aquel modo al ver semidesnudo a un hombre tan hermoso, había estado sin embargo a punto de perder el sentido al descubrir, más allá de las matas, la majestuosa desnudez de su hermana.
Tratar de alejarse de la visión de Asdrúbal, bordear la ceiba y toparse de frente con el cuerpo empapado de Yaiza Perdomo a la que su madre duchaba junto a la orilla, había constituido probablemente la más violenta impresión que Celeste Báez había experimentado desde la lejana tarde en que el superdotado Facundo Camorra la atravesó por primera vez con lo que se le antojó un hierro de marcar ganado al rojo vivo.
Tuvo que quedarse muy quieta entre las matas dudando entre volverse a contemplar el poderoso pecho de Asdrúbal o extasiarse ante la belleza de aquella criatura, y le espantó el hecho de que por un instante le asaltó la incomprensible tentación de avanzar unos metros para alargar la mano y acariciar aquella piel sin tacha; aquellos senos rotundos; aquellos muslos de mármol o aquella negra mata de vello ensortijado.
Fue tan sólo un chispazo rápidamente dominado, pero un feroz chispazo que la mantuvo toda la tarde inquieta; que le obligó a vaciar una botella de ron para conseguir dormir en paz consigo misma, y que continuó obsesionándola durante el día siguiente, al igual que le asaltaba ahora cuando observaba el sol bajar hacia su ocaso y escuchaba aquella voz profunda y repleta de misteriosas resonancias, que preguntaba a sus hermanos en qué habitación querían dormir.
Celeste Báez nunca había experimentado atracción por las mujeres y pese a la maledicencia de quienes no llegaban a entender las razones de su agresivo comportamiento, su forma de vestir, o la aspereza de sus gestos, jamás hasta aquel bochornoso mediodía sabanero le pasó por la mente la idea de tocar a ninguna como no fuera para ayudarle a traer un hijo al mundo, y por ello la magnitud de la descarga eléctrica que había recorrido su espina dorsal al descubrir la desnudez de Yaiza la anonadaba.
¿Qué poder de seducción emanaba de aquella desconcertante criatura? ¿De dónde partía la fuerza que irradiaba y que atraía como un gigantesco imán todas las atenciones? ¿Cómo era posible que incluso ella misma se viera asaltada de forma tan clara por un impulso tan violento?