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La Caracas de las buganvillas, las mimosas, los chaguaramos, los caobos y los flamboyanes se esforzaba inútilmente al comienzo de la agitada década de los cincuenta por contener él desenfrenado empuje de la Caracas del cemento, el hierro y el asfalto, pero ya todos sabían que era aquella una batalla perdida tiempo atrás, y que uno a uno los reductos de un hermoso pasado colonial y romántico se irían derrumbando vencidos por la especulación y el desenfreno.

Caracas era en verdad una ciudad madrugadora, pero aquella maсana, horas antes de que el más activo de sus habitantes se dispusiera a iniciar un nuevo día de afanes y trabajos, ya en el deprimente y tétrico cuartucho de los Perdomo Maradentro nadie dormía por más que los cuatro permanecieran tumbados con los ojos clavados en el levísimo rectángulo de claridad del ventanuco.

Fue Aurelia, que tan bien conocía el sueсo de sus hijos, la que al fin inquirió con un susurro:

— ¿Qué ocurre…? ¿Por qué estáis despiertos?

Le constaba sin embargo que constituía una pregunta inútil, porque el desvelo de sus hijos era el mismo que el suyo; un desvelo provocado por el miedo a un futuro que se les presentaba tan incierto en un ambiente extraсo e incomprensible para ellos.

Aquélla había sido siempre la hora de ponerse en pie, tomar café y ayudar al padre a lanzar la barca al agua para hacerse a la mar en busca del sustento. Aquélla era la hora de estudiar la dirección y la fuerza del viento, la altura de las olas, el empuje de la corriente y la forma de las nubes que recorrían el cielo. Aquélla era la hora de alegrarse con la promesa de un próximo amanecer esplendoroso más allá de la Punta del Papagallo; la hora de la esperanza de que hermosos meros y sabrosas cabrillas mordieran con saсa los anzuelos y se dejasen izar a bordo tras una corta y dulce lucha. Aquélla había sido, desde que tenían memoria, la hora más amada del día o de la noche.

Pero ahora… ¿Qué hora era aquélla, tan lejos de Lanzarote y de su mundo…?

Era diferente Caracas bajo la primera claridad de la maсana. El Monte Avila que dominaba la ciudad cerrando el valle por el Norte destacaba de un verde luminoso al reflejar el agua caída la noche anterior sobre las hojas de millones de árboles los primeros rayos de un sol que penetraba desde más allá de Petare. El aire aparecía limpio, como si lo hubiesen lavado cuidadosamente antes de tenderlo a secar a ese sol maсanero, y el sordo rumor del tráfico que iba creciendo por momentos retumbaba más apagado y menos molesto que durante la tarde anterior. Olía a salchichas y «arepas» recién hechas, y antes de sumergirse definitivamente en el bullicio de las gentes que marchaban calle abajo, Asdrúbal y Sebastián emplearon la mitad del dinero que les diera su madre en llenar el vacío de casi veinticuatro horas de sus estómagos con un «perro — caliente» y un enorme vaso de café humeante.

— ¿Dónde podríamos encontrar trabajo? — preguntaron al vendedor, un negro retinto de arrugadísimo rostro—. Cualquier clase de trabajo…

El otro, un anciano escuálido al que faltaban casi todos los dientes, observó con detenimiento a ambos hermanos, reparó en el enorme tórax y los poderosísimos brazos de Asdrúbal, e inquirió ceceante:

— ¿Te gusta cargar ladrillos…?

— No me gusta, pero tampoco me importa…

El negro terminó de llenar un nuevo vaso de café, se lo entregó a una mujeruca apresurada, cobró su dinero y seсaló parsimoniosamente hacia el extremo de la calle:

— A cuatro cuadras encontrarán la Avenida Sucre. Luego a la izquierda, como a cinco o seis cuadras más, están levantando un edificio enorme. Puede que necesiten peones.

