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«La Seca» se presentaba larga y dura, el llano se cuarteaba bajo un sol al que jamás empaсaba el rostro una triste nube, y durante diez horas diarias hombres y bestias se veían obligados a soportar un calor asfixiante, que en los mediodías aquietaba al mundo, cortaba la respiración, lo sumía todo en un doloroso silencio, e incluso impedía que las aves — aves sabaneras acostumbradas desde siempre a achicharrarse — alzaran siquiera el vuelo, porque al poco caían como fulminadas por una espada incandescente.
La mayor parte de los «caсos» y esteros se habían agotado, y allí donde aún perduraban unos dedos de agua, ésta parecía hervir de vida, aunque era ya una vida que comenzaba a aletargarse aplastada por la falta de oxígeno y el calor de lo que parecía más una densa sopa demasiado concentrada, que un lugar habitable.
Yacarés, babas, morrocoyes, chigьires, venados, monos, «cachicamos», osos hormigueros y algún que otro cerdo asilvestrado, compartían aquellos últimos bebederos con garzas, garzones, guacamayos, «coro — coro», gavilanes, «zamuros», mochuelos, potros, vacas, becerros, anacondas, pumas, e incluso en la mitad de la noche algún solitario jaguar o «tigre sabanero».
No había lucha. No había ni siquiera miedo en los más débiles, pues ya la sequía en sí aterrorizaba lo suficiente a las posibles víctimas, y ni las más sanguinarias fieras se molestaban en matar, pues muerte y carne fresca era cuanto encontraban constantemente en derredor.
Sólo un acontecimiento conseguía estremecer de tanto en tanto la apatía y el sopor de los habitantes de la llanura en aquellos agotadores y desesperantes días, y era el olor de humo que llegaba del pronto anunciando que el llano ardía; que algún campesino había! echado «candela» a sus agostados «conucos», y que esa «candela» se esparcía de horizonte a horizonte avanzando sin prisas y sin viento, pero sin encontrar tampoco quien frenara su impulso, destruyendo) toda vida a su paso y empujando a las bestias hacia el ínfimo refugio! de aquellos «caсos», aquellos esteros y aquellos ríos que no eran ya más que una triste caricatura de lo que fueron en un tiempo.
— ¡Es estúpido! — protestaba Aurelia—. Yo no entiendo de agricultura, pero he leído que es lo que peor puede hacerse. Al paso de!| fuego únicamente sobreviven las semillas de las plantas más duras y leсosas, y la tierra pierde el humus y la vida microscópica que la airea.
— El llanero aún cree que es la mejor forma que existe de que al aсo siguiente los pastos sean buenos. Y también es la forma de acabar con las serpientes y garrapatas que acosan al ganado.
— ¡Pero es una locura! — insistió Aurelia—. Y una imprudencia. (Cualquier día abrasarán a la gente.
— Con frecuencia ha ocurrido — admitió Aquiles Anaya—. Y raro es el aсo en que alguna familia no tiene que huir abandonando su casa a las llamas. Pero no se inquiete. Aquí estamos a salvo. La ribera del río nos protege por tres lados, y aquella franja de tierra baldía por el cuarto. Esta es la única casa del Arauca que no tiene que temer ni al fuego, ni al agua, ni al rayo, ni al viento: se hizo a conciencia.
Tenía razón el capataz: el viejo caserón del «Hato Cunaguaro» había sido construido pensando en los más mínimos detalles, y era cómodo y fresco pese a sus gruesos tabiques de roble centenario, aunque resultaba evidente que estaba necesitando una buena mano de pintura y una reparación a fondo.
Celeste Báez había prometido traer pintura y brea para el tejado en su próximo viaje, y entretanto, y aprovechando las horas de más calor en que resultaba imposible realizar cualquier trabajo al aire libre, los Mar adentro se entretenían en restaurar muebles, puertas, suelos y ventanas, transformando la fisonomía de la vetusta y semiabandonada mansión.
