Fieras tribus que antaсo dominaron la sabana habían ido quedando reducidas por el empuje del hombre blanco a jirones dispersos, que se escondían aquí y allá, en lo más espeso del monte bravo, cerca de cimarroneras que les proporcionaban alguna vaca con que aplacar su hambre, o familias que se habían rendido sin condiciones, limitando su existencia a una semiesclavitud a merced del capricho o la buena voluntad de sus patrones.
Dueсos indiscutibles en otro tiempo de la inmensidad de las llanuras que se extendían desde las faldas de la cordillera a las márgenes del Orinoco, los terratenientes ansiosos de acrecentar sus haciendas los habían ido diezmando a base de perseguirlos a tiros o proporcionarles aguardiente envenenado y ropas contaminadas en la más cruel forma de exterminio que el ser humano hubiera sido capaz de imaginar.
— No puedo creerlo.
— No lo creas si no quieres — había replicado Aquiles Anaya indiferente—. Pero hace treinta aсos los «cuibás» eran aún temidos y admirados y se les encontraban en todas partes, altivos, libres y orgullosos. — Seсaló hacia la ranchería—. Eso es lo mejor de lo que queda.
— ¿Por qué?
— ¿Por qué, qué?
— ¿Por qué esa necesidad de destruirlos? Aquí hay sitio para todos. Nunca he visto una tierra tan vacía. ¿Acaso no cabían unos cuantos indios?
— Sí, desde luego — admitió el capataz—. Esta es una de las tierras más deshabitadas del mundo, pero por esa misma razón resulta ingobernable. Tiene sus leyes propias: «La Ley del Llano» que no se parece a ninguna otra porque no existe ningún otro lugar semejante.
— ¿Y no protege al indio?
— ¿Al indio? — rió irónicamente el anciano—. ¡No, desde luego! Puede que especifique a quién pertenece cada ternero nacido en libertad en cimarroneras jamás exploradas por ningún hombre blanco, pero no menciona al indio, porque el indio, simplemente, ante la ley, no existe.
— ¿Quién hizo esa ley?
— Los hacendados. Los dueсos de «Hatos» tan extensos como algunos países europeos. Esa ley está pensada para entenderse entre ellos y no tener que pleitear en caso de que un determinado rebaсo esté pastando en tierras de otro, o se planteen problemas de límites o aguas, pero no para tener en cuenta los derechos de los auténticos propietarios de esas haciendas: los indios.
— ¿Y el Gobierno no hace nada?
De nuevo aquella sonrisa escéptica.
— Jamás vi a un indio sentado en el Congreso.
— ¿Y nadie les defiende? ¿Nadie les representa?
— Una vez hubo un hombre: Rómulo. El Catire Rómulo, le llamaban, porque era muy rubio a pesar de ser llanero de pura cepa. Había estudiado Medicina en Europa y al regreso alzó su voz en favor de los que consideraba tan venezolanos como el mismísimo Bolívar, pero a Gómez no le gustaba que nadie alzara la voz por ninguna razón y mandó en su busca. Los hacendados proporcionaron los caballos y fue cosa de asombro ver a más de mil jinetes acosando a uno sólo sabana adentro. Cincuenta «Morocotas» de oro ofrecieron por su cabeza, y eso era más de lo que podía ganar un peón en seis vidas que tuviera. ¡Dios, qué cacería! Rómulo tenía tres remontas; tres alazanes tostados, hermanos los tres de padre, y saltaba al galope de uno a otro sin permitir que ninguno se cansara. ¿Quién podía soсar con atraparle? Siempre se perdía de vista en el horizonte, y cuando las cosas se le ponían difíciles buscaba refugio en Colombia.
— ¿Qué fue de él?
— Un día acudió a verle su padre y le dijo: «Hola, Rómulo: me siento muy orgulloso de ti», y sin mediar más palabra sacó un revólver y le pegó dos tiros.
— ¿Su propio padre?
— El mismo.
— ¿Por qué?
— Porque Juan Vicente Gómez le había llamado y le había dicho: «O me traes la cabeza de tu hijo, o te envío las de sus cuatro hermanos. Cuatro por uno: elige.» — Aquiles Anaya lanzó lejos un escupitajo—. Y todos sabían que aquel viejo tirano cumplía sus amenazas.
— ¿Qué fue del padre?
— Metió la cabeza de Rómulo en un saco, se la llevó al dictador y al día siguiente y con el mismo revólver se levantó la tapa de los sesos.
— ¡Es una historia horrible!
— ¡Cosas del Llano! Nadie más habló en defensa de los indios. Al menos mientras Gómez vivió.
A partir de aquel día a Yaiza no le sorprendió que los habitantes de la ranchería se mostraran tan esquivos cada vez que trataba de ayudarles o acariciar a uno de sus chicuelos. Para ellos, todo hombre blanco, exceptuando, quizás, Aquiles Anaya, que se había unido aсos atrás a una de su raza, era un enemigo en potencia, pues además nadie podía garantizar que no acabaría por contagiarles una de aquellas cuatro enfermedades contra las que carecían de defensas: tuberculosis, sífilis, gripe y sarampión.
— ¿Cómo luchar contra ellas?
— No hay forma — había sido la segura respuesta de Celeste—. Habría que vacunarlos masivamente, pero es tanto el daсo que les hemos hecho, que creen que lo que pretendemos es aniquilarlos. Dudo que alguna vez seamos capaces de recuperar su confianza.
Celeste Báez se había marchado a la «Hacienda Madre» días más tarde prometiendo regresar con provisiones para el largo invierno antes de que se iniciaran las lluvias, por lo que Yaiza no pudo insistir en el tema de los indígenas, ya que Aquiles Anaya procuraba evitarlo, quizá por temor a tener que confesar que su propia esposa había sido uno de ellos.
Casi desde la primera noche en que pareció captar qué clase de gente eran los Perdomo Maradentro, el viejo capataz asumió sin reservas el papel de protector de los «isleсos» en un duro esfuerzo por adaptarlos a la primitiva existencia de la sabana, un lugar en el que paisaje, clima, habitantes, costumbres e incluso parte de las palabras nada tenían en común con las que conocían desde siempre, y los caballos fueron, lógicamente, el principal objeto de atención del llanero, puesto que en torno a ellos giraba la razón misma de la precaria existencia del «Hato Cunaguaro».
Para Aquiles Anaya — y en eso coincidía con su ama—, los caballos constituían la especie animal más noble y hermosa que el Creador había puesto sobre la tierra — muy superior en casi todo al ser humano — y conocía por sus hábitos y características a cada uno de los que poblaban — domados o cimarrones, mansos o cerreros — hasta el último confín de la hacienda e incluso a la mayoría de cuantos valía la pena ser conocidos a todo lo largo y ancho de las llanuras apureсas.
— Candidito Amado tiene una yegua, hija de Torpedero en Caradeángel que, con un buen entrenador y un jinete decente ganaría el «Grand Nacional» por seis cuerpos de ventaja — decía—. Pero ese «huevón» nunca ha sabido lo que tiene entre las piernas, y sólo sabe sacarle provecho con espuelas.
Para la mayoría de los llaneros, que cabalgaban descalzos sujetando los estribos entre los dedos de los pies, utilizar espuelas y castigar con ellas al animal era una muestra, no ya de crueldad, siendo como era la suya una existencia por lo general dura y cruel, sino en especial de ineficacia, puesto que un jinete que no consiguiera hacer galopar a su montura sin necesidad de espolearla, no era merecedor siquiera de tal nombre.
— Tu caballo debe ser parte de ti — advirtió a Yaiza en el momento de buscarle montura—. Y no debes elegirlo por su estampa sino por su temperamento y la capacidad que demuestre de adaptarse a tu forma de ser. Un animal tranquilo montado por un jinete nervioso es como «un arroz con mangos», y lo más probable es que cualquiera de los dos termine histérico. Aunque si los dos tienen exceso de nervio, la bestia se volverá loca de remate y es posible que cualquier día se lance a un abismo. — Rió divertido—. Aunque aquí, en los Llanos, pocos abismos hay.