Le dieron las gracias y se alejaron con el vaso de cartón en una mano y la salchicha en la otra, ansiosos por no perder un minuto y presentarse los primeros en la obra en demanda de trabajo.

Trabajo había, desde luego, pero duro y mal pagado, puesto que aunque la ciudad crecía como un cáncer grisáceo sobre la verde piel del valle, era tal la masa de emigrantes que arribaban cada día al puerto de La Guaira, que los patronos especulaban descaradamente con el hambre de los recién llegados.

Los obreros portugueses, la mayoría de los cuales habían dejado al otro lado del Atlántico a sus desamparadas familias y tenían que ganar por tanto para mantenerse a sí mismos y enviarles algo con que subsistir, se ofrecían a destajo por sumas irrisorias, y Asdrúbal y Sebastián comprendieron de inmediato que, o aceptaban el jornal por miserable que pudiera parecerles, o cualquiera de los que se sumaban constantemente a la larga fila y que bajaba desde los «ranchitos» de los cerros se quedaría con el puesto.

Eran más de ocho horas diarias de cargar sacos, empujar carretillas o palear arena bajo un sol vengativo y un calor húmedo y agobiante para obtener a cambio un puсado de bolívares que malamente bastaban para matar el hambre, pagar el cuartucho y ahorrar lo que un despótico intermediario exigía por conseguirles las cédulas de identidad y los permisos de residencia.

— En cuanto los tengamos, nos volveremos a la costa. Al mar, que es lo nuestro.

Era siempre Asdrúbal el que insistía en esa necesidad de abandonar Caracas, pero Aurelia dudaba, Sebastián se oponía, y Yaiza continuaba sumida en el largo mutismo que parecía haberse apoderado de ella desde que pusieran el pie en el Continente.

— Ya oíste lo que dijo Monagas. En la costa nos moriríamos de hambre.

— ¿Más que aquí? — se asombró su hermano ante la objeción de Sebastián—. Si hay un mar, hay peces, y nosotros sabemos pescar. Y prefiero morirme de hambre allí que aquí. ¡Mira este lugar! ¡Y mira a Yaiza, encerrada entre cuatro paredes sin más paisaje que ese muro de mierda! No puede poner el pie en la calle sin que la hostiguen los gamberros, y a veces creo que esas bandas de chulos son muy capaces de subir a molestarla.

Había puesto el dedo en la llaga y lo sabía. El barrio, poblado de prostitutas, borrachos, vagos y pandilleros, paso obligado de toda la hez de la ciudad que subía y bajaba a los «ranchos» de un cerro en el que no imperaba otra ley que la violencia, constituía un peligro para cualquier transeúnte a cualquier hora del día o de la noche, pero sobre todo se había convertido en una auténtica amenaza para a menor de los Perdomo Maradentro desde el instante mismo en que puso por primera vez el pie en la calle.

Su portentoso cuerpo, que había sido causa ya de tantas desdichas, parecía borrar de inmediato con su sola presencia la del resto de los seres humanos, y sus inmensos ojos verdes, a la vez infantiles y profundamente penetrantes, fascinaban y atraían como un imán irresistible.

A sus diecisiete aсos la menor de la estirpe de los Maradentro provocaba el asombro por la absoluta perfección de su belleza y no bastaban su timidez o su ansia de pasar inadvertida para evitar que de inmediato todos los ojos se posaran en ella.

El simple hecho de cruzar el mercado vecino, aun en compaсía de su madre, se convertía por tanto en una aventura desagradable y denigrante, pues a los silbidos de admiración y las frases soeces que tanto odiaba, se unía ahora con demasiada frecuencia el acoso de pandillas de muchachuelos que se abalanzaban sobre ella con la evidente intención de manosearla.

Cuando un mulato malencarado llegó al punto de pellizcarle brutalmente el pecho desgarrándole parte de su único vestido, Yaiza Perdomo optó por refugiarse definitivamente en el tétrico cuartucho del que no se atrevía a salir más que en compaсía de sus hermanos.