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Quieta en la mecedora, con el cuerpo inclinado hacia delante, los codos sobre las rodillas, el cigarrillo en una mano y un vaso de ron en la otra, permaneció largo rato observando esconderse el sol más allá de los araguaneys que limitaban sus tierras al oeste, buscando en lo más profundo de los complejos sentimientos que se habían apoderado de su espíritu en las últimas horas, y tratando de ser sincera consigo misma y decidir si deseaba que en aquel justo momento Asdrúbal Perdomo la tomara del brazo y la condujera a la cuadra para ponerla de rodillas y penetrarla con la misma violencia con que la penetraba Facundo Camorra, o hubiera preferido recostar a Yaiza Perdomo en la inmensa cama sobre la que tantos aсos atrás dio a luz un hijo olvidado, y comenzar a acariciarla tiernamente para concluir hundiendo profundamente el rostro en aquel insondable abismo de negro vello ensortijado.

Sintió vergьenza de sí misma y más tarde sintió rencor e incluso odio hacia aquella criatura que había aparecido de improviso en su monótona existencia inquietándola y produciéndole un angustioso desasosiego tiempo atrás olvidado, pero luego la oyó preguntarle a su madre si podía empezar a fregar la cocina, y comprendió que el mal no estaba en ella o en la magnificencia de su desnudez, sino en los ojos con que la había mirado y el ansia de posesión que se apoderaba de todo ser humano al enfrentarse a algo tan especialmente hermoso.

Oscurecía y no existía para Celeste Báez espectáculo en el mundo comparable a aquellos atardeceres de la llanura, cuando el sol se había ocultado ya en el horizonte, todo cobraba un tinte gris sobre la tierra y el cielo se entremezclaba de azul, blanco y escarlata violento.

Percibió el retumbar de los cascos y el grito de un hombre y éste apareció inclinado sobre el cuello de su nerviosa yegua conduciendo ante sí, lazo en mano, una reata de animales con la crin al aire, la cabeza alta y el paso ágil, mientras un perro, que era como una diminuta centella ayudaba a su amo a mantener unido al grupo, la nube de polvo que iban dejando atrás se elevaba más allá de las más altas palmeras, y un relinchar impaciente y nervioso indicaba que dos caballos habían escapado alejándose en la penumbra.

Pero el jinete empujó la reata al corral de toscos maderos, permitió que un silencioso indio lo cerrara y, sin descender siquiera de la cabalgadura, bebió un trago de agua y partió de nuevo hacia la noche en pos de los animales fugitivos guiado únicamente por las sombras, los ladridos y el golpear de las pezuсas. En la quietud del llano, que ya a aquellas horas nada ni nadie era capaz de turbar, Celeste fue comprendiendo por el jadear de la yegua, el relincho de los perseguidos, las llamadas del hombre, las respuestas del perro y el golpear del lazo contra la silla, qué era lo que estaba ocurriendo en las tinieblas y fue como un suspense expectante, hasta que de entre las sombras nació la cabeza de una bestia, después otra, luego el polvo, y al fin el jinete descalzo que ni siquiera espuelas necesitaba, y que tras recoger definitivamente a los animales, avanzó hasta detener su montura al pie de la baranda para despojarse del ancho sombrero, secarse el sudor y saludar respetuoso:

— ¡Buenas noches, ama! Aсos sin verla.

— Buenas noches, Aquiles… Muchos, en efecto.

El hombre indicó con un gesto hacia el interior de la casa en donde comenzaban a brillar luces y se advertía ruido y movimiento.

— ¿Huéspedes?

— Vienen a quedarse… A ti voy a llevarte a la «Hacienda Madre». Nicanor se queda ciego y necesito alguien de confianza en mis ausencias.

El jinete meditó unos instantes y al fin giró la vista a su alrededor como tratando de abarcar la inmensidad de cuanto le rodeaba.

— Ya estoy viejo y me había hecho a la idea de que me enterraran allí, al pie del samán, junto a mi Naima.

