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El anciano no respondió, pues se aseguraría que todos sus sentidos se habían concentrado en uno solo; el de la vista, y la contemplaba y volvía a contemplar de arriba abajo y abajo arriba con la ausente insistencia de quien está tratando de cerciorarse de que se encuentra ante un ser de carne y hueso y no es víctima de una jugarreta de su imaginación.

— ¡Vaina! — exclamó al fin.

— ¿Cómo dice?

— He dicho, «vaina», y usted perdone, pero me duele tener que haber llegado hasta tan viejo para descubrir que una mujer así pueda existir. — Se volvió hacia Celeste Báez—. ¿De dónde la ha sacado?

— La encontré en el camino.

— ¡Por ese camino debí pasar yo cuarenta aсos antes! — se lamentó el llanero—. ¿Cómo dice que se llama?

— Yaiza.

— ¡Yaiza…! — Lanzó un leve silbido—. Pues escuche, pequeсa: por estos llanos y estas selvas me tropecé con muchos tigres, pumas, anacondas, serpientes, indios bravos, y ladrones de ganado, pero por mi «taita» le juro que jamás me topé con nada que, remotamente, se me antojase tan peligroso como usted.

Ella sonrió, y su sonrisa pareció avivar y multiplicar el brillo de la oscilante llama.

— ¡Gracias! — replicó—. Tal como lo ha dicho me halaga el cumplido, pero será el último, ¿verdad?

Había un matiz de súplica tan nítido y sincero en su pregunta, que el capataz pareció captarlo de inmediato, la miró a los ojos, leyó en el fondo de ellos, y asintió convencido.

— Lo será, mi hija. Lo será — prometió.

— A la mitad de los que no arrastró el agua durante las últimas inundaciones, los matará la sed en los próximos meses, y aquellos potros y becerros que no devoraron los tigres o las alimaсas a poco de nacer, se los llevarán a Colombia los cuatreros o los marcarán con sus hierros los vecinos… — Hizo una pausa, mientras concluía de liar uno de sus amarillentos cigarrillos—. Por contentos podemos darnos si salvamos dos de cada diez animales que nacen en el «Hato», y eso nunca lo hará rentable. — Miró directamente a Celeste Báez que ocupaba la otra cabecera de la larga y pesada mesa de caoba—. Tal vez haría mejor en ceder de una vez y vendérselo a su primo.

— ¡Nunca! — fue la seca respuesta que no admitía discusión—. Aunque toda mi vida pierda dinero, jamás consentiré que uno de esos «amados de los "zamuros" y los buitres» ponga el pie en esta casa como dueсo. — Dedicó una sonrisa de agradecimiento a Yaiza, que le cambiaba en ese momento el plato, y continuó con voz firme —: Ese fue siempre el sueсo del «sacristán», que se murió sin conseguirlo, y lo es también de la babosa de su hijo que está convencido que el hecho de vivir en «Cunaguaro» le convertiría de la noche a la maсana en llanero y hombre de pelo en pecho. ¡Nunca! — repitió—. Antes lo regalo.

— Pues seguirá echando lavativas hasta aburrirnos.

— A mí «pata — e — rolo» — sentenció Celeste—. Si algún día me hincha las pelotas mando para acá una docena de mis muchachos a que recuperen por las bravas todas las bestias que se me han llevado y algunas más. En cuánto le enseсe las uсas, Candidito se mea los pantalones porque al fin y al cabo no lleva en la sangre más que el vino de misa que bebía su padre y el agua bendita con que se lavaba el culo la retrasada de su madre. ¿Cómo es personalmente?

— Como mango pasado: amarillo, blando, relamido y fibroso. Le sudan las manos, cuando habla te escupe y le queda siempre saliva en la comisura de los labios.

Celeste Báez abrió mucho la boca y sacó la lengua mientras lanzaba una exclamación gutural que mostraba a las claras su repugnancia y luego se volvió a Asdrúbal y Sebastián que se sentaban a la derecha de la mesa, entre ella y el viejo capataz.

— ¡Ya lo han oído! — dijo—. Ese es su vecino y el que intentará jeringarles. Olviden que es mi primo, y no consientan nunca que traspase las lindes de mis tierras.

— Lo hace en cuanto me descuido — le recordó Aquiles Anaya—. A veces creo que piensa que esto es suyo, y que muy pronto «Hato Cunaguaro» y «Hato Morrocoy» volverán a unirse para convertirse de nuevo en la «Hacienda El Tigre». — Encendió su cigarrillo—. Y que él será el patrón.

— ¡Ni muerta! — replicó la llanera mientras golpeaba con el dedo la mesa, segura de sí misma—. De mi abuelo aprendí un truco: cuando tuvo que repartir la herencia y vio que no le quedaba más remedio que cederle algo a mi tía Esmeralda y al ladino ladrón de su marido, les entregó «Morrocoy» con la condición claramente estipulada de que no la podrían vender: ni ellos, ni sus hijos, ni sus nietos. De ese modo condenó al «sacristán», que estaba convencido de haber hecho su fortuna preсando a una pobre retrasada mental, a pasarse el resto de su vida en una tierra que odiaba. — Sonrió—. Yo haré lo mismo: quien herede algún día «Cunaguaro», jamás podrá venderlo.

— ¿Por qué? — quiso saber Aurelia, que al igual que sus hijos había permanecido en silencio durante el largo almuerzo—. ¿Qué más da quien ocupe unas tierras o una casa que sólo le proporcionan pérdidas y disgustos?

Celeste Báez la observó unos instantes mientras se servía un generoso vaso de ron, pareció aguardar a que Yaiza regresara de la cocina y tomara asiento junto a su madre y por último, pausadamente, replicó:

— Usted quizá no lo entiende, pero los Báez hemos sido, desde muy antiguo, una familia de pura estirpe llanera. Ha habido Báez buenos, y Báez malos, como en toda gran familia, pero siempre fueron hombres bragados y mujeres de coraje. — Bebió con el ansia con que parecía hacerlo siempre—. Pero siendo muy mayores, mis abuelos cometieron el error de tener una hija que les salió, por desgracia, retrasada. No se nota mucho, pero lo cierto es que nunca fue agraciada y su edad mental no supera la de una niсa de once aсos. Su único consuelo y su refugio eran los santos y la Iglesia, y aprovechándose de ello un sacristán la embarazó en un confesionario con el único y exclusivo propósito de entrar a formar parte de los Báez. Ese fue el tal Cándido Amado, y el fruto del confesionario su hijo, Candidito.

— ¿Pero y su tía? — quiso saber Aurelia—. ¿Qué culpa tiene?

— A mi tía la han mantenido contenta con una habitación llena de santos, y eso le basta. La pobrecita es como un mueble, y aquí no la tratarían mejor de lo que la han tratado hasta el presente. — Seсaló a su alrededor con un amplio gesto de las manos—. Esta es una casa llena de historia y de recuerdos, y aquí nació mi abuelo Abigail, que galopó toda una noche con tres balas en el cuerpo antes de quedarse frío sobre la silla, y ni aun muerto lo derribó el caballo.

— ¿Era tuerto?

Celeste Báez se volvió con rapidez a Yaiza Perdomo y la miró con sorpresa:

— ¿Cómo lo sabes?

Se hizo un silencio; un silencio tenso en el que sus hermanos y su madre la miraron acusadoramente, y Yaiza pareció darse cuenta de lo improcedente de su pregunta porque se sonrojó, inclinó la cabeza y la mano que sostenía el cuchillo tembló ligeramente antes de apoyarse en la mesa.

Tanto Aquiles Anaya como la dueсa de la casa percibieron que algo ocurría; observaron con detenimiento a Asdrúbal, Sebastián y Aurelia, y por fin Celeste inquirió de nuevo:

— ¿Cómo lo sabes?

La muchacha no dijo nada. Aún con la cabeza gacha jugueteó unos instantes con el cuchillo y por último se volvió a mirar a su madre en busca de ayuda. Ante la seriedad de su expresión hizo un gesto de impotencia.

— Lo lamento — dijo—. Me salió sin pensar.

Aurelia inclinó la cabeza comprensiva y le acarició con ternura el antebrazo:

— Lo sé, hija. No te inquietes. — Hizo una pausa y con un supremo esfuerzo, aсadió —: Responde a la pregunta.