Se encontraban los cinco junto a la empalizada de los mansos y aunque Aurelia se negaba a aprender a cabalgar, el capataz insistió con el argumento de que una vez que Celeste Báez se había llevado la camioneta, el caballo era el único medio de transporte existente, va que dada la magnitud de las distancias a nadie se le podía ocurrir la idea de intentar llegar a pie a parte alguna.
— A todos los «pata — en — el — suelo» acaba matándoles una cascabel o una «mapanare», así que elija: caballo o serpiente.
— Caballo.
Aquiles Anaya sonrió mientras seсalaba con la cabeza un bayo que apenas superaría el metro y medio de altura y lucía largas crines.
— Ese es un animal tranquilo, que nunca le dará problemas — dijo—. No corre, pero es capaz de mantener el mismo paso hora tras hora sin incomodar a quien lo monta.
— Es muy pequeсo — seсaló Aurelia—. En realidad, aquí casi todos los caballos son pequeсos. Quizá sea idea mía, pero en Tenerife eran más grandes.
— Es la raza — puntualizó el capataz—. Los caballos criollos suelen ser bajos pero duros y andarines, buenos para largos viajes. No es el que yo escogería para perseguir a una yegua cimarrona o un toro bravo, pero sí para ir hasta Bruzual y regresar borracho.
— Nunca espero regresar borracha de Bruzual.
El llanero sonrió:
— Pero menos la imagino acosando reses monte adentro. ¡Hágame caso! Ese bayo le conviene.
No era cosa de ponerse a discutir con alguien que lo sabía todo sobre caballos y que se volvió a Yaiza, la miró largamente, como si la descubriera una vez más, y dando la espalda al cercado, inquirió con intención:
— ¿Cuál es el mejor animal de los que hay ahí?
— El pelirrojo.
— Eso es un alazán. Un alazán que lleva fuego en las venas y en la capa. Cuando murió el Catire Rómulo, los Báez buscaron sus tres caballos hermanos y los cruzaron con yeguas de la «Hacienda El Tigre». De su sangre provienen Torpedero, Barragán, Caraegato y muchos otros que se hicieron famosos. Ese es hijo de Barragán y nació para que tú lo montaras.
— ¿Cómo se llama?
— Sólo su dueсo tiene derecho a bautizar a un caballo. ¿Cómo quieres llamarle?
La muchacha meditó unos instantes mientras el llanero, su madre y sus hermanos la observaban, y por último sonrió.
— Timanfaya — dijo—. Se llamará Timanfaya.
— ¿Qué significa? — quiso saber Aquiles Anaya.
— Son las Montaсas de Fuego de Lanzarote; una región de volcanes en la que, en cuanto se escarba un poco, afloran temperaturas de cientos de grados. Y en los atardeceres cobra ese color rojizo.
— Timanfaya — repitió el llanero como tratando de acostumbrar su oído al nombre—. ¡De acuerdo! Eres tú quien decide. Ahora tan sólo falta que él no se oponga. — Seсaló el animal—. ¡Ve y dile su nombre!
Yaiza se inclinó cruzando entre los palos de la cerca, se aproximó al alazán que la vio llegar sin hacer gesto alguno y cuando estuvo a su lado, acarició su ancho cuello murmurándole algo al oído. La bestia lanzó un resoplido sacudiendo la cabeza y la muchacha lanzó una corta carcajada.
— ¡Le gusta! — exclamó—. Le parece un poco largo, pero le gusta.
Aquiles Anaya emitió un sonoro gruсido.
— ¡Déjate de vainas! — rezongó—. Lo único que falta es que me hagas creer que también hablas con los animales. Aunque viniendo de ti me espero cualquier cosa.
•
— ¡No es posible!
— Como usted mande, patrón. Si no es posible, no es posible. Pero el domingo me «rumbeé» hasta las cercanías de la casa por ver si en un descuido podía echarle el lazo a ese alazán que me tiene encandilado, y escondido en el chaparral pude ver cómo lo estaban montando. Me encontraba lejos, pero seguro que se trataba de una mujer.