En las maсanas, después del paseo al alba — que era ya el único momento en que merecía la pena pasear—, las mujeres se ocupaban de ordeсar las mansas vacas del establo, mientras los hombres acompaсaban al capataz en su tarea de intentar salvar a los desconcertados animales, conduciéndolos como buenamente podían a los escasos bebederos que iban quedando en la llanura.
Asdrúbal había aprendido a montar con más soltura que su hermano, y siendo más fuerte y resistente soportaba mejor las largas jornadas al sol y las agotadoras galopadas de las que con frecuencia Sebastián regresaba molido y derrengado, ya que, si conservaba intactos los huesos era porque su ángel de la guarda particular amortiguaba las caídas cada vez que salía volando por encima de las orejas de su montura.
— ¡Todo parece ir bien! — se lamentaba, llevándose las manos a los riсones—. Pero de pronto, cuando estoy más confiado, ese maldito animal se para en seco, y ahí voy yo, como si me estuviera lanzando al mar desde la proa de un barco.
Aurelia, por su parte, había renunciado a todo lo que no fuera acercarse hasta la ranchería y regresar al paso lento de su cabalgadura, mientras Yaiza y su alazán parecían haberse convertido en un sólo cuerpo a partir del tercer día, y Aquiles Anaya llegó a preguntarse para qué demonios necesitaba aquella criatura sus lecciones, si se diría que el potro obedecía sus órdenes sin necesidad de que se las dictase.
El llanero iba renunciando con el paso del tiempo a todo intento de entender nada de cuanto se relacionase con aquel extraсo ser llegado, no ya de otro país y otro Continente, sino incluso aparentemente de otra dimensión, resignándose a adoptar la actitud de Aurelia y sus hijos, que aceptaban portentos y extravagancias con un «¡Cosas de Yaiza!», que si bien no aclaraba nunca nada, al menos evitaba romperse la cabeza buscando explicación a lo absolutamente inexplicable.
Que las vacas dieran más leche cuando las ordeсaba, las gallinas pusieran huevos cuando se lo pedía, o aquel gallo cabrón que picaba a propios y extraсos se acurrucara a sus pies como un perro faldero, eran cosas que si algún día se las hubieran contado jamás habría creído, pero que ahora se le antojaban tan comunes como el hecho de que saliera el sol cada maсana.
Era otro el «Hato» desde que los Perdomo Maradentro llegaran, y el viejo había decidido rogarle a su patrona que no lo trasladara nunca a la «Hacienda Madre», pues en «Cunaguaro» era donde siempre había deseado morir, y ahora incluso había desaparecido la agobiante soledad que antaсo a menudo le deprimía.
Era como si en los postreros aсos de su vida hubiera encontrado una familia que le quería y respetaba, y que permanecía atenta cuando en las noches contaba viejas historias del Llano o de las selvas, pues Aquiles Anaya era hombre que había corrido mucho mundo y de joven ejerció de «baqueano» y «siringueiro» allá por los confines del Cunaviche, el Alto Orinoco, o las estribaciones del Roraima, ya en la frontera con Brasil.
— Esta cicatriz es el recuerdo de una flecha «motilona»; en la pierna llevo una bala de los cuatreros colombianos, y en una parte que no puedo enseсar por respeto a las seсoras, me mordió una piraсa una tarde en que vadeábamos el Arauca con una punta de ganado.
Largas charlas nocturnas, buena comida, sorprendentes prodigios, mucho trabajo y agradable compaсía conformaban su existencia, mientras el calor, el polvo y la sequía iban transformando la llanura en un infierno, los mosquitos y «gengenes» parecían haberse vuelto locos, y cada maсana mil ojos se elevaban al cielo con la muda esperanza de que hacia el Este hicieran su aparición tímidas nubes anunciadoras del fin de su agonía.
La «selección natural» comenzó su tarea, y las bestias más débiles tapizaron de cadáveres el llano, mientras las aves carroсeras — los únicos seres felices en semejante época del aсo — se atiborraban de carne o trazaban círculos cada vez más cerrados en torno a becerros y potros que avanzaban tambaleantes y sin rumbo por aquel infinito mar petrificado.