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Si alguna criatura viviente existía sobre la tierra a la que Yaiza Perdomo aborreciera, esa criatura era el «zamuro», aquel negro pajarraco maloliente capaz de saltarle los ojos a una vaquilla que todavía conservara un hálito de vida o de introducirse en el estómago de una yegua a devorarle las entraсas aún palpitantes, y pese a haber soportado sin inmutarse el ataque de un monstruo marino en la más oscura noche o pasearse sin armas entre las fieras que infestaban los esteros, los «caсos» y el monte bravo, se estremecía ante la sola visión de una de aquellas aves cobardes, repelentes, e incapaces de enfrentarse a quien no se encontrara ya en los umbrales de la muerte.

¿Por qué?

Resultaba inútil que constantemente buscara en su interior respuesta a esa pregunta, pues se diría que los «zamuros», más que con su pasado, se encontraban relacionados con su futuro; un futuro que no lograba entrever, pero en el que presentía que algún papel importante desempeсarían los pájaros carroсeros, y aquella maсana los había visto volar con más insistencia que nunca sin conseguir apartarlos de su mente, cuando a sus espaldas resonó una voz que era casi un graznido:

— ¿Hay alguien ahí?

Se alzaron por entre los animales que ordeсaban, y desde la penumbra del establo observaron a los dos hombres cuyas siluetas se recortaban contra la furiosa luz exterior.

— Sí. Hay alguien — replicó Aurelia—. ¿Quiénes son ustedes?

— Gente de paz. Buscamos a Aquiles.

— No está. Volverá al atardecer.

— ¿Podrían darnos un poco de agua? Esa sabana abrasa.

Fue Yaiza la que avanzó hasta el fondo de la amplia estancia y regresó con un cántaro lleno de agua que alargó a los desconocidos.

Cándido Amado tardó en tomarlo, porque toda su atención estaba puesta en la muchacha que había ido surgiendo hacia la luz y que parecía haberle deslumbrado con mayor intensidad que el sol (e fuego que brillaba a sus espaldas, pero ante su insistencia bebió con avidez y pasó luego el recipiente a Ramiro, que permanecía retrasado, aunque sus ojos no perdían detalle de cuanto ocurría a su alrededor.

— ¡Gracias! — dijo, mientras el peón bebía—. Ustedes son nuevas aquí, ¿verdad?

Ante el mudo asentimiento de Yaiza, aсadió:

— ¿Trabajan para mi prima?

Ahora fue Aurelia la que avanzó, y con un gesto de la cabeza indicó a su hija que regresara junto a las vacas.

— Trabajamos para doсa Celeste — replicó con sequedad—. Pero ella no está, y ya le he dicho que su capataz no regresará hasta la tarde.

Cándido Amado se despojó del mugriento sombrero y se pasó un paсuelo por la sudada calva que contrastaba, muy blanca, con su rostro requemado por el sol hasta la raya de la frente. Durante unos instantes observó a Aurelia, pero su atención volvió de inmediato a Yaiza, que acababa de reanudar su trabajo.

— Esperaremos — dijo.

— No aquí — replicó Aurelia con rapidez—. Ni en la casa. Ignoro las costumbres, pero tengo orden de no permitir la entrada a nadie.

Los dos hombres la observaron sorprendidos por la firmeza de sus palabras, y fue Ramiro el que intervino:

— Pero mi patrón es primo de fa seсora — seсaló—. No somos vagabundos.

— ¡Lo imagino! — El tono de voz y la decisión no cambiaban—. Pero yo me atengo a lo que me han dicho. Pueden esperar en la ranchería o entre los árboles. Les llevaré agua y comida.

Un relámpago de furia cruzó por los ojos de Cándido Amado, y por un instante se le creería a punto de abalanzarse sobre la mujer y golpearla, pero la presencia de Yaiza, que le observaba con fijeza, le obligó a contenerse, y por último masculló, mordiendo las palabras:

— ¡Está bien! Nos vamos. Pero adviértale a Aquiles que volveré maсana, y que si no está le esperaré en la casa, le guste a usted o no… ¡Buenos días!

Dio media vuelta sin aguardar respuesta, y trepando a su hermosa potranca clavó con furia las espuelas y partió al galope.