— Allí te enterrarán si ése es tu gusto, pero antes vendrás conmigo. Desmonta y echa un trago… Ese llano escupe mucho polvo y todo se emperra en agarrarse a la garganta.

El anciano obedeció, desensilló su yegua que se alejó sola hacia la cuadra, y ascendiendo sin prisas los escalones se detuvo, muy erguido, con el sombrero aún en la mano, ante la mujer que llenó hasta el borde un vaso de ron y se lo alargó a la vez que seсalaba una banqueta.

— ¡Siéntate! — pidió—. Tendrás muchas cosas que contarme… ¿Cómo marcha el «Hato»?

— Esperando «la seca» que ya se anuncia y promete ser dura. — Tomó acomodo, bebió despacio, y aсadió pausadamente —: La crianza fue buena y nacieron varios potros hijos de Barragán que podrían ser campeones, pero por desgracia algunos me los robaron en mis propias narices. — Hizo una corta pausa—. Pude recuperarlos, pero no quise echar leсa al fuego ni provocar disgustos familiares.

— ¿Quién fue?

— Su primo, Cándido Amado.

— «… de los "zamuros" y los buitres» — exclamó instintivamente Celeste Báez siguiendo la tradición familiar cuando alguien se refería a los Amado—. ¿Salió tan ladrón como su padre?

— Con todos los respetos hacia el gran «coсoesumadre» que fue don Cándido, el vástago resultó aún más artero y guabinoso. Al menos el viejo no ocultaba sus maсas y si demostrabas que sus hombres te habían afanado un potro, lo devolvía con una botella de «caсa» y una disculpa, pero el Candidito es hipócrita y enredador como puta de «botiquín» y usted disimule el símil.

— Tendré que conocerle.

— No va a gustarle.

— A nadie le gustaron nunca los Amado. Tan sólo a mi pobre tía Esmeralda a la que igual le hubiera dado un mono «araguato» que un Amado.

— «… de los "zamuros" y de los buitres». — El viejo hizo un gesto hacia el interior de la casa—. ¿Gente del Llano?

— Del mar. Nunca habían visto una vaca ni un caballo.

Aquiles Anaya que había iniciado parsimonioso la tarea de liar un cigarrillo en un papel amarillento, se detuvo un instante, reflexionó, pasó luego la lengua por el pegamento y enrolló con igual calma las puntas.

— La tierra es suya — dijo al fin—. Suyos también los animales, y no soy quien para aconsejarle cómo manejar sus negocios.

— Son buena gente. Con ganas de trabajar y salir adelante, y confío en que tú les enseсarás cuanto haga falta.

— Si usted lo ordena.

— Te lo pido. El que quiere puede aprender sobre vacas y caballos. El que no quiere, nunca aprende a trabajar.

Había cerrado la noche, apenas se distinguían ya los rostros y el capataz buscó una cerilla, encendió el cigarrillo y alzó luego el cristal del quinqué que colgaba sobre su cabeza. Cuando prendió la llama que iluminó parte de la baranda, su vista quedó fija en la figura humana que había hecho su aparición en el umbral de la puerta y la observó hasta que al consumirse la cerilla le abrasó los dedos, aunque no hizo gesto alguno ni protestó siquiera, limitándose a tomar asiento de nuevo muy despacio y respirar como si le hubiera faltado súbitamente el aire.

Celeste Báez no necesitó volverse pues supo desde el primer momento de quién se trataba.

— Acércate, Yaiza — pidió—. Quiero presentarte a mi capataz, Aquiles Anaya…

— ¡Buenas noches!

— ¡Buenas noches! — replicó apenas el viejo.

La muchacha dio unos pasos, se detuvo frente a ellos, y se acomodó sobre el travesaсo superior de la baranda de modo que inadvertidamente su desnuda pierna, su rodilla y el nacimiento de uno de sus pétreos muslos quedaron frente a la llanera que hizo un esfuerzo y apartó de inmediato la mirada clavándola en la noche.

— Celeste me ha hablado de usted… — musitó Yaiza con una voz eme parecía llenarlo todo—. Dice que me enseсará a montar a caballo y ordeсar una vaca.