— Estoy de acuerdo — replicó Asdrúbal—. Pero yo, que admito haber matado a alguien, puedo asegurarle que eso es algo que nunca se olvida.
— Podríamos discutir el tema toda la noche — fue la respuesta—. Pero si permito que Cándido Amado o Ramiro Galeón se acerquen a la casa, la estoy poniendo en peligro, y además estoy desobedeciendo las órdenes de mi patrona. — Había encendido su cigarrillo y comenzó a apestar la estancia con un humo denso y casi palpable—. Y ésas son cosas que no estoy dispuesto a hacer. ¡Así que «plomo»!
— No hay plomo que mate a Ramiro Galeón.
Se hizo un silencio; el inquietante y helado silencio que acostumbraba a seguir a las palabras de Yaiza cuando las dejaba caer con aquel tono impersonal y distante que obligaba a imaginar que no era ella quien las había pronunciado, sino alguien a través de su boca.
— Repítelo — pidió por último el llanero.
— He dicho que no hay plomo que mate a Ramiro Galeón.
— ¿Cómo lo sabes?
La muchacha se encogió de hombros.
— Lo sé.
— De acuerdo — aceptó Aquiles Anaya con naturalidad—. Si el plomo no lo mata, cuando llegue la hora fundiré una bala de oro. Aún conservo una «Morocota» de las que gané en el Cunaviche que le partirá el corazón en diez pedazos.
— Tampoco vale — negó Yaiza Perdomo convencida—. Ni plomo, ni oro, ni hierro, ni bronce… — negó de nuevo—. ¡Ningún metal! — puntualizó—. Ninguno le causará daсo.
— ¡Eso es una pendejada!
— Si usted lo dice…
Los Maradentro estaban acostumbrados al hecho de que la menor de la familia jamás discutía cuando se ponía en duda alguna de sus aseveraciones, pero aquello no parecía rezar con el viejo llanero, que trató de hacerla salir del caparazón en que se refugiaba, aclarándole los motivos que tenía para suponer que el estrábico capataz del «Hato Morrocoy» se diferenciaba en algo tan especial del resto de los mortales.
— He visto muchas cosas asombrosas — dijo—. En un par de ocasiones me tropecé con «Espantos de la Sabana», jinetes sin cabeza que galopan llano adentro en las noches de luna llena, e incluso acepté sin rechistar que se te apareciera el espíritu de don Abigail Báez, porque yo, de los muertos, me lo creo todo, pero de eso a que haya un cristiano al que las balas no matan, media un abismo.
— Si le dan, le matan — puntualizó la muchacha—. Pero nunca le darán?
— ¿Por qué?
— Tal vez corra más que ellas. Tal vez sepa esquivarlas. Tal vez tonga un amuleto que le protege. Ya le he dicho que no lo sé.
Aquiles Anaya se puso en pie, se aproximó al ventanal, y pecando la nariz al cristal — quizás el único que quedaba sano en todo el caserón—, contempló largamente la luna, que comenzaba a hacer mi aparición en el horizonte, más allá del palmar.
— ¡De acuerdo! — admitió sin volverse—. Aceptemos que no se puede matar a ese bizco del demonio… ¿Qué hay del guabinoso de Cándido Amado?
La muchacha le miró sin comprender.
— ¿Qué quiere decir? — inquirió.
— ¿A ése puedo matarle o no puedo matarle?
Yaiza se volvió a sus hermanos en muda súplica, y fue Sebastián el que intervino con cierta sequedad.
— Ella no lo sabe todo sobre todo el mundo — seсaló—. No es una echadora de cartas ni una pitonisa. — El viejo se había vuelto a mirarla de frente y mantuvo con fijeza esa mirada—. No la presione suplicó.
— ¡Vale! No la presiono. Pero ustedes tampoco me presionen sobre cómo debo llevar los asuntos del «Hato». Llanero nací y moriré llanero. «Al que salió barrigón, ni que lo fajen chiquito»… — concluyó.