Aurelia les observó mientras se alejaban dejando a sus espaldas una densa columna de polvo, y agitando la cabeza regresó a tomar asiento no lejos de su hija.

— No me gusta ese hombre — masculló—. Tenía razón Celeste, y no me gusta su primo.

— El otro es peor — le hizo notar Yaiza.

— ¿Cómo lo sabes?

— Se lo leí en los ojos.

— ¡Pues eso sí que es un milagro, porque los tiene tan atravesados que ni un chino leería en ellos! — Rió su propio chiste, pero de inmediato su rostro se ensombreció y alzó la mirada hacia su hija —: Pero ahora que lo dices, es cierto; nunca conocí a nadie de aspecto tan siniestro.

— Es Ramiro Galeón — aclaró Aquiles Anaya cuando le hablaron de la visita que había recibido—. El menor de los Galeones, nueve hermanos cuatreros, ladrones y asesinos, aunque por fortuna ya sólo sobreviven seis. — Cortó un enorme pedazo de carne jugosa y sangrante, porque estaban cenando y era así como le gustaba comerla y Aurelia lo sabía—. Uno de ellos, Goyo, alardea de haber matado por lo menos a doscientas personas, y es el hombre más temido del Llano. — Masticó despacio su carne—. Ramiro también tiene una larga historia, pero últimamente está muy tranquilo de capataz y mano derecha de Candidito Amado.

— Volverán maсana.

— Les estaré esperando. Y les enseсaré muy clarito el camino de regreso. — Con un gesto seсaló un pesado fusil que colgaba sobre la chimenea—. Hace tiempo que me ronda la cabeza llevarme por delante a un Amado o, en su defecto, un Galeón.

— ¿Por qué?

— Me han «cachapeado» ya tantas reses, que ni con mil de sus cochinas vidas pagarían, y lo que me faltaba era verles «tigreando» en torno a la casa.

— ¿«Tigreando»? — se sorprendió Yaiza.

— Rondando, husmeando, jeringando, jodiendo… La palabra no importa. Lo que importa es pararles las patas, porque son gente arrecha.

— ¡No se meta en problemas…!

El anciano se volvió a Aurelia, que era quien había hablado.

— En el Llano, seсora, la mejor manera de tener problemas es no querer tener problemas. Esta es una tierra dura, y cuando no te encaras a las cosas o a la gente, acaban encarándose ellas a ti. — Pareció haber perdido de improviso su acostumbrado buen apetito, y apartando a un lado el plato comenzó a liar uno de sus amarillentos y apestosos cigarrillos—. Cándido Amado sabe que tiene prohibido acercarse a la casa. Así fue siempre y así seguirá siendo mientras «Cunaguaro» pertenezca a los Báez.

— ¡Pero de eso a liarse a tiros…!

— «A cada musiú su idioma» — sentenció el llanero—. Y el «plomo» es el único idioma que entienden los cuatreros.

— Siempre existe alguna otra manera de entenderse.

— ¡Escucha, hijo! — Sus palabras iban dirigidas ahora a Sebastián—. Si todo el mundo entendiera cuando se trata de razonar, ustedes continuarían en Lanzarote, su padre no habría muerto, y no hubieran tenido que atravesar el Océano en un barco de juguete. Estoy tratando de enseсarles a sobrevivir en la sabana, y deben escucharme o acabarán como el gallo pelón: sin plumas y cacareando.

— ¡Pero es que estamos cansados de violencia!

— ¿Violencia? — se asombró el llanero—. Cuando tengo oído que en Europa millones de personas se han matado de la manera más cruel v estúpida, ¿llamas violencia al hecho de que yo amenace con caerle a tiros a unos cuatreros? ¡Vaina! — exclamó—. Aquello es «violencia». Aquí, en una tierra donde roncan los tigres y en los ríos acechan los caimanes, eso no es violencia: es lógico.

— Tal vez tenga razón — admitió Asdrúbal.

— ¡La tengo, jovencito! La tengo — insistió Aquiles Anaya—. Son ustedes, los europeos, los que acaban de dar un ejemplo de barbarie que el mundo tardará en olvidar, y por lo tanto no consiento que aсora vengan diciendo que en nuestros países somos «violentos» porque de vez en cuando arreglamos nuestros asuntos a tiros y cuchilladas.