— Y a mí.
Asdrúbal se volvió a Celeste Báez, que era quien había hecho la corta afirmación.
— Y a usted, seсora, es cierto, y lo lamento.
— Creo que lo mejor sería que nos devolviera a San Carlos — seсaló Aurelia—. Ha sido muy generosa con nosotros, y no desearíamos complicarle la vida.
— ¡No! Eso nunca — protestó la llanera—. Que lo que ha dicho me haya impresionado no significa nada. Ha sido un mal momento, eso es todo. A veces nos conviene una sacudida porque nuestras vidas suelen volverse monótonas. — Acarició su vaso, pensativa, y sin beber, pero sin dejar de mirarlo al trasluz, como si en realidad estuviera hablando más para sí misma que para los presentes, continuó —: Hace aсos que tan sólo me dedicaba a criar caballos y administrar haciendas sin pensar en el futuro y, lo que es aún peor, ni siquiera en el pasado. — Guardó silencio pero nadie hizo comentario alguno y permanecieron a la expectativa porque resultaba evidente que Celeste Báez estaba tratando de sincerarse, o de justificar el incidente de minutos antes y del que sin duda se sentía en cierto modo avergonzada—. Yo era muy joven… — Se volvió a mirar directamente a Yaiza—. Tendría tu edad cuando tuve un hijo al que no me permitieron conocer porque ensuciaba el buen nombre de los Báez. — Sonrió con ironía—. Un nombre que mi padre había arrastrado por cien prostíbulos y mi tía Esmeralda por confesionarios y sacristías. Por eso nunca quise volver aquí. Temía enfrentarme a los recuerdos. — Ahora paseó la vista por Aurelia y sus hijos—. Pero cuando les encontré se me pasó ese miedo e incluso experimenté la necesidad de volver, como si presintiera que algo extraсo iba a ocurrir. Tal vez me hiera, pero siempre es mejor que continuar vegetando. — Se puso en pie y su expresión se serenó bruscamente—. ¡Quédense! — pidió—. Quédense, porque estoy convencida de que aquí encontrarán la paz que necesitan.
Se encaminó a la puerta sin que el menor de sus gestos denotara la cantidad de alcohol que había ingerido, que tan sólo se reflejaba, quizás en el inusual brillo de sus ojos, y ya a punto de salir, comentó:
— Les pido disculpas. Hacía muchos aсos que no había hablado tanto. — Ensayó su media sonrisa de siempre—. Y no volverá a repetirse.
Descendió rápidamente los escalones de madera, y escucharon la voz con que animaba a su caballo y el rumor de cascos que se alejaban, galopando, por la reseca llanura.
Durante unos minutos, nadie se movió, sorprendidos por el inesperado e inconsecuente monólogo impropio de quien había demostrado tanto carácter y una personalidad tan acusada, y al fin Aquiles Anaya, alargando el brazo para apoderarse de la cafetera, comentó:
— Por mi «taita» que jamás lo hizo. Ella siempre fue llanera y amiga de hablar poco. Pero lo entiendo. Nació para ser una mujer muy dulce y se crió en este ambiente, donde la primera virtud es ser muy macho. Fue como cruzar yegua con toro. Nunca vi un potrillo con cuernos.
•
Tenía razón Celeste Báez, y en el Llano los Perdomo encontraron por un tiempo la paz que estaban necesitando y que se les había mostrado esquiva desde aquella noche de San Juan en que Asdrúbal le partiera el corazón de un mal golpe a uno de los agresores de su hermana.
El Llano y dentro de sus confines desmesurados aquel lugar concreto, a la vez áspero y tranquilo, hermoso y desolado, vitalista y moribundo, brindó a la familia y en especial al más sensitivo de sus miembros, Yaiza, el espacio ideal y el tiempo de paso lento necesarios para tomar conciencia del cambio que se había efectuado en su cuerpo y su mente, transformándola de niсa alborotadora y fantasiosa, en mujer madura y sosegada.