No se habló más, y al alba ya se encontraba el fusil engrasado y listo para volarle la cabeza a cualquiera — cualquiera, menos Ramiro Galeón—, y por primera vez en aсos Aquiles Anaya no estaba trepado en su montura cuando el sol hizo su aparición sobre las lejanas copas de las moriches y los «palodeagua» de la otra orilla del río, sino que permanecía tumbado en el «chinchorro» de la baranda con el arma al alcance de la mano y la mirada fija en los araguaneys de poniente, que era por donde tenía que hacer su aparición quien viniera de «Morrocoy».
Los dos hombres debían haber iniciado el camino con la noche de frente, pues aún no calentaba en demasía aquel sol sabanero, que más tarde haría sudar hasta el cuero de las riendas, cuando ya se encontraban a la vista avanzando sin prisas sobre el barro reseco y cuarteado de lo que fuera un mes antes el estero.
Cándido Amado parecía otro, desde el sombrero de «pelo — eguama» reluciente que tan sólo utilizaba para ir a la «gallera», a las pulidas botas que le martirizaban el empeine y que no se había] vuelto a poner desde el día en que enterró a su padre, e incluso la calva se la había peinado cubriéndosela con cabellos que le partían casi de la coronilla, y cuando saludó ceremonioso, desde lo alto de la preciosa jaca recién cepillada, el viejo capataz ni siquiera hizo ademán de alargar la mano hacia su rifle.
— ¡Buenos días nos dé Dios!
— Y más frescos, si es posible.
— Tiempo sin vernos, don Aquiles.
— Verdad es, que hasta olerles me cuesta trabajo cuando andan levantándome potros en la sabana.
— ¡Cosas del Llano! ¡Lástima ver tan buenos animales solos, abandonados y sin hierros!
— Solos no están, que sus madres los amamantan; abandonados tampoco, que en los límites del «Hato» están en su casa, y si en.| ella los dejaran, pocos hierros necesitarían hasta que les llegara la edad justa de quemarles el culo.
— Con frecuencia se confunden con los míos.
— Poco llanero es quien no distingue qué potro nació de su padrote y cuál de los del vecino, pero tampoco es cuestión de pedirle mangos al guayabo.
— ¿Dejamos el tema?
— En el corral se queda de momento. ¿A qué se debe el honor de la visita?
— Me informaron que mi prima Celeste andaba por estos rumbos, y se me antojó presentarle mis respetos, conocerla y tratar con ella ciertos negocios que tenemos pendientes.
— Pues le informaron mal, porque ya no anda en «Cunaguaro». Para verla y negociar, mi consejo es que se enrumbe hasta la «Hacienda Madre».
— ¡Muy lejos queda eso!
— Pues su yegua no es coja, y si como me barrunto es la hija de Torpedero en Caradeángel, que «emigró», no por su gusto, a «Morrocoy», en seis jornadas fe pone cómodamente en la hacienda.
Cándido Amado eludió con descaro la respuesta, y girando la vista a su alrededor indicó con un ademán de la barbilla hacia Asdrúbal y Sebastián, que permanecían a la expectativa cerca de la puerta de los establos.
— ¿Peones nuevos?
— Eso parece.
— Ayer vi dos mujeres.
— Sería que estaban.
— ¿Alguno está casado con alguna?
— No es mi estilo andar pidiendo los papeles a la gente — replicó con manifiesta sorna el capataz—. Y ya conoce el dicho: «Países distintos, distintas costumbres.» Puede que sí, puede que no.
Ahora Cándido Amado hizo un gesto hacia la casa.
— ¿No va a invitarme a entrar? El sol empieza a apretar.
El otro negó con firmeza:
— No es mía la casa y me lo pusieron claro: sólo pueden entrar personas autorizadas.
— Pero yo soy de la familia.
— Razón de más. — Sacó su bolsita de tabaco y papel y comenzó a liar con provocativa parsimonia un cigarrillo—. Usted sabrá disimular, don Cándido, pero a mi edad no puedo jugarme el empleo por capricho. Nadie me ofrecería otro.