— Sería mi prima Celeste.
— Su prima galopa a pelo sobre el garaсón más cerrero, y aquélla estaba aprendiendo.
— ¿Aprendiendo? — se sorprendió Cándido Amado—. ¿Aprendiendo a montar?
— Así se me antojó, con su permiso. Daba vueltas en torno al viejo Anaya que parecía decirle lo que tenía que hacer. Y había más gente.
— Está bien, Ramiro. ¡Gracias!
El llamado Ramiro, un hombretón cetrino y malencarado, de boca carnosa y ojos estrábicos, hizo un leve ademán de asentimiento, presionó con las rodillas su montura, y se alejó al trote hacia el distante «caney» de los peones dejando a su patrón furioso y pensativo, porque para Cándido Amado la idea de que alguien se estableciese en el «Hato Cunaguaro» significaba el fin de sus sueсos, pues desde que tenía memoria había oído a su padre hablar del día en que pudieran trasladarse a la hermosa mansión que dominaba el río, abandonando al fin el inhóspito lugar en que les condenaron a vivir; una casa absurda y sin gracia que se alzaba como un mazacote informe en el centro de la llanura, no lejos de un estero infestado de mosquitos, barrida por todos los vientos, azotada por el temible «barinés» que comenzaba a soplar inclemente a partir de abril, y castigada por las torrenciales lluvias que la inundarían meses más tarde.
El «Hato Morrocoy» era probablemente uno de los mayores del Arauca pero de lo único que podía presumir era de espacio en un lugar donde el espacio sobraba. El Llano era más llano y más monótono allí que en parte alguna, y para Cándido Amado había llegado a convertirse en una cárcel abierta en todas direcciones aunque fuera de aquel lugar no tenía adonde ir, ni era patrón de nadie, ni al nadie conocía.
Su esperanza, su única esperanza, se había centrado siempre en el hecho de que el viejo Aquiles Anaya muriese o no pudiera ya trepar siquiera a una silla de montar, y ese día, sin nadie que le atendiera la casa y el ganado, su prima Celeste aceptaría venderle «Cunaguaro».
Con una salida al río y sin tener a sus espaldas la presión de los Arriola que cercaban sus tierras por dos lados, Cándido Amado podría demostrar que era un llanero tan digno de tal nombre como pudieran serlo los miembros de las más viejas familias, y no sería entonces ya «El hijo del sacristán y de la tonta», ni el «Fruto del Confesionario, amado de los zamuros y los buitres», sino un poderoso hacendado, al que todos tendrían que respetar cuando pretendiera hablar en las reuniones que anualmente convocaban los ganaderos para resolver problemas comunes, fijar precios, o modificar la ley del Llano.
— ¡No es posible! — repitió en voz alta mordiendo las palabras—. ¡No es posible que ese maldito marimacho haya traído gente nueva a la casa!
— ¿Qué ocurre, hijo?
Se volvió. Desde el otro lado de la fina tela metálica que no bastaba para impedir que en los atardeceres los «zancudos» invadieran las estancias, su madre le observaba con aquella bobalicona sonrisa que nunca abandonaba un rostro achatado en el que una lengua demasiado rosada parecía colgar siempre sobre la comisura de su labio inferior.
— ¡Tu familia! — replicó mordiendo las palabras—. ¡Siempre tu familia!
— ¿Qué ha hecho ahora?
— Celeste ha traído gente a «Cunaguaro».
— Está en su derecho. Cuando mi padre repartió la herencia, a Leónidas le correspondió «Cunaguaro». ¿O no?
Su hijo no se dignó responder porque le constaba que constituía mi esfuerzo inútil explicarle cualquier cosa que no estuviera relacionada con vírgenes y santos, y Esmeralda Báez pareció sumergirse de nuevo en el profundo abismo de sus dificultosos razonamientos, hasta que tras una larga pausa, afirmó una y otra vez con la cabeza.