No había hombres allí que la acosaran porque tan sólo estaban sus hermanos, la tierna afabilidad del viejo capataz, y la distante indiferencia de dos indios que habitaban con sus familias en la ranchería cercana, y que cumplían como buenamente podían las funciones de peones de un «Hato» semiabandonado en el que ningún auténtico llanero aceptaba trabajar por falta de incentivos.
En «Cunaguaro» no había bestias cimarronas a las que «cachilapear» corretéandolas incansablemente por la llanura hasta conseguir que el lazo hábilmente lanzado las derribara en un santiamén dejándolas empaquetadas y listas para que el hierro al rojo les grabara la marca del nuevo dueсo. En «Cunaguaro» no se domaban ya en espectacular rodeo los potros más cerreros hasta convertirlos en mansas monturas que volaran más tarde sobre la sabana o fueran enviados a los mejores hipódromos del Continente. En «Cuna — guaro» no se organizaban partidas a la caza del caimán, el tigre, el puma o la anaconda. En «Cunaguaro» no había ron ni canciones en torno al fuego al final de una larga jornada de trabajo en el pastizal o el monte bravío, y sobre todo, en «Cunaguaro» no quedaban más hembras que dos tristes indias de pechos por la cintura y niсos en los brazos.
No. En el «Hato Cunaguaro» no había hombres que pudieran inquietarla, y aquel no sentirse eternamente espiada, perseguida, acosada, requebrada, silbada, pellizcada y hasta manoseada, constituía una sensación tan placentera y tan profunda, que apenas la primera claridad del alba doblaba la esquina de la tierra allá por donde decían que se encontraba el gran Orinoco, Yaiza se lanzaba a recorrer incansable el río, el monte o la sabana, sorda a las advertencias de Aquiles Anaya que le prevenía contra las mil bestias del Llano, pues Yaiza sabía desde que apenas levantaba un metro del suelo, que no existía en este mundo bestia alguna de la que ella tuviera que cuidarse.
Cruzaba los esteros con el agua a media pierna sin que jamás una raya, un yacaré o un «temblador» la inquietara, y avanzaba entre bandadas de garzas, garzones, y rojos «coro — coro» sin que alzaran el vuelo, e incluso los tímidos chigьires, cuya única defensa estuvo siempre en la huida, permanecían tranquilos cuando la veían llegar y pasar de largo como si su instinto les anunciara que de aquel ser humano jamás deberían temer nada.
Aquiles Anaya la observaba a menudo, acomodado en lo alto de su montura, con el eterno cigarrillo amarillento entre los labios, rebuscando en su memoria entre tantas historias como corrían por sabanas y selvas, alguna que hiciera referencia a un ser remotamente semejante a aquella isleсa llegada del otro lado del mundo, que nunca había visto una vaca, ni un caballo, venado, puma, jaguar, anaconda o cualquiera de los mil habitantes de los «caсos», los esteros y los ríos, pero que parecía haberse convertido, sin el menor esfuerzo, en dueсa de todas sus voluntades.
La encontraba a veces muy de maсana sentada al pie de un paraguatán aсejo que dominaba el recodo del río, observando atenta la vida de las aguas, o la descubría caminando a lo lejos, cruzando entre manadas de un ganado que sin ser cimarrón sí era aún bravío, y se le antojaba ilógico que se aproximara a acariciar a los terneros sin que un toro acudiera a cornearla o tan siquiera la vaca le lanzara un mugido de protesta.
Le venía entonces a la mente una y otra vez aquella extraсa pregunta que hiciera Celeste Báez:
— ¿Quién eres, di…? ¿Quién eres?
Y se creería que, al igual que el viejo capataz, también Yaiza, marchaba en pos de esa pregunta, como si presintiera que aquel tiempo de estancia en la sabana era un paréntesis que le habían concedido para que tuviera la oportunidad de encontrarse a sí misma y averiguar si deseaba quedarse para siempre allí, como prisionera voluntaria de una cárcel que no conocía más rejas que las distancias.