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Pero Yaiza se mordió los labios y alzó ahora el rostro hacia sus hermanos. Se diría que estaban a punto de saltársele las lágrimas, y su súplica iba dirigida preferentemente a Sebastián:

— ¡No te enfades! — pidió—. No es mi intención complicar las cosas.

— ¡Está bien, pequeсa! Está bien — fue la amistosa respuesta—. Al fin y al cabo, pronto o tarde tenía que saberse.

— ¿Pero qué es lo que ocurre? — se impacientó Celeste Báez visiblemente nerviosa—. ¿A qué viene tanto secreto? ¿Y cómo es posible que sepas que mi abuelo era tuerto, si desde que le saltaron el ojo nunca permitió que le fotografiaran y es algo que incluso yo tenía olvidado?

Yaiza meditó aún unos segundos; la miró, miró luego al viejo capataz que no había abierto la boca limitándose a analizar cada uno de sus gestos, y al fin, con cierta timidez, comenzó:

— La primera noche que dormimos en la casa vino a verme un jinete. Montaba un caballo negro y vestía una camisa blanca, abotonada hasta el cuello y manchada de sangre por tres partes. Permaneció un largo rato al otro lado de la ventana, mirándome con su único ojo: el izquierdo. Luego dijo algo y se marchó.

— ¿Qué dijo?

La menor de los Perdomo Maradentro se sonrojó, inclinó de nuevo la cabeza y por último casi con un susurro, aсadió:

— «Hubieras sido una digna madre de los Báez, pero al último Báez que hubiera sido digno de tal nombre, lo devoraron los caimanes de ese río.»

Con el aullido de un animal al que le hubieran abierto las entraсas con un cuchillo helado, Celeste se dobló sobre sí misma y cayó de su asiento, revolcándose en el suelo y dando patadas a diestro y siniestro como presa de un ataque epiléptico.

Se precipitaron sobre ella, tratando de calmarla; la obligaron a beber un largo vaso de agua, y Aurelia la abrazó y acarició hasta que cesó de estremecerse.

Cuando dejó de hipar y de sorber mocos, Celeste Báez fijó los ojos en Yaiza y entrecortadamente, musitó:

— Era un niсo. Era un niсo y he tenido que esperar tantos aсos para saberlo. ¡Mi niсo! — sollozó de nuevo—. Mi niсo, al que se lo comieron los caimanes. — Hizo una pausa, se pasó el dorso de la mano por la nariz, y sin apartar los ojos de la muchacha inquirió agresiva —: ¿Quién eres? ¿Quién eres, que apareces de pronto y todo lo transformas…? — Agitó la cabeza como si tratara inútilmente de ordenar las ideas—. Desde que te conozco todo en mí se confunde. ¿Quién eres, di? ¿Por qué amansas a los caballos? ¿Por qué enloqueces a las personas? ¿Por qué te hablan los muertos? — Alzó suplicantes los ojos hacia Aurelia e insistió —: ¿Por qué?

La otra hizo un gesto de profunda resignación:

— Tiene el «Don».

— ¿El «Don»?

— Un poder superior a ella misma que no puede controlar. Le obedecen las bestias y le hablan los muertos. A veces cura a los enfermos y presiente las desgracias.

— ¿Es «ojeadora»?

Todos se volvieron a Aquiles Anaya que era quien había hecho la pregunta y que no parecía alterado, como si todo aquello fuera algo que no estuviera en absoluto reсido con la lógica.

— ¿«Ojeadora»? — repitió Aurelia molesta.

— Que tiene relación con hechiceros y «ojeadores» que enferman a un animal o a un cristiano tan sólo con mirarlo. — Hizo un gesto con la cabeza hacia el horizonte—. Allá, en las selvas del Orinoco vive «Camajay — Minaré», la diosa que obliga a que se maten por su amor los hombres. — Hizo una corta pausa y lanzó la colilla de su cigarrillo al fondo de la taza que había contenido café—. Aquí en el llano cuenta con muchos seguidores — concluyó—. En especial entre los «baqueanos» y los indios.

— Mi hermana no tiene nada que ver con brujos ni hechicerías — intervino seco y malhumorado Sebastián—. Tan sólo percibe cosas que a otros les están vedadas. — Se volvió a Celeste y resultó evidente que estaba tratando de desviar la atención—. Lo que me sorprende,

es que le impresione tanto lo que ha dicho — comentó—. ¿Acaso tiene algún significado?

La aludida, que había logrado recuperar en parte la calma tomando asiento nuevamente para reconfortarse con un largo trago de ron pese a que aún le temblaba el pulso, respondió sin mirarle, pues su vista continuaba pendiente de Yaiza:

— Sí. Naturalmente que lo tiene, pero prefiero no hablar de ello. — Llenó de nuevo el vaso—. ¿Qué más sabes de esta casa? — inquirió por último.

A Yaiza le molestó la pregunta, pareció rechazarla en un principio, pero al fin giró la vista a su alrededor como si viera por primera vez aquellas paredes y aquel techo o estuviera tratando de leer un mensaje que únicamente ella sabía descifrar.

— Es muy antigua y ha nacido mucha gente en ella — dijo—. Pero aún está viva, porque aquí nunca murió nadie.

— Eso no es cierto — replicó Celeste Báez y con el dedo indicó directamente a Aquiles Anaya—. Su esposa murió aquí.

La muchacha guardó silencio y volvió a mirar las paredes como si ella misma se sorprendiera por su error, pero no le dejaron mucho tiempo para hacerlo, porque el anciano capataz, que había re — iniciado la tarea de liar uno de sus cigarrillos, comentó sin alzar la cabeza:

— Perdone, ama, pero lo que ha dicho no es exactamente así. Naima padeció aquí toda su enfermedad, pero una tarde salió a dar un paseo y cuando regresé me la encontré dormida para siempre allí, bajo el samán que tanto le gustaba. — Encendió con serena calma su cigarrillo—. La acompaсé toda la noche, allí la enterré y allí sabe usted que quiero que me entierren. — Indicó con un leve ademán a Yaiza—. Por lo que puedo recordar, ella tiene razón: nadie ha muerto aún en esta casa.

Se hizo un silencio en el que no se escuchó más que el resoplar de los caballos que habían quedado junto a la baranda y el cacareo de una gallina que buscaba gusanos. Cuando al fin se decidió a hablar, se diría que el tono de Celeste sonaba marcadamente agresivo.

— Dime… — inquirió—. ¿Nunca te equivocas?

Ella la miró con fijeza, directamente a los ojos, y con infinita calma replicó:

— Me gustaría equivocarme siempre. Sería más fácil para todos.

— No he pretendido molestarte.

— No me molesta. Estoy acostumbrada.

La llanera fue a decir algo tratando quizá de disculparse, pero Aurelia la interrumpió con un gesto de la mano.

— ¡No se preocupe! — dijo—. Es lógico que estas cosas inquieten y sorprendan. — Intentó sonreír con innegable esfuerzo—. Me ocurre incluso a mí, que la conozco desde que nació. A la mayor parte de la gente le extraсa que ella misma rechace esos poderes, pero es que resultan incontrolables y casi nunca sirven para nada.

— ¿Han consultado a algún especialista?

— ¿Qué clase de especialista? Mi hija no está enferma.

— No, ya lo sé — admitió Celeste Báez—. No está enferma, pero habrá quien se ocupe de esta clase de fenómenos: Parapsicólogos, psiquiatras, sociólogos…, ¡qué sé yo!

— En Lanzarote, por no haber, no había ni dentista — puntualizó Asdrúbal Perdomo interviniendo por primera vez en la conversación—. Y el médico era un viejo matasanos, más peligroso que la propia enfermedad. Yaiza nunca ha tenido ni siquiera un catarro. Lo que le ocurre es que le concedieron el «Don», y contra eso no hay nada que hacer. Si hubiera nacido bizca, chepuda o paticorta, sería una de las muchas mujeres que tuvieron el «Don» a lo largo de la historia de la isla—. Chascó la lengua fastidiado—. Pero lo malo es que se sumó a todo lo demás, y se pasó de rosca.

— No es su culpa.

Se volvió a su madre que era quien lo había dicho.

— ¡Lo sé! — admitió—. Nos pasamos la vida diciendo que no es su culpa, y yo soy el primero en reconocerlo, pero algún día, me gustaría que alguien me explicara quién diantres es responsable de que estas cosas ocurran. Me siento orgulloso de que mi hermana sea tan guapa. Y de que sea tan alta. Y de que tenga tan precioso cuerpo. Y de que sea tan dulce e inocente. Y de que alivie a los enfermos. Y de que los animales se amansen en su presencia. E incluso, si me apuras, de que algunos difuntos vengan a buscar consuelo en ella. Me siento orgulloso — repitió—. Pero lo cierto es que, todo eso, junto, acaba por joderme la vida. ¡Y a ti, y a ella, y a Sebastián, y al lucero del